miércoles, 14 de enero de 2009

SETENTA Y UNO

La última vez que entre a una librería tuve una visión distinta a la que llevo siempre en esa ocasión repetida. Me quedé parado unos diez minutos, sin hacer nada, solo mirando la enorme cantidad de libros apilados en las mesas, en los estantes, en exhibidores, en más mesas y más estantes. Catalogados, limpios, ídolos. Inútiles.
¿Es necesaria esta cantidad de literatura desparramada sin la menor responsabilidad?, ¿es positivo que cualquier idiota crea que puede ser escritor y encajarle al mundo cien páginas de lo que se le ocurra?
Libros de ficción, biografías de cualquier infeliz, entretenimiento que no entretiene, poesía infinita y mala en su mayoría, libertad expresada en abuso de confianza del lector.
Este mundo andaría mejor si la gente escribiera menos e hiciera más. Es imprescindible acotar la cantidad de dandys que vivan de su parasitaria actividad literaria. Con algunos genios del pasado y unos buenos vagos del presente está bien para completar los estantes de la feria del libro de cada esquina. Más no hacen falta.
Editores no editen. Lectores no lean. Críticos no critiquen. Que el polvo cubra esos inacabables volúmenes intrascendentes. Que queden todos los que no ganaron el premio nóbel porque no les hacía falta, para el resto Fahrenheit 451. Empezando por éste, obviamente.
No vale la pena talar toda la reserva forestal del mundo porque cada diez segundos un trasnochado cree que puede ser escritor.

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