martes, 27 de enero de 2009

CIENTO TREINTA Y SEIS

En cualquier lugar de la Argentina un chico de menos de diez años pide monedas. Puede tener puesta una camiseta de Boca o River, y generalmente no da nada a cambio, apenas un papelito mal escrito que cuenta una realidad que, en verdad, no hace falta que la anuncie. La historia pasada también me la sé, y también suele ser igual en cualquier sitio en donde se dé el pedido. Un pedido para mí, un reclamo para sus mayores, una exigencia para los gobernantes.
El chico de la terminal de San Miguel de Tucumán sube al colectivo a punto de salir, para hacer su tarea constante, parte de su vida. La variante es que lleva una deslucida camiseta de San Martín de Tucumán. Murmura algo que es una timidez ante los pocos pasajeros sentados. Cuando llega a mi lugar, lo miro y le digo “si te hacés hincha de Atlético Tucumán te doy un peso”; me mira con gesto desafiante y sigue su camino. Lo llamo y le doy el peso que ya había sacado antes de la pregunta del soborno. Sonríe y se golpea el pecho, justo en el escudo del equipo de la Ciudadela.
Miles de chicos como éste realizan el mismo errante deambular cada día. Y como éste todos son “santos”, dentro de unos años más de la mitad caerán en el delito, y, quizá, con una nueva ley para la edad de imputabilidad, todos serán tratados como delincuentes sin solución.
Podrá ser cierto, pero también que la solución la tenían los mismos carceleros de saco y corbata, unos años antes.

sábado, 24 de enero de 2009

CIENTO TREINTA Y CINCO

El mundo ha cambiado bastante desde hace cien años atrás. Tanto que Barack Obama jura su presidencia de los Estados Unidos en un bar de la terminal de ómnibus de San Miguel de Tucumán. Ante dos millones de yanquis eufóricos, y catorce tucumanos sudados y desesperanzados.
Mañana será todo igual que siempre. Un hombre no hace nada.

viernes, 16 de enero de 2009

CIENTO TREINTA Y CUATRO

Todo lo que sigue a continuación son títulos descartados para una novela nunca empezada. Gracias a Dios.
La ruina tiene cara de mujer. La mansión de la desgracia. El último castillo en pie. Estación desdicha. La parada de los bárbaros. Mi duelo con la vida. El cuarto menguante. Violación del contrato social. La reunión de los peores. La última parada antes del final. Plaza desilusión. El jardín de los lamentos.
Si usted, lector, es a su vez aficionado a la escritura, como yo, acá le dejo una bella lista para iniciar su paupérrima obra.
Yo no me atreví a encarar esos títulos. A nada bueno me podían llevar.
Quizá usted sea una persona optimista.

CIENTO TREINTA Y TRES

¿Por qué razón me habrían de meter preso por entrar al Banco Francés y llevarme, a punta de pistola, todo el dinero de la bóveda?
Porque eso es robar. Y eso es un delito reconocido por la sociedad como tal. Y porque, para evitar desviaciones de ese tipo, se erige al Estado en protector de la seguridad y el orden.
Ahora bien, el Estado también lleva el mandato universal y lumínico de asegurar las oportunidades y posibilidades de crecimiento y desarrollo de cada individuo; tiene que darle a cada uno de sus súbditos la chance de estudiar, de estar sano y saludable, y de expresarse libremente, siempre cuidando la no afectación del bienestar de la sociedad.
En Argentina, como en tantos lugares del planeta, no todos tienen acceso a la educación, ni a la salud, por ende, a la dignidad. Entonces el Estado no cumple parte de sus funciones, pero sí ejerce la que le da el beneficio de la coerción.
Conclusión: el Estado es un matón, un patovica que tiene la tarea de darle palos a los que “atacan” la seguridad.
Yo no debiera ir preso por atracar la bóveda del Francés y violar la seguridad, si los Estados no van presos por negar salud, educación y dignidad a los pueblos. Pero el detalle oculto, la revelación no difundida lo suficiente, es que los Estados ya están presos. Das Kapital es su carcelero implacable.
No descubro nada nuevo.

CIENTO TREINTA Y DOS

Esto sí que es vida. Estar sentado en un bar leyendo cosas con conciencia, escribiendo otras tantas estupideces sin mucho sentido, y escuchando un poco de jazz. También tango o rock. La clásica es para otro momento y otro lugar.
Pasan las horas del trabajo, y mientras voy y vengo entre estanterías metálicas repletas de partes de automotores, pienso en las opciones que habrá a la salida. Ya me regodeo con un par de planes interesantes, aunque por ahí no puedo concretarlos en su momento.
De repente, a la salida del lugar de las bombas de aceite, me topo con el señor E. Y todo se tiñe del color de la mierda: las paredes, el techo, mi ropa de trabajo, el piso polvoriento, el traje limpio del dueño del mundo, el oxígeno escaso del subsuelo. Hasta la música que sale del grabador vuela por los aires con color a cagada fresca.
No me habla, solo da los buenos días por protocolo. Mejor así, yo tampoco lo aguanto.
Esto no es vida. Tener que ganarse la plata de nuestro tiempo haciendo cosas que son vanas y mediocres. Pero es lo que hay. Menos mal que están los bares, y los amigos, y la música, y el cine, y los libros, y los teatros comunitarios, y un tipo tirado en el subte tocando su flauta traversa.
El infierno existe. Es salir de diez horas de verle la cara a la realidad, llegar a casa y prender la televisión. El mundo entero es Alex de la Naranja mecánica, obligado a mirar imágenes de desolación y violencia.

CIENTO TREINTA Y UNO

El monstruo es sutil. Sabe esconderse bien, sabe disimular sus nidos y sus madrigueras.
Pero yo lo veo igual.
La bestia está por todos lados. En lugares públicos, en oficinas de correo, en la televisión y su basura, en los colectivos, en los boliches bailables los sábados por la noche.
Nadie puede escapar del aplastante puño del gigante conquistador. Además, nadie quiere hacerlo. Todos son felices dándole de comer al voraz estómago universal, occidental, global, y entronizado hace casi doscientos cincuenta años.
El individuo es la meta. El automóvil es la meta. La casa es la meta. Una meta es la meta.
Muchos de mis amigos han caído, el señor E ha caído, seguramente toda una tribuna ha caído, el chavón churro ha caído, mis hermanas han caído, el obrero más pobre y miserable ha caído, el taxista ha caído.
Me pregunto ¿cuántos habrá en todo este terrible mundo, como yo, que sigue luchando por mantener la vertical?
Contra el monstruo sutil, contra sus ejércitos de seguidores, propaladores de su fundamentalismo.

CIENTO TREINTA

Salgo a la calle y pregunto al primero que pasa “¿El señor es el Diablo?”. “No”, me dice. Y se va.
Cruzo la calle y me siento en un portal de casa burguesa. Sale su dueño y me observa, le pregunto “¿El señor es el Diablo?”. “Ya quisiera”, me contesta. Y se va.
Me paro y camino a la otra cuadra, me apoyo en una parada de colectivo, y justo bajan pasajeros apurados. Pregunto al más apresurado de ellos “¿El señor es el Diablo?”. “Cuando acabe el día te digo”, me dice. Y se va.
Una vereda más y entro a una iglesia, justo viene saliendo un fiel. Pregunto entonces “¿El señor es el Diablo?”. “No estaría acá”, me sugiere. Y se va.
Salgo y en la otra cuadra bajo al subterráneo, en el andén casi desierto hay un hombre aguardando. Insisto, “¿El señor es el diablo?”. “No existe tal cosa”, me jura. Y sube al tren.
De nuevo en la superficie voy errando por la tarde de sol radiante. Sigo perdiendo mis esperanzas de dar con El. Tengo un par de horas más para lograr el encuentro, después empezaré a creer en Dios, que es mucho más fácil de hallar. Según dicen millones de hombres y mujeres.
Paso por al lado de un linyera sucio y harapiento, tirado contra una obra en construcción. Por precaución me acerco y acometo, “¿El señor es el Diablo?”. “Si me das tus zapatos soy quien quieras”, negocia. Y se tapa con una rotosa y mohosa colcha.
Me alejo desilusionado. Cruzo una avenida y llego a una plaza con mucha gente, con niños y perros, y abuelos y palomas, y vendedores de manzanas acarameladas. Y una jauría de mujeres encantadoras, con polleras cortas y piernas hermosas, de senos hipnóticos y cabellos infinitos. Afroditas y Héras.
Sentado en un banco verde se me ocurre imaginar una realidad distinta. Me paro y tomo del brazo a una impactante morocha que atraviesa la plaza, de ojos marrones y preciosos, y una silueta exacta para perder a cualquier moralidad. Después de unos segundos eternos, la consulta repetida, “¿El señor es el Diablo?”. “Por supuesto que sí”, me dice una voz dulce y erotizada. “¡Por fin!”, exclamo. “Quiero suscribir su causa”. “Te conozco y no me has reverenciado lo suficiente”, me reclama. Titubeo un intento de excusa. Agrega, “No es tan sencillo”. Y quitando mi mano de su tersa piel sigue su camino.
Parece que para todo siempre me falta algo. Incluso para ser cofrade del mal.

CIENTO VENTINUEVE

¿Qué tal si lo mejor que tenías para dar ya lo has dado?
Eso sería un alivio para tu alma buscadora del placer final y feliz. O la justificación total a tu suicidio inminente.
¿Qué tal si no hay algo así como un futuro mejor?
Vaya, vaya, vaya. ¡Qué problema!
O no.

CIENTO VENTIOCHO

Humo. Primero fue el humo por todas partes. Luego el líquido aniquilador. Hubo que vaciar todas las estanterías, hubo que irse por horas, abandonar el hogar y esperar la masacre.
Semana tras semana la misma tarea de exterminio. Hasta que no quedó ni una.
Ahora me levanto a las tres de la madrugada y me siento en la cocina, y nada se mueve, todo es silencio, los restos de mi cena siguen sin nadie que los pisotee sobre la mesada. Tomo un mate cocido y escribo sobre mi cuaderno naranja, espero el día laboral en soledad.
Se murieron las cucarachas. Y yo un poco.

CIENTO VENTISIETE

El señor E decidió poner a un empleado nuevo como encargado del sector de armado de pedidos. Él piensa que es eficiente. Queda para usted, lector, descifrar quién es el que piensa que es eficiente. En cualquier caso la injusticia es igual de absoluta.

CIENTO VENTISEIS

Yo pido con veinte. Esto le dijo el jugador al croupier y al resto de los participantes de la ronda de veintiuno. A los otros jugadores más que nada.
El casino flotante del puerto es un lugar no muy acorde al Jugador de la amenaza. Demasiados brillos, mucha paquetería, todo muy lujoso y exclusivo. Nuestro Jugador es un hombre de beber cerveza como si fuese agua. Y eso repercute en sus modales, y en sus historias.
Llegó al puerto conduciendo su camioneta sucia y descuidada, estacionó al azar donde primero vio un lugar, sin importar cuán lejos o cerca le quedaba la entrada. Entró con su vestimenta deportiva que lo identifica con el cuadro de sus amores, miró de reojo al personal de seguridad, desafiante, con ganas de insultarlos. Fue hasta la barra y pidió un porrón de la cerveza que tuvieran. Se la llevó consigo de paseo por las mesas de juego. Anduvo mirando todo su entorno, con la plata en la mano, un fajo de diez billetes de cien. Los cambió y encaró para la mesa de ruleta más cercana, sin fijarse si estaba muy concurrida o no, a él eso no le importaba. Se apoyó contra el borde para pedir color al pagador, semblanteó a los otros ocupantes de la mesa. En cuanto vio al primer mozo le pidió otra cerveza. Se la trajo y le dio una ficha de propina, además de pagarle la cuenta. Apostó.
La bola dio sus típicos saltos entre los diamantes del círculo y cayó en el 14. Número que no había jugado. No dijo nada. El pagador abrió la vuelta, volvió a apostar a los mismos números de la bola anterior. Esta vez la resolución fue más rápida, en el hueco del 23 cupo la pelotita bendita. Otro colorado al que no había apostado. Sin decir nada se quedó mirando el peón plateado que avisaba la suerte del casillero 23. Contó la pila de fichas verdes que le quedaban. Pensó en subir la apuesta, y cuando agarró un mozo del brazo lo hizo, le pidió un whisky con hielo, de los más caros, de los que valen la pena. Eso era subir la apuesta en sus términos de tahúr y tomador.
Ahí escuchó el anuncio de no va más, se lamentó por no haber jugado. Cuando terminó con sus bailes frenéticos e indecisos y se quedó en un número, el pagador dijo Colorado el 5. “Andá a la concha de tu madre, puto”. Así, seco y tajante, bien alto, como para que lo escucharan los de seguridad de la entrada, los que le habían visto la cara de pocos amigos al entrar. Fue de solidario, porque no había perdido nada en esa bola, pero tres colorados seguidos le dieron bronca, y cuando siente bronca la tiene que manifestar, siempre.
El jefe de mesa le llamó la atención. No le contestó porque estaba terminando su whisky, pero pensó que era el maricón chupa pitos de los dueños del casino, y ese le cae mal, casi por obligación de jugador perdedor. Cuando apoyó el ancho y enano vaso sobre la mesa lo miró con cara de culo. Pero no dijo nada. Mandó a un mozo por otro whisky.
El pagador agarró la bola como para lanzarla al destino. Miró la mesa poblada de esperanzas, no lo hizo adrede pero le echó un ojo a nuestro Jugador, casi porque su vista pasaba por allí. “¿Qué vas a tirar ahora, otro colorado? ¿no podés ser tan botón?”. Lo pensó y lo dijo. El hombre al pie del cilindro sonrió y miró a su superior en la mesa. Éste le devolvió una expresión que decía tirá y no le hagas caso. Presionó su dedo mayor dándole el empuje necesario, lo hizo con la prestancia y el desprecio de quien lleva años haciéndolo.
El 32 hizo estragos. Trabajó bien para la Casa. La mano del tallador tardó largos minutos en llevarse todas las fichas sobrantes de alrededor de la escena del crimen, tres colores quedaron solamente. Ninguno parado de lleno en el cuadrado pintado de rojo. Una calle pobre, una línea de paro cardiaco, y un cuadro fatal. “¡Andate a la reconcha de tu madre, pedazo de forro, botón, carnudo, chupa pija del casino!”. Y siguió. “¿Cuánto te pagan por arruinar a la gente?”. El jefe de mesa ya estaba por llamar a seguridad, pero nuestro Jugador exaltado se fue sin mirar atrás, insultando, terminando su bebida. Rumbo a la caja.
Entregó cinco billetes de cien y recibió cinco fichas. Mano a mano hemos quedado. Justo pasaba un mozo, lo mandó por un whisky.
Se sentó a la mesa de Black Jack. Dijo buenas noches y apoyó el vaso en la mesita de al lado, ya tenía una sombra en la cara y las palabras rebeldes, inquietas, saltaban en su boca. Puso la apuesta mínima sobre la mesa y dijo “Yo pido con veinte, al que no le guste ya le avisé cómo es la cosa”. Nadie contestó nada.
En tres manos no ganó ni una. Se plantó repetidas veces con diecisiete, pese su advertencia, y charló amablemente con el pagador. Vació su vaso de escocés y pidió otro.
En la vuelta ocho estaba jugando solo, algunas personas miraban la escena a prudente distancia. El pagador descubría cada carta y miraba al desencajado solitario. Agarraba fichas de la pila al borde de la mesa, “¿Qué querés tomar?”. El jefe de mesa le advirtió que no podía invitar alcohol al pagador, y le sugirió jugar en silencio. Hizo avisar a la seguridad que se mantuvieran alerta.
Mano tras mano la banca se pasaba, o la parada de nuestro Jugador alcanzaba para ganar, o el veintiuno en dos cartas solas anulaba el intento del hombre local por ganar la mano. Gritaba y saludaba al público, ahora ya más cerca y más animado, palmeaba sus manos y pedía cervezas que pagaba con fichas caras, sobrepasando el valor de lo consumido. Se señalaba el escudo blanco y negro del conjunto deportivo y apostaba mucho, demasiado para cualquier persona sobria. Y siempre hablaba al tallador, aunque nadie contestaba, aunque fuera monólogo de tipo feliz y encopado.
A las cinco de la madrugada pidió al hombre que le tiraba las barajas que le cuidara las fichas. Se levantó, y con paso tambaleante fue hasta el baño. Entró cantando contra All Boys y saludó a un tipo que hacía pis. Lo invitó un trago pero el sorprendido no aceptó. Se lavó las manos prolijamente y volvió a la mesa.
Jugó un rato más y ganó todas las vueltas. Apuestas de doscientas y cuatrocientas. Vio salir dos veintiunos en su palma con quinientas apostadas. Ya ni festejó, pidió whisky pero le dijeron que la barra había cerrado. Cuando llegó el último pase tenía una cantidad de fichas que invadía los demás sectores de apuesta, ni en cien años hubiera podido contar lo que tenía allí mismo, en su estado.
Saludó efusivamente al pagador y empezó a juntar las fichas. Tiró un montón al suelo. Lo que hizo que el jefe de mesa sugiriera al pagador cambiarle por plaquetas de mayor valor. Llenó sus bolsillos con plásticos rectangulares y se fue a la caja, antes invitó una copa a todos los empleados de la mesa, por supuesto que nadie contestó el convite.
En la caja invitó un trago a la cajera, pero ésta tampoco respondió a su invitación. De camino a la salida pasó por la mesa de ruleta de la noche temprana, allí donde primero jugara. “¡Para vos puto, mirá todo lo que gané allá, con aquel pibe, que es buen tipo, no como vos, puto!”. En la mesa no había nadie, estaba cerrada, vacía, durmiendo el paño y su ruleta.
Salió a la fría mañana. Amanecía junto al río. Llegó a la camioneta y se sentó al volante, se agachó levemente para poner la llave pero no pudo. No probó de nuevo. Cerró los ojos un instante y se quedó dormido. Se apagaron las luces multicolores del casino flotante.

CIENTO VENTICINCO

La rubia pasa caminando por la vereda de enfrente. Linda. No, muy linda es la expresión. Yo la sigo con la mirada hasta que desaparece de mi vida. Siempre es así.
Entra una pareja y me mira al pasar por al lado de mi mesa, estoy escribiendo, y eso es algo raro. La gente que escribe es rara, piensan todos los que no lo hacen. Es mentira, yo no soy un tipo raro.
Ahora es la camarera la que observa con incredulidad el movimiento constante de mi mano derecha. A veces siento que hasta las mesas y las sillas, y los espejos, y los servilleteros, y los sobres de azúcar, que todos me miran a mí y a mi cuaderno naranja.
Hoy estuve pensando en registrar algunas cosas que tengo escritas. Después se me olvidó tan estúpida idea. ¿Para qué? Es gastar plata y tiempo en hacer algo que me va a sacar plata y tiempo en el bar de la esquina. Donde puedo seguir imaginando esas cosas que van a dormir a la cómoda de la pieza. Creo que así está bien el mundo.
Los tres pibes sentados en la mesa justo antes del baño charlan secretamente, acurrucados, escondidos tras los vasos y los pocillos. Muy a gusto de estar compartiendo el fin de la tarde del viernes. Entra otro, amigo de ellos, y los saluda. Les da un beso a cada uno. Antes los hombres se daban la mano. Yo creo que antes eran unos maricones solemnes y preocupados por lo que dirían los demás, las demás también.
Mientras el abuelo habla con otro abuelo de otra mesa, ésta nieta va y viene entre las mesas, aburrida, muy aburrida. Pobre, eso es la visita al abuelo, un bodrio de gente grande e irrespetuosa. Yo le diría algo para entretenerla, pero tengo miedo que se siente en mi mesa y empiece a hablar hasta por los codos. Me tendría que poner grosero y no quiero. Mejor que se aburra obedientemente.
Otra rubia pasa por la misma vereda que la anterior, en la misma dirección. También es linda, pero ésta no tanto. Es tarde de rubias en la calle O’higgins.
De repente tengo ganas de ir a casa a escuchar a Bach, luego de un baño caliente y recuperador. Mañana es sábado de dentista.

CIENTO VENTICUATRO

No es tan linda como ella cree. En realidad no es linda. A decir verdad, es fea. Sin embargo, se hace la interesante con todos los hombres que le echan una mirada. Lo que no se da cuenta es que la miran de la misma forma que miran el cordón de la vereda de enfrente, esperando a que corte el tráfico para cruzar. Es decir, por mirar algo. Pero pensando en otra cosa, no en el cordón de la vereda. Tampoco en ella. Y sin embargo se hace la interesante.
Tampoco tiene un buen físico. No sabría decir si la cara le cuida el culo o es al revés. Curvas, no muchas. Las elementales por una cuestión de anatomía universal de Homo Sápiens. Además, esa tesitura de objeto sexual manifiesto e innegable le prohíbe entablar el menor diálogo con los hombres, eso no se lo puede permitir siendo pieza femenina tan deseada. Piensa ella. Y no es que no habla conmigo, yo nunca intenté la menor charla, sino que no lo hace con nadie del sexo masculino.
Así pasa las tardes. Yendo y viniendo entre las mesas, sin gracia, con vanidad, sin un solo sujeto que la piense desnuda. Pero ella es feliz, ¿no es lo que cuenta?

CIENTO VENTITRES

La mesa estaba servida. Cartas, fichas, cervezas, coca, cigarrillos no, un habano, diez pesos por cabeza. Todo listo para el placer de los dioses.
El viernes largo de trabajo pesado ya era un descanso pasadas las veintitrés. Atrás todo lo malo de la perra vida, adelante lo mejor: amigos, juego, charla de fútbol. Y una partida de póker.
En eso tocaron la puerta del garage de Gustavo. Y solo podía ser una persona, el mismo borracho de siempre: Miguel. Mamado, con su conjunto de gimnasia del cuadro de sus amores, y un gorrito también blanco y negro.
Entró tambaleándose. Saludó a todos uno por uno y se sirvió un vaso de cerveza. Bebió. Empezó a hablar de fútbol, de Palermo y sus goles en Boca. De que no se lo podía negar como goleador. Aunque hubiera fracasado en Europa. Decía esto balbuceando, como siempre hace cuando está tomado, patinando las palabras, de la forma en que solo nosotros podemos entenderlo en su diálogo. Habló largo rato. Se quejó. Y tomó unas cuatro o cinco cervezas.
Finalmente se sentó a la mesa con sus dos mil en fichas, y arrancamos la rueda.
Al rato ya estábamos todos hartos de sus exabruptos, de sus chillonas réplicas, de su descoordinado uso de manos. Perdía fichas, tiraba cartas al piso, y gritaba en cualquier instante, por cualquier cosa. Y siempre se servía otro vaso más de cerveza.
Pasó la partida primera. Quedó eliminado a la mitad de la misma, siguió fastidiando hasta que terminó.
La segunda ronda de diez de la noche fue idéntica. Yo no gané, obvio.
Al amanecer rompió un vaso. Ya cuando todos nos íbamos. Entonces se sirvió más cerveza en otro. Ahí lo dejamos a las seis, en el garage de Gustavo, borracho como es la costumbre, hablándole a los gallos del alba.

CIENTO VENTIDOS

Durante mucho tiempo tuve vergüenza de decirlo, de que otros lo supieran. Lo sentía innoble, indigno, pasado de moda, una extranjería en el barrio de la burguesa modernidad.
Ahora soy libre, soy feliz, soy yo quien decide cómo me ven los demás.
Yo soy el poeta.

CIENTO VENTIUNO

Los viajes en ómnibus de larga distancia son ideales para los amoríos de quinientos kilómetros. No es una máxima del hombre cualquiera, pero es cierto que tiene la carencia de la explicación lógica, racional. Yo lo digo porque es mi experiencia. Nunca fui un conquistador indomable, un Casanova irresistible, pero tengo varias víctimas en mi haber gracias a haber viajado lejos y lentamente. Lindas, feas, flacas, gordas, de todos los colores.
Debe ser la libertad y la impunidad de lo fugaz, porque la ruta es discreta, las vaquitas no hablan de más, y los otros pasajeros están ocupados durmiendo, o escuchando música, o leyendo. Y de noche esa doble fila de asientos reclinables se transforma en un lupanar de un cliente y una profesional.
Las mujeres estallan en displicencia sentaditas a nuestro lado en un viaje de largo suspiro, más si están acorraladas contra el vidrio ancho y escénico, esa cámara gesell al servicio de la banquina. Son prestas a aceptar las caricias, olvidadizas de sus relaciones serias, o no tanto, de la gran ciudad. Juegan en el recreo sin negarse con excusas. La carne es débil, incluso la suave, deliciosa, y depilada por natura.
De todas las formas me han dejado hacer bajo el aire gélido de un bus. Fui paciente, fui feroz, fui torpe, fui frenético, todo me lo han perdonado, todas me han besado con ganas y liviandad. Un rato abrazados a la vista del mar amarillo no se le niega a nadie, unos mimos con vencimiento a corto plazo son bien cedidos. La lengua decide sin la conciencia. El imperio de la abstinencia cae en ruinas.
Las relaciones debieran ser como en los viajes de larga distancia. Un gueto para dos, donde pensar el instante sin preocuparse por el destino, que siempre es determinantemente rígido.
La flaca se acomodó del lado del pasillo, se descalzó, puso sus zapatillas debajo del asiento, y se estiró eterna, sin final de cuerpo. Yo ya me quedé prendado de sus maravillosos pies, los observé con todo mi lívido durante largo trayecto, soñé con besarlos. Lo hice allá por el kilómetro 709 (juro que vi el enano cartel que lo advertía). Pero antes jamás dijimos nada. Ella miraba la ventanilla y yo a ella y sus pies. Ella suspiraba. Yo puse mi mano sobre la suya, sin decir nada, sin pedir permiso, y así el roce duró hasta el beso intrépido. Solo se acomodó mejor entre mis brazos, y se dejó besar el cuello, y la pera suave, y el inicio del busto, y finalmente los pies. De nada se extrañó, ni de mi desfachatez, ni de mi fetichismo inusual, ni de las acciones sin palabra alguna.
Lo único que dije fue “Todo lo que quisiera hacer de acá hasta mi destino, es acariciarte y besarte, centímetro a centímetro, sin perder un minuto. No hace falta, siquiera, que me des permiso. Tu belleza es toda la voluntad que requiere mi decisión.”. No miento ni un poco, eso dije. Ella apoyó su cabeza en mi pecho y me dio, se dio, el gusto.
Al llegar al final del paraíso, sus padres la saludaron, tomaron el equipaje, y se la llevaron para siempre de mi vida. Así debía ser.
La ruta tiene el amparo de Bael, y la mirada hacia otro lado de los ángeles mas buchones.

CIENTO VEINTE

Escucho la televisión prendida en el comedor pero no la miro, ni quiero mirarla. Solo el sonido sirve. Ese ruido pierde gracia y sentido si uno presta atención a las imágenes.
Tarde de verano caluroso, es un buen tiempo para no hacer nada, ni pensar en nada. Estaría bueno emborracharse y poder despertar en la vida que viene.
Una pequeña cucaracha o lo que fuere camina por la mesada sin importarle nada de nada. Hace bien. Ya debe saber que no me importa, y ni pienso levantarme de la silla para matarla o correrla.
En algún lugar un anciano de setenta años, molido por la mala vida, arrugado y desvencijado, está a punto de morir. Bien podría ser un ser querido, un padre, un tío grande. Lo peor no es él, él tiene lo que buscó; el que está jodido es el hijo, que tiene que lidiar con el cadáver que todavía insiste en deambular por las habitaciones y las piezas, y los pasillos, sintiéndose mal, pero sin expirar del todo.
El Señor E (Mister E, de aquí en adelante) está de vacaciones. La semana pasada pidió que le depositaran siete mil pesos en la cuenta corriente, parece que se le acabó la plata. Ya le pusieron le dinero solicitado, ese que es parte de los hospitales y las escuelas, de los maestros y los jubilados, el que sale de eludir el impuesto por la venta en negro. Miles de pesos ganados a la legalidad, robados más bien. Y él cree que es un buen tipo, una persona de bien, decente. ¿Qué tanto mejor es Mister E que quien roba un negocio? Los dos debieran pudrirse a la sombra. Pero saben qué, me molesta menos el ladrón del negocio. Porque roba para vivir sin afán de poseer un yate, y lo hace de frente a la mirada de la rectitud. Mister E delinque para darse la gran vida, para tener el barco propio y el mejor de los automóviles. Claro, Mister E me da empleo. Y trata de explotarme lo más que puede, para ganar más él. Lo veo a diario.
El viejo que no se quiere morir de una buena vez tendría que ser atendido por los recursos que Mister E se niega a darle al Estado.
El Señor E disfruta de sus costosas vacaciones , igual que las cucarachas de mi cocina de los restos de mis cenas.

CIENTO DIECINUEVE

Yo necesitaba tomarme un daiquiri, a eso vine a este bar nuevo y limpio. Es moderno, grande, con camareras jóvenes y seductoras, con una barra atestada de botellas de alcohol, y carteles de marcas top por todos lados. Entra gente en parejas, en grupos, casi nadie solo. Es jueves a las siete de la tarde, y los embusteros preparan la huida de cada jueves. Bendito jueves.
La puerta de vidrio que da a la calle está abierta. Hoy no hace tanto calor. El tráfico es intenso, aun para esta calle céntrica pero de barrio. De fondo suena una música de rave, repetidos sonidos iguales y monótonos, eso es lo que se escucha en los bares que sirven de preámbulo de disco night. Basura.
Yo quería tomarme un daiquiri de durazno.
Entré, fui al baño, me lavé las manos, y volví a la mesa más próxima a la puerta. La rubia está sirviendo a unos pibes en el patio de atrás, así que me levanto y agarro la carta de la barra. Busco y busco, y nada. Este boliche ultramoderno no prepara el mejor trago que existe sobre la faz de la tierra. Tanto glamour para nada. Aunque yo no quería glamour, quería tomarme mi daiquiri, tranquilo, viendo bajar el sol, mirando pasar viejas, y chicas lindas, y colectivos, y cartoneros, y hormigas, y el viento que sopla apenas.
Ya que entré lago voy a tomar. Gaseosa no quiero, ya desistí seguir hinchándome la panza con esa basura. Parezco un marciano, flaquito el cuerpo con barriga redonda como pelota de fútbol. Si no funciona vendrá el plan B, que es salir a correr como un idiota. Porque mi cuerpo empieza a dar pena, y eso que nunca me preocupó la estética. Pero esta panza la esperaba a los cuarenta, no a los treinta y tres.
Viene la moza y pregunta. Un café con crema contesto. No pregunto si hacen mi trago. No está en las opciones.
Me lo sirve bastante rápido. Se va y le miro la cola, y claro, los pies. Lleva zapatillas, no puedo disfrutarlos. Las moscas rompen los huevos. El sol ya no alumbra de lleno sobre la punta de la barra. Saco mi libro de Bukowski y leo un capítulo. Lo guardo. Así no me sirve. Sin el daiquiri no me sirve la tarde. Mejor pago y me voy.

CIENTO DIECIOCHO

El señor E está de vacaciones, o eso parece, ya que hace un par de días que no baja a verificar que sus esclavos estén amortizando el costo de su manutención. Eso sí, antes de irse a su viaje de placer tuvo la desfachatez de desearle a todos sus empleados un buen año; lo cual es una contradicción insalvable, porque para que nosotros tengamos un año bueno, es necesario que él lo tenga no tan bueno. Y todos sabemos que jamás va a renunciar a los beneficios exclusivos que le otorga el negrero Tecora.
Un último descubrimiento interesante es que, según parece, las cucarachas de mi cocina no son cucarachas, sino una especie de insectos que se le asemejan. Cómo sea, anduvieron dándose buenas sacudidas, porque ahora hay más.
El calor que acaba de invadir a Buenos Aires es demasiado. Cuarenta y un grados de térmica es un intento de asesinato por parte de la madre naturaleza. Diez minutos en medio de la plaza de la República y cualquiera se convierte en un perfecto bonzo. Lo bueno de este infierno es ver a las mujeres con poca ropa y con sus hermosos pies al aire. No sé si ya lo dije pero soy un enamorado de los pies de las mujeres. Soy capaz de desdeñar zonas más tradicionales por acariciar esas bellas extremidades inferiores. Recuerdo una vez que estuve hora y media besándole los pies a una sorprendida señorita.
Se cierra la mesa diez, dice un mozo al pasar por mi mesa.

CIENTO DIECISIETE

Hay un poco de día ya. Lo suficiente como para saber que me tengo que levantar para arrancar. Como siempre me salgo de debajo de la sábana, apoyo los pies descalzos en la madera del parquet, y miro la puerta que da al patio. Apago el despertador y agarro los lentes, el pantalón, el líquido limpia cristales, y me voy para el baño. Sujetando todo al borde de caer.
Me miro en el espejo, los pelos parados como Sid Vicius, el calzoncillo manso, a esa hora tengo el pene en tamaño chico. Porque yo tengo cuatro medidas de pito, como cuatro situaciones que varían según mi mente. A veces lo tengo tamaño “casi ausente”, y es como un diminuto pedacito, esas son las menos y no tiene que ve con el frío, como podría suponerse. La otra medida, la mayor parte del tiempo, es la de “chico”. Que es la típica del reposo, de la conciencia puesta en otra cosa. Esa es la de todos los hombres sacando los adolescentes. Una tercer es la “intermedia”, y es como una promesa de buenos futuros, es un instante en el que una mujer tiene la esperanza intacta, puede intuir el final de la crecida pero no sabe hasta que nube llega. Incluso puede fantasear con un sobrepaso de la capa de ozono. Este tamaño es producto de alguna fotografía osada, una charla sobre sexo, un video clip de teléfono celular, una esporádica actitud testosteronal. Algo así como un par de cachetazos al ratón emprendedor. Por último está la “máxima expresión”, esto al margen de cuán máxima sea. Es un decir. Acá ya estamos hablando de estado puro de excitación, de necesidad de sexo, de presente sin pasado ni implicancias a futuro. Es ahora y si puede ser aquí mismo, en la cama o en el suelo.
Decía que me miro en el espejo. Luego me lavo la cara con agua fría y me pongo la remera. Me lavo los dientes. Me embadurno el pelo con gel, eso ahora que lo tengo corto, cuando va creciendo no uso esa pegajosa pasta incolora. Hago pis. Me pongo los pantalones y limpio los cristales de los anteojos. Levanto la toalla que dejé tirada ayer a la noche cuando me bañé. Voy a la cocina, donde dos o tres cucarachas o lo que fueren, corren de un lado a otro, y le pongo comida a la gata, que hace como quince minutos que maúlla hinchándome las bolas.
Se ve que va a hacer calor. Salgo a la desierta calle, apenas alguno pasa en bicicleta, o el camión de la basura gira juntando la caca de los objetos burgueses. Subo el diario que no debe tener buenas noticias, nos debe decir las mismas cosas de siempre. No tengo tiempo de leer la bosta de la sección política y actualidad, así que salto por breves segundos hasta los deportes, para ver si mi equipo contrató a algún nuevo jugador, o si vendió alguno de los malos que tiene. Pateo las seis cuadras hasta la parada atestada de gente de la estación Lanas. Cuando bajo de la escalinata que cruza las vías, hago el acto diario de mirar a la virgen, y como siempre, siento pena. Algún mamado que la usa de sostén me mira sin entender adónde voy tan firme y decidido.
Tengo dos viajes. Uno hasta la barriada de los últimos días, y de allí hasta el sótano que me da la plata para subsistir.
Mañana será más o menos lo mismo. Puede cambiar la intensidad de la claridad del amanecer, o los pelos pueden estar menos erguidos, o mi pene puede estar en la tercera medida.
En realidad es mejor narrar mis tardes y mis noches que mis mañanas.

CIENTO DIECISEIS

Nuestro héroe va a hacer de las suyas una vez más. Como siempre va a arriesgar el pellejo, pero esta vez la locura tiene tintes de demencial. El loco se ha vuelto completamente orate.
Existen dos tipos de visitantes del laberinto griego: los que dejan su cuerpo exánime como ofrenda a las interminables y repetidas galerías; y Teseo, que entró, jugó a su antojo con el Medio hombre, y lo mató a su gusto, liberándolo de su propia prisión, al decir de Borges.
Nuestro titán vendría a fundar una nueva categoría de invasor mítico, uno que no va a matar pero no va a morir. Eso es una suerte para él.
Como siempre, llevado al límite por su supuesto fervor de hincha, tuvo una idea temeraria. Y la llevó adelante con frialdad de cirujano, y con una borrachera para cuatro.
Salió más o menos temprano un domingo (podría ser un sábado, es indistinto a los efectos del relato) para el rancherío de los mataderos, por ahí por las calles De la Torre, Eva Perón, la avenida Cárdenas, por donde todo es de color verdinegro.
No contento con deambular medio ebrio por lugares tenebrosos para los forasteros, se metió resueltamente en el barrio Los Perales. Todos saben, sabemos, qué clase de sitio es Los Perales. Ni más ni menos que la casa del Torito, de Nueva Chicago.
Ya ir ahí en calidad de hinchada visitante es complicado. ¿A quién se le ocurriría ir a robar banderas y estandartes de los locales en carácter de espía? A nuestro ídolo modelo desquicio siglo XXI.
El plan era hacerse pasar por hincha del verdinegro, mezclarse con la barra e incluso visitar bares y bodegones de las inmediaciones en las horas previas al partido. Encuentro que, obvio, no jugaba su equipo, éste está en otra categoría.
Y así anduvo, charlando con los pibes de Mataderos, invitado a comer con hospitalidad, a tomar vino barato y rendidor. Después a ir a ver al Torito de Mataderos jugando en su cancha. Y ahí hacer la gran locura…
Miró todo el partido sin mucho interés. Saltó y cantó solo llevado por un alcohólico impulso, no necesitó disimular nada, era todo un terremoto de movimiento y arenga. ¡Soy de Chicago, soy!
Pero al final, el pequeño espacio lúcido que guardaba hizo lo que había ido a hacer. Cinco minutos antes del pitazo final del árbitro, bajó las últimas escaleras de la tribuna de hacienda, esa que habla de la República de Mataderos, y enfiló para el alambrado. Calmo y sereno desató una de las banderas, sin ser advertido por los dueños de ésta, que seguro festejaban la victoria.
Y se fue.
Caminó a paso rápido pero no sospechoso por las calles de Mataderos, y desapareció con su trofeo más preciado. Ese que pudo haberle costado la propia vida. Porque huelga decir que si alguno de los pesadísimos negros de la barra de Chicago descubrían la maniobra, lo mandaban sin escala a la morgue judicial.
Nuestro genio de la insensatez tuvo el azar en su espalda, una vez más. Quiera su estrella seguir alumbrándolo.

CIENTO QUINCE

Estoy recorriendo estanterías de libros en una librería, y veo, agarro, uno que dice selección argentina. Es una antología de escritores argentinos. Un cuento de cada uno. Previamente hay una breve entrevista a cargo del compilador; una de las preguntas obligadas es cuáles autores influyeron en su obra y qué libros más exactamente. Es una pregunta tan trillada como inútil. ¿De qué sirve saber eso? Además, es imposible que un escritor acierte a nombrar a todos sus influencias.
Dejen de hacer esa pregunta. Y escritores: dejen de contestarla. O contesten ¡Qué sé yo!
Esa es una respuesta lógica para una pregunta ilógica.

CIENTO CATORCE

Hoy es un gran día para parar a alguien por la calle y decirle que alguna persona en este mundo lo ama de manera irrenunciable. Aunque nos mire con cara de indiferencia y hasta de rencor, sin entender por qué nos comportamos de esa extraña manera.
Podría cruzar el salón y decirle a la mujer que escribe su cuaderno en aquella mesa frente a la ventana, que tiene unos pies preciosos, y en serio que los tiene. En otra actitud irregular a los ojos del habitual hábito de cualquier persona.
Quizá me arrime a la mesa del ciego que se toma un café mientras deja descansar a su bastón plegable, y le mienta descaradamente. Y le diga que no se pierde mucho que apreciar de nuestra vida de imágenes.
Otra buena manera de extrañar lo estático sería besarle la mano a la moza cuando me venga a cobrar. E irme sin decir nada, por supuesto. Dejando un beso por toda propina.
La gente cree que yo soy extraño, un sujeto con algunas desviaciones de conducta, una persona simpáticamente diferente. Y yo creo que todos están en vías de extinción, cada cual actuando como el siniestro y universal mandato occidental lo suscribió el día que Henry Ford inventó el consumo de masas.
Lo que ningún historiador perspicaz les dijo es que lo que se consume es su alma singular.
Todos los habitantes de este mundo cuenta entre los principales atributos de su pareja a la inteligencia. Aclaran, a quien lo quiera escuchar, que lo que más le atrajo de su compañero es su inteligencia. Lo que significa que toda la humanidad nada en océanos de inteligencia. Disculpen, pero yo, la verdad, prefiero que lo que me atraiga de una mujer sea su belleza, o lo que a mí me lo parezca como tal. Si es no tan inteligente no importa, y si es bastante ignorante viviremos de espaldas a las altas ciencias humanas, a los múltiples conocimientos universales, al placer de saberse erudito.

CIENTO TRECE

Irremediablemente van a retornar a su imperio las cucarachas de mi cocina. Ya se sienten los primeros calores de un estivo que se intuye más caliente que el centro de la tierra. Y cuando hace calor, el milenario, indestructible, y escurridizo cascarudo oval negro se agranda y se adueña de la vida de los rincones de todas las casas, de todos los galpones, de todas las habitaciones. Aunque como ya dije en algún momento anterior, estos no son la típica cucaracha fea y brillante que tanto repugna. Son más bien unas hermanas menores, casi como pequeñas hormigas negras, que ni impresionan siquiera.
Igual, yo las echaría a patadas. Pero eso no lo voy a poder a hacer, y eso que lo vengo intentando con obsesión. Así que voy a tratar de organizar mis visitas a la cocina, como para que estén ellas o yo. No entraré de madrugada, veré si puede hacer algún ruido previo antes de entrar, para que se vayan metiendo en sus ambientes entre los azulejos.
En fin, la convivencia con el más apto.

CIENTO DOCE

El autor de la obra nació el 10 de abril de 1974, en la localidad bonaerense de Lomas de Zamora.
A la edad de doce años ya se percibía su próxima vida desdichada e inútil. Terminó sus estudios secundarios sin sobresaltos pero sin buenas notas, esas que dan buenas perspectivas. A los veinte ya acumulaba más horas de frustración que de dicha. No se recibió de nada pese a que visitó varias casas de estudio, siempre con resultados paupérrimos.
Es poco menos que un idiota.
No escribió en grandes diarios ni en importantes revistas. Tampoco fue miembro de programas de radio ni participó en congresos magnos. No fue orador en ningún foro ni nada parecido. Digamos que todo lo que hizo fue trabajar en diversos empleos poco agradables, y en alguno pasable. Y entre tanto, por vicio más que nada, se dedicó a escribir este libro y otras cosas más que no viene al caso recordar acá.
No se le puede mentir al lector. No quiero.
El autor que hizo poco y nada, lo hizo con pasión. Eso sí.
Tenía que poner esto en alguna parte, aunque el editor no quisiera. Ahora puede seguir con la lectura.

CIENTO ONCE

¿Cuál es la cantidad máxima de versos escritos que se pueden tachar sin empezar a creer que la escritura no tiene sentido? ¿Dónde está el límite exacto entre el placer y el tedio de rubricar una hoja con nuestras tribulaciones? ¿Cuándo llegó el momento de tirar la naturaleza blanca y cuadriculada al tacho de la basura y dedicarse a mirar la calle, por las ventanas sucias del bar?
Los surfistas saben que la ola pasó y desisten de bracear, recostados en su tabla; los músicos se entregan a beber alcohol luego de una cantidad prudente de borrones en partituras; los pintores se quedan fumando algún tabaco, sucios, en el atelier que ya no los verá intentar una forma, una escena, un momento.
El problema del poeta es que no puede dejar de serlo. Su cerrazón es sustento, su derrota no sirve. No tiene, si quiera, la posibilidad de la claudicación. No se basta con hacer leña del árbol caído, debe resurgir al árbol en el papel que tiene a su merced.

CIENTO DIEZ

Cuando el pibe llegó a la plaza eran las siete y diez de la mañana. No era cualquier día, era sábado y eso fue producto de una elección meditada bajo el imperio de la desconfianza. Ezequiel luego de aquella reunión tensa supo que no serían buenas noticias lo que hallaría en el turno del ruso, por eso eligió ir un sábado. Sabía que era el día de más trabajo y que era una buena medida de cómo andaba la venta de vueltas de todo el turno mañana proyectándolo luego al resto de la semana.
El ruso no estaba en la casilla expendedora y tampoco en el lugar de salida de los ómnibus, no había llegado o estaba ausente circunstancialmente. Según le dijo el chofer, Amir se encontraba negociando un pase especial con los dueños de un hotel cercano. No supo o no quiso decirle cuál.
El pibe utilizó su propia llave para abrir la cabina y entró bajo la mirada intimidante del empleado conductor, quien nada podía hacer si el otro dueño del negocio quería husmear y hacer uso de las instalaciones. Igual no vaciló en decirle que todo estaba en orden y que el ruso llegaría de un momento a otro y abriría la ventanilla de venta. Ezequiel miró al tipo entre sorprendido y enojado, más lo segundo que los primero. Sobre todo porque empezaba a pensar en las consecuencias de enfrentar a su socio por la noche. Ya sabía que la cosa iba muy bien por las mañanas y que él no recibía nada de esta bienandanza.
Buscó y revisó los papeles del escritorio pero no descubrió nada decisivo. Salió y cerró con llave, luego fue hasta donde el chofer y le dijo que se iba hasta su hora de tomar el turno. Cuando el empleado le preguntó si decía algo al encargado de la mañana, contestó que no, que él arreglaría cuentas personalmente más tarde. Usó un tono amenazador y lo hizo adrede, con la intención de que el mismo llegara así a los oídos de su futuro ex socio.
La mañana siguiente fue a si cita dominical de costumbre. Para su sorpresa al llegar a la pensión esperó el rato de siempre y más, y otro tiempo más. Nunca salió nadie. No le dio demasiada importancia al asunto y volvió hacia el centro por la avenida costanera; en todo el trayecto no hizo más que mirar el mar y pensar qué haría con su socio. O más bien cómo haría para destapar su engaño. Sabía perfectamente que una acusación frontal era para una pelea frontal, cosa que no lo asustaba en verdad. Pero también insinuar desconfianza era tirar alcohol a un fuego tranquilo por el momento. No le quedaba otra que insistir con intercambiar los turnos, esto con el fin de que el ruso, acorralado, volviera a jugar el juego con limpieza. Sabía que era tener demasiada fe en alguien que no era precisamente un religioso. Era la mejor opción, pero seguía preguntándose qué haría si su socio persistiera con su firme negativa a tal pedido, ahí casi no quedarían alternativas más que permitir la desigual repartición hasta el fin de la temporada, o encarar los hechos con la brusquedad que resultara de ello. Lo primero es algo que sabía jamás haría. Rogó en el horizonte del agua que Amir Chenko bajara la guardia una vez en la vida.
Al llegar a la avenida Luro recapacitó sobre la extrañeza de no hallar a la prostituta. Imaginó posibles razones para la ausencia y se tranquilizó ante malas intuiciones, prefirió pensar en caprichos de mujer que en accidentes y episodios desagradables. Después de todo guardaba un afecto por aquella mujer.
Ya había desayunado pero como faltaban un par de horas para ir a cubrir su turno encaró para su pieza con la idea de echarse una buena masturbación que le sacara la frustración del día. Subió las escaleras del edificio acariciándose el bulto prominente que se le hacía en el pantalón. No iba pensando en su Silvana de cada domingo, sino en una de las camareras del café Molinzuar, en la calle Colón. Siempre le había gustado esa moza. Alguna vez intentó cambiar unas palabras de galán pero se topó con la frialdad de la muchacha, y con una terminante aclaración de que tenía novio y no necesitaba cambiarlo. Desde ese día solo le hablaba en el colchón de su pieza, cuando se la imaginaba desnuda y complaciente.
Abrió la puerta de su pieza y allí vio, parada frente a él, a la prostituta. Desnuda y con un revolver calibre treinta y ocho en la mano; agitaba la mano libre y amenazaba con matarse si se acercaba, mientras lloraba sin mucha convicción. Ezequiel se adelantó igual hacia ella dejando la puerta abierta detrás de sí. La muchacha lo miraba con una mezcla de lástima y arrepentimiento. El pibe percibió esa mirada y entrecerró levemente los ojos en un gesto que significaba la pregunta obligada: por qué.
Entre que abrió la puerta, avanzó hacia ella y se dio vuelta, pasaron veinte, quizá treinta segundos. Esto fue lo que le llevó al ruso quitar el anzuelo a la caña de pescar que colgaba de la puerta y clavárselo en el ojo con una precisión asesina. El chico retrocedió gritando palabras sin sentido y cayó sobre la cama, donde la prostituta le dio un beso en la boca y le pidió perdón como si fuera solo porque lo quiso un guión imaginario. El matón caminó hasta él y le apoyó la almohada sobre la cara llena de sangre, dejando caer el peso de su cuerpo sobre ella. Mientras el socio daba sus últimos respiros ordenó a la puta cerrar la puerta con llave y sacar las maletas del ropero.
El asesino se paró en la puerta misma del casino central y allí paró un taxi como si fuera el más vulgar de los veraneantes. Con un gesto le hizo ver al taxista que tenía unas valijas que cargar en el baúl; eran dos, una más grande y otra de hombro. La de mayor capacidad era la más pesada, en esa puso el cuerpo de su ex socio, un verdadero saco de huesos astillados. Cosa que tuvo que hacer para que entrara sin dejar bultos sobresalientes que llamaran la atención, como también debió tomarse el trabajo de envolverlo con dos frazadas que absorbieran la mayor cantidad de sangre, el resto lo hizo la estupenda calidad de la marca Sansonite.
En el bolso de hombro metió varias bolsas de consorcio, una pala de campamento, una linterna, un hacha, y dos cuchillos rectangulares de carnicería, con su correspondiente afilador.
El coche tenía el tanque de gas en la baulera lo cual disminuía su espacio, por eso los instrumentos para completar la tarea fueron ocultos y el cadáver viajó en el asiento de atrás, mientras que sentado junto al chofer el asesino le marcó la dirección sur. Por la avenida Peralta Ramos bordeando el mar, le pidió.
En el trayecto, que fue de media hora, el conductor mantuvo constante un diálogo que a su acompañante le era vital llevar por lugares normales. Inventó una visita turística a la ciudad feliz, un arribo minutos antes de tomar el taxi, y un alojamiento en casa de amigos, en el barrio San Jacinto. Hacia allí iban.
Marcelo, nombre del chofer, le habló del clima en la ciudad en la última semana y de la cantidad de cosas que podría hacer en la estadía. Le indicó cada uno de los balnearios desde Camet hasta La Serena, deteniéndose en el llamado La Caseta, ya que este era el que lindaba con el lugar donde el supuesto visitante se iba a hospedar. Le dijo que el tradicional Aquarium ya no funcionaba y le describió la belleza natural de la Sierra de los Padres; lo invitó a darse una vuelta por el parque Camet si era amante de la naturaleza, y lo puso sobre aviso del alquiler de caballos en el bosque Peralta Ramos.
El sepulturero prestaba atención con cara de asombro y agradecía con ampulosos ademanes y exclamaciones. Pasar por un turista más era importante para su seguridad. No obstante lo normal de la situación, rogó interiormente por no cruzarse con alguna patrulla costera, sabía bien cómo tejen su telaraña los investigadores de homicidios.
A poco de pasar el faro se dio cuenta que aún no había precisado el lugar al taxista, quien en cualquier momento le preguntaría dónde lo dejaba exactamente. Y esto era un problema, ya que no se vería normal pedirle bajar a las once de la noche, en medio de la ruta hacia Miramar, ni con el pretexto de continuar desde allí a pie hasta la casa de sus amigos. No a esa hora, no con una valija y un bolso menor. Decidió improvisar.
Cuando vio el cartel que marcaba el barrio, y justo cuando Marcelo le consultaba qué hacer, le marcó doblar a la derecha en la siguiente salida. Siguieron dos cuadras por el camino de tierra y en la puerta de un chalet con la luz prendida lo hizo parar. Se bajó apoyando la valija sobre la calle y esperó que el taxista sacara la otra del baúl. Mientras tanto simuló ir y tocar la puerta en aquella desconocida casa. Le pagó el viaje con un billete grande y esperó el vuelto para hacer la escena bien cotidiana. Marcelo se ofreció esperar hasta que lo salieran a recibir, pero él le dijo que ya lo habían escuchado y le habían pedido aguardar unos instantes. Lo instó a regresar al centro para atender a otros turistas como lo hiciera a él. La salida con caballerosidad surtió efecto. El chofer se despidió deseándole buena estadía y agradables días de playa.
El criminal se puso a desandar las cuadras hechas de más no sin un poco de fastidio por el contratiempo no pensado de antemano. Además del pesado cadáver que lo acompañaba.
Al llegar a la ruta se detuvo unos metros antes de la banquina, no quería ser visto por los conductores que pasaban en una y otra dirección. Esto lo hizo para aguardar que hubiera una pausa en el tráfico. Ésta llegó y pudo cruzar el asfalto caminando lo más rápido que el sobrepeso le permitía.
Una nueva imprudencia le oprimió el corazón durante un instante. Se encontró parado ante la entrada del parador La Caseta, en medio de una creciente oscuridad e iluminado por una atenta luna, como si ésta fuera manejada por un iluminador de teatro y él el actor principal. Pensó lo mucho que dejaría a las investigaciones si ese iluminador fuera el sereno del balneario y lo hubiera visto, con dos valijas a poco de la medianoche. Entonces apuró el paso hasta casi correr hacia el costado de los dos pilares de cemento que indicaban el nombre del lugar. Fue bordeando la ruta pegado al alambrado, agachado para evitar la molestia del roce con la vegetación que sobresalía. Y una vez que se alejó lo suficiente de la entrada hizo pasar la valija más pesada por debajo de los alambres de púa; arrojó la otra por arriba y pasó él por entre los hilos de metal, con mucho cuidado.
Adentro ya de la propiedad caminó unos cuantos metros para estar a salvo de la vista inoportuna de algún conductor. La vegetación era lo suficientemente espesa para ocultarlo, por cierto que tuvo que lidiar con la enramada irregular que le pinchaba la piel al contacto, y con la cacería que empezaron los mosquitos. Quería terminar tan rápido con el trámite que no le prestó atención a esas incomodidades.
Antes de llegar al lugar donde empezaba la playa se detuvo viendo si el paraje era el conveniente. Sí lo era. Encontró un buen claro entre ese pequeño bosque de plantas y pastos crecidos sin cuidado alguno, no muy grande ni tan pequeño. Tenía el tamaño preciso para poder cavar con comodidad y sería muy poco transitado, más bien intransitado. Apoyó los bultos y prendió un cigarrillo, sacó una petaca de licor Mariposa que tiró sobre un montículo de tierra, como pidiéndole aguardarlo allí un rato.
En medio de la creciente noche se escuchaba el ir y venir del agua salada, desde allí no veía el mar pero podía aspirarlo si inhalaba profundamente. El frescor del rocío le bajaba un poco el calor que la expectativa de acabar con aquello le ponía en los brazos y piernas. De tanto en tanto oía los coches pasar por la ruta, y luego de un tiempo ya podía saber cuáles pasaban a gran velocidad y cuáles iban más prudentes. No era aconsejable quedarse sentado sobre una de las valijas en actitud contemplativa, pero sintió la necesidad de hacerlo para poder empezar con su tarea. Debía relajarse y recuperar la calma si quería que todo fuera bien y sin descuidos. Así que fumó y bebió licor mirando esa luna redonda que vino a ayudarlo en el asunto, como si Luzbel estuviera junto a él, alumbrándole el lugar con una linterna, como diciéndole terminá que después me hago cargo yo. No pudo ver un ángel en esa blancura, o no quiso.
Terminó el Marlboro y apoyó la pequeña botella otra vez en el montículo. Sacó la pala del bolso de hombro y miró la valija fijamente, la observó midiendo algún movimiento, deseando el trabajo de algún músculo. No había más que resignación en esa vida apoyada en la tierra. Y huesos rotos. Con miles de astillas, como el telgopor juguete de un cachorro. Eso pensó, tengo que enterrar un telgopor deshecho, eso es todo. A qué seguir dando vueltas.
Pero de repente estalló en carcajadas ruidosas y luego en gritos roncos: “¡Tenías que aceptar cómo eran las cosas y listo infeliz!”. Golpeaba el cuerpo desmadrado en el piso y rugía como un león ofuscado: “¡Era cuestión de agarrar tu parte y callar la maldita boca!”. Y volvía a darle con la pala en lo que quedaba del cráneo.
Pasaron intensos minutos antes que el aire volviera al reposo. Arrojó la pala sobre el cadáver y tomó la botella para terminar con el licor en ella. Levantó la cabeza y volcó el alcohol en su boca como si lo hiciera sobre un embudo, manchándose la camisa con ebriedad. Lanzó la petaca al sobresaliente techo de una carpa balnearia y levantó la pala. Comenzó a cavar.
Excavó durante una hora y media sin detenerse. Entre paladas de tierra hablaba al muerto como en un diálogo donde uno habla y el otro calla, escuchando atentamente. Continuaba recriminándole su tozudez y le hacía ver, señalándole con la cabeza el naciente foso, cómo habían terminado las cosas. Una madre explicando al hijo por qué no iría a jugar con sus amigos después de comer.
A las tres de la madrugada el paisaje en aquel lugar era el de un sepulturero llegando al fin de su obra. El cadáver ya no podía ver a su asesino quien ya se hallaba metido por completo en un pozo, solo apreciaba el rítmico ir y venir de la pala, como una catapulta de tierra. La distancia entre ellos ya era total y absoluta, ya no se dirigían la palabra. La muerte y la vida ya se encontraban kilómetros de distancia la una de la otra.
El hombre tiró la pala hacia fuera y trepó a la superficie. No sin un poco de trabajo empujó el cuerpo al agujero y vio cómo caía sin hacer gran ruido. Ausente ya todo decoro tomó el hacha que había llevado y saltó sobre la bolsa ósea. Primero se secó el sudor en la camisa, al hacerlo le llegó una reminiscencia del licor volcado en ella que pareció volverlo más decidido. Comenzó a trozar lo que quedaba de aquel cuerpo. De cada brazo hizo cuatro, de cada pierna hizo seis, del tronco una familia de pedazos de carne. Separó la cabeza de un solo golpe y trabajó en ella con verdadera saña; priorizando la boca a la que le quitó todos los dientes a culatazos de hacha, en un intento de borrar de su memoria las palabras que hablara. El ojo izquierdo lo sacó de cuajo perdiéndolo por entre las ahora múltiples extremidades. Al ojo derecho lo dejó en su lugar, lo dejó mirar todo, creyendo que así se daría cuenta su dueño lo que había producido su rigidez.
Cuando salió del foso podía ver las intenciones de amanecer que tenía el nuevo día. Sería un nuevo fin de semana atestado de turistas de paso, esos que llegan para pasar un par de días antes de volver a su chota vida en la gran ciudad. Como si acá la mierda no fuera parte de la vida, murmuró mientras empezaba a tapar el hoyo. Fueron unas palabras carentes de sentido para los necios.
Echaba tierra al agujero y reía sin emitir sonido. Imaginaba la cercana playa cuando progresaran las horas, atestada de idiotas quemando sus ideas al sol, sin saber que la muerte está siempre cerca. Y en aquel lugar más que nunca.
De regalo le dejó el hacha, la pala, los cuchillos, y la linterna. Terminó de tapar la tumba con las manos.
En algún lugar haría su faena un gallo cuando la forma del lugar volvió a ser la que fuera al empezar la noche. Una casi imperceptible irregularidad en la tierra era todo lo que quedaba por rastro; se vio orgulloso de haber hecho tan buen trabajo, nunca antes había enterrado a alguien. Ahora sabía cómo hacerlo llegada una nueva ocasión. Metió el bolso dentro de la valija y se fue del lugar rumbo a la playa. Los resplandores del amanecer no podían denunciarlo todavía, además no creía que alguien hubiera por allí a esa hora. Era muy temprano para los trabajos de acondicionamiento de los trabajadores del balneario. Apoyó la valija única sobre la arena y la prendió fuego, las llamas tardaron un poco en derrotar al viento pero lo lograron. Se quitó la camisa transpirada y sanguinolenta y alimentó el calor de la hoguera. Se alejó sin mirar por la orilla del océano Atlántico. Cuando llegó al faro hizo cálculos de lo que sería el trabajo ese fin de semana. Intuyó las cenizas.

CIENTO NUEVE

El sótano es una penumbra. Hay un televisor y muchas mesas, una barra que da a una cocina diminuta. Hay mil carteles que indican las salidas, con un verde encendido que es lo que más ilumina el oscuro bodegón.
Es viernes por la noche. Yo salí del subsuelo de mi trabajo y me metí en uno más acorde a mis placeres. El club es italiano y habla de la unión y la benevolenza, está en la calle Cangallo, a cuatro cuadras de la 9 de Julio, y a tres de la grandiosa Corrientes. Casualmente a la vuelta de un trabajo anterior que me dio algunos buenos años de su vida.
Hoy los Perez García ponen a la venta un nuevo disco. Aunque la mayoría de las canciones hace rato que las tocan en sus shows: el Santo Remedio se llama.
Hace un tiempo que no los veía, entre la vida derrapando en el laburo, y la muerte veloz de los tiempos de ocio, se me anduvieron fugando los placeres. El tiempo que pasé cavilando en bares y mesas sucias es una burbuja de bienestar vista desde afuera, por gentes apuradas y voraces, consumidores del despilfarro de turno. Como programas de televisión huecos, películas de cine inútiles, música para no prestarle atención, libros de ayuda mental escritos por gente de dudosa sanidad.
El Beto Olguín ensaya con su guitarra sin público. De repente me descubre a mí y a mi solitaria presencia, cuando termina de rasgar una canción de las viejas se me acerca y me saluda. Los Perez Garcia son una banda under, pero bien under. No esos tipo que se nombran del bajo mundo y empapelan la ciudad de afiches. Son de Aldo Bonzi y no juntan más de quinientas personas en cada presentación, y yo me pregunto por qué nadie se cuenta que suenan muy bien, y que hacen sonar el alma en cada recital, y que ven el bosque aunque lo tape el árbol.
Yo termino mi café cargado y me siento en una de las mesas vacías, dejo a los Perez preludiando su velada generosa en intimidad. En el televisor que está apagado, detrás de la barra, hay un indicio que cuando se prende sintoniza fútbol. Tiene un cartel colgado de la pantalla que reza “Cuidado con el perro”. Es el típico cartel de ruta pero aquí tiene una resignificación de mayor valía.
A las once menos cuarto arrancan los Perez. Voy a vivir feliz por dos horas.

CIENTO OCHO

Ella probablemente haya sido uno de mis grandes momentos. Era alta, bastante más que yo, sin que eso suponga gran esfuerzo de la genética. Gustaba de salir los sábados por la noche a emborracharse en bares y tugurios pasados de moda. No andaba coqueteando ni vestía bien, no se pintaba, no usaba ningún tipo de anillos, aros, colgantes, nada de nada. De lejos casi parecía un hombre, ya que los jeans gastados y el pelo corto iban acompañados de dos lunares que tenía por senos.
Como todas las flacas tenía la fosa de Mindanao entre las piernas, cosa de la cual se jactaba. Aunque sostenía que todo el placer que necesitaba en una cama se lo podían conseguir cerca de la superficie. Gracias a Dios.
Leía mucho y escribía otro tanto, lo hacía bastante mal. Le faltaba gracia, y carecía de pasión, que es lo peor que le puede pasar a cualquiera que se ponga a escribir. Porque lo peor no es escribir cosas torpes y feas, sino carecer de apasionamiento por el momento de la creación, aunque sea la más cursi. Estudiaba algo que tenía que ver con la Psicología pero no era Psicología la carrera, no me acuerdo qué ni dónde. Jamás hablabamos de cuestiones de estudio en las veces que estábamos juntos. En realidad no hablábamos mucho cuando nos veíamos, íbamos a museos o al cine a ver películas de autor, de origen asiático o africano. Todo lo hacíamos en silencio, nos decíamos lo indispensable. Nunca nos contábamos los problemas del trabajo, de la vida de cada uno, ni mucho menos de la familia. En medio de nuestra especie de relación murió su papá, cosa que me enteré cuando me la crucé en un bar dos años después de distanciarnos.
Una vez fuimos a una pinacoteca donde se exhibían impresionistas. Se la pasó todo el paseo diciendo que era una mierda, en especial los cuadros del sin oreja y los del enano deforme; la gente culta y que gustaba de ese estilo nos miraba mal, como a dos intrusos ignorantes y maleducados. Cuando nos íbamos le dijo al de la entrada que deberían devolver la plata.
Tenía una franqueza brutal que por momentos la hacía desubicarse según los cánones sociales de la modernidad. A veces, en quince minutos, tenía ganada la repulsión de todos los presentes del lugar donde estábamos; otras veces, en el mismo plazo, era la más respetada de la reunión. Así pasaban las cosas con ella. La primera vez que nos acostamos, después de un rato de practicarme sexo oral, se incorporó y dijo: “Bueno...vamos a ver qué podemos hacer. Porque tenés el pito, por lo menos, cuatro centímetros más chico que mi novio anterior.”. Al final de esa velada sexual no dijo nada, la cuarta vez que lo hicimos me dijo que estaba bien hecho el trabajo.
Después se fue de viaje, a recorrer América Central. Me preguntó si quería ir con ella, y yo le dije que tenía obligaciones acá, que no me podía borrar así como así. Que tenía un trabajo, unos estudios en curso, todas huevadas que no me dieron grandes satisfacciones pasado el tiempo. Atado a la estúpida y cobarde voz de la conciencia le dije que la gozara por mí; estoy seguro que la disfrutó por mí, por ella, y por todos los santos. Sin lugar a dudas se debió acostar con la mitad de Honduras, Costa Rica, y El Salvador.
En aquel bar de Paternal donde nos reencontramos, por casualidad, dos años después, charlamos cuatro horas. Me dijo que había recorrido centroamérica con una piba peruana y un uruguayo de Canelones. Le comenté, en una salida de las que nuestros códigos autorizaban, que al yorugua lo habrían dejado flaquito. Me dijo que sexo no falto en todo el periplo pero que al botija no lo tocaron ni una vez. Obvio que le creí. Sin vueltas le propuse ir al hotel más próximo, y ella con menos rodeos me dijo que estaba con Celestine, y me presentó un negro francés que estaba en Argentina trabajando para la empresa francesa Danone.
Y esa fue la última vez que la vi.

CIENTO SIETE

Cuando hay pocas ganas de escribir bien se escribe un aforismo. Que alguien con pocas ganas de leer bien lo convertirá en una máxima. Sublime. Una cita es la perfecta conjunción entre la extrema vanidad y la inquebrantable vagancia.

CIENTO SEIS

Es el decimocuarto pibe que entra a pedir monedas, y yo ya las di todas a los anteriores. Debí dar cantidades menores y repartir a todos, cómo no me di cuenta que en Callao y Corrientes el país de los niños pobres tiene la capital en cualquier bar. También puedo repartir los billetes que me quedan en la billetera.
Dos chicas lindas conversan en la mesa que da a la calle llamada como el barrio peruano limeño. Se ven animadas y felices, disfrutan de lo que están haciendo en este encuentro de amigas de toda la vida. Toman cerveza con palitos salados. Por momentos se arriman por arriba de la mesa, hasta casi susurrarse las palabras al oído; se ríen cómplices y se vuelven a acomodar en las sillas. Me miran de reojo porque ya descubrieron que las observo. Entonces juegan a gustarme a mí, que es el pasatiempo favorito de todas las mujeres del mundo.
La moza habla con un cliente que está sentado en una de las mesas del medio del bar, es un hombre grande, canoso, sin pinta de estar coqueteando.
Un hombre juega al ajedrez contra nadie en la mesa de delante de mí. Parece repasar jugadas y partidas que las detalla un libro que tiene y que estudia.
Dos parejas beben vino y comen empanadas en otra mesa más alejada, uno de ellos es novio de una de ellas, los otros dos no se seducen ni lo tienen en sus planes. La chica libre es preciosa, de rulitos, bajita, tetona, y con un alarmante bikini negro por ropa interior. Cosa que vi cuando se paró para ir al baño, sobresalía de su pantalón negro. No entiendo al que comparte la mesa con ella sin intenciones de saltar la alambrada de fórmica y poseerla.
En otras mesas más distantes gentes miran la tele sin prestarle mucha atención. Es como que pierden el tiempo de manera premeditada y simple, toman café, o gaseosa, o cerveza, y esperan que se haga más de noche.
Las chicas que hablaban van por su segunda verveza y ya se fijan menos en mí, saben que divago por galaxias a las que no tienen acceso. Incluso ya no me tienen por hombre a seducir por instinto natural de hembra.
El tablero cambió de dibujo. El alfil blanco se aburre parado al costado de la acción. Espera que muera alguien más para salir de su soledad de derrota.
El canoso mira la calle y toma un café, o algo que se sirva en pocillo. Como un autista. Solo mueve el cuello tras cada colectivo que pasa hacia el bajo, como si pudiera mandar su pensamiento en algún asiento, y él quedarse acá, a la espera de novedades desde aquel viaje.
La moza se va a vivir fuera de su trabajo, que seguro aborrecerá pero soportará porque es adulta y responsable. Entra a suplirla un mozo flaco, alto, y con cara de tedio. Pobre, recién arranca su parte del asco por la vida y ya tiene pocas chances de defender su alegría. Seguro que no toda la gente odia su empleo, pero yo siempre me topo con los que cumplen con ese mandato de la realidad mundial. Avísenme cuando encuentren alguien que ame su trabajo, un barrendero, un albañil, un cajero de hipermercado, un valet parking. No valen los artistas, esos no trabajan jamás.
Entra una nena con pelo rubio y ojos de felicidad, porque los chicos logran la felicidad con cualquier motivo. La magia de entender el juego. No tengo más monedas, le doy un billete de dos pesos. No dice nada para no arruinar el acontecimiento.
En la tele hay otro partido más de fútbol. No sé quiénes juegan ni por qué lo hacen; cosa que no interesa, lo que importa es que jueguen y mantengan la atención de los idiotas. Unos de rojo contra otros de azul. Las tribunas colmadas con quinientas personas. Más cámaras que espectadores en la cancha.
El canoso llama al mozo nuevo y le pide la cuenta, debe ser que no le gusta el cambio de turno. A mí tampoco, pero me lo aguanto como muchas otras cosas que no me agradan.
Ya no tengo de dos pesos así que le doy uno de cinco pesos. Se le ilumina la cara y se va sin pasar por otras mesas.
Me quedan varias opciones para terminar el día. Puedo volver sin más ni más a casa; puedo pasar por una pizzería y comprar un par de porciones para no ensuciar los platos al llegar; puedo anular las porciones y comer comida chatarra; o puedo pasar por la libería que tiene trasfondo de lupanar y ver qué hay de nuevo por veinte pesos.
No voy a decir que hice.

CIENTO CINCO

Está por comenzar el lento degradé que convertirá el sótano de mi trabajo en el infierno del Dante. Hablamos de la feliz época de fin de año, cuando hace calor y se brinda cada dos horas por las mismas pavadas de siempre. Y la gente parece estar contenta todo el tiempo, sobre todo los que se ocupan en trabajos que languidecen para el periodo estival.
El subsuelo de mi laburo arde bajo las llamas de la glotonería económica del señor E. A mil se va y se viene, esquivando minutos ociosos, sudando la remera hasta convertirse en algo resbaloso y grisaceo.
Así va a ser en mi lugar de trabajo las diez horas diarias, a partir de dos meses delante. Que alguien mantenga la risa en alto en esos días es una tarea de titanes, de hombres de voluntad de acero. Yo soy un titán.

CIENTO CUATRO

Un verdadero escándalo fue el día que estando yo en una iglesia cualquiera, al novio le escupieron el asado. No se estila mucho eso de “puede besar a la novia”, pero al cura ése se le dio por decir así en el momento cumbre de la boda, y el fotógrafo dio dos pasos y le dio un inolvidable beso de lengua a la emblanquecida candidata.
El sujeto que vio salirle astas a su testa no reaccionó, al menos en primera instancia. Se dedicó a mirar incrédulo la escena ardiente, como anestesiado por una esperanza de que fuera una ficción, un mal sueño. El que entendió que era un bochorno fue el padre de la novia, que se corrió del costado del sacerdote y empujó al Casanova. Ahí se sumó el hermano del cornudo y acomodó un zurdazo al besador; y entró un tío de vaya a saber quién, y amigos varios, y todo era gritos, empujones, y recriminaciones.
Ahí sí entró a tallar la bolsa de cuernos. Pero no se violentó como se hubiera esperado, como todos hubieran deseado. Miró a su prometida y le preguntó si conocía al tipo. La respuesta fue ridícula, y bastante esclarecedora. Le dijo: “Es el fotógrafo que contratamos”.
El párroco le recriminó al asaltante de labios que no podía hacer lo que hizo. “Ya está hecho”, gritó una vieja desde el fondo, que en realidad era la entrada de la nave central. A esta altura la novia ya no estaba tan de blanco, el novio desaliñado esperaba una explicación urgente, el cura se desesperaba porque tenía otro casamiento en puerta y el bochornoso que precedía no se terminaba.
Los amigos y familiares de los que se casaban al turno siguiente cogoteaban por la puerta de madera, el griterío era demasiado para no generar curiosidad en terceros. Un par de taxistas parados demoraban su regreso a las vueltas despaciosas por la ciudad, y hasta uno que venía durmiendo en el asiento de un bondi se despertó cuando el colectivo paró justo en la puerta de la iglesia, esperando el verde del semáforo.
Entonces la novia dijo: “Bueno, dale, besame Ruben, así terminamos con esto y nos vamos a la fiesta”. El Ruben éste se acomodó el frac y dio un beso enclenque a su esposa consagrada; el fotógrafo sacó unas fotos del momento en una especie de burla que no admitía otra cosa que un asesinato en la casa del Señor. El cura respiró aliviado y huyó tras bambalinas.
Yo di media vuelta, en el costado de la fuente de bendicionbes donde estaba, y, mientras sonaba el ave María, me fui de la puesta de cuernos más rápida que se haya visto sufrir a un marido.

CIENTO DOS

No es que nosotros no fuéramos de jugar a la pelota en la calle, o de salir a tocar timbres al azar para jorobar con el ring raje. Hacíamos todo eso y también juntábamos figuritas, y una muy nuestra era la maldad de ir a cazar gatos. Aunque era sencillamente ir a ponerle algún rasguño con las bolitas de los árboles y el rulero con el globo, porque eso de cazar era claramente un nombre de chicos para una marranería de chicos. Jamás agarramos un gato, y mucho menos matamos uno.
Todo eso no era lo inusual, variantes más variantes menos hacíamos lo que cualquier pibe de la época. La cosa original nuestra estaba en la Burrería de Anatole France.
Anatole France era la calle donde se había instalado un tugurio que servía de bar al paso a los colectiveros de la línea 299. En realidad no tenía pinta de bodegón de mala muerte, había buena luz, la construcción era bien firme, y los concurrentes no eran, primordialmente, borrachos y balandras de barrio bajo. Lo dicho, eran los trabajadores de la empresa que llevaba y traía gente entre Lanus y Banfield. Lógico que alguno medio jugador habría, sino no tenía sentido el negocio del lugar. Pero en general era gente normal, padres de familia cuyo mayor delito era el actuar con irresponsabilidad al ir a dejar parte de su ganancia a los caballos.
El lugar era más largo que ancho, tenía un mostrador al fondo del que se expendían algunas bebidas y una que otra comida (mucho no se le puede pedir que coma a un tipo que prefiere comprar boletos antes que empanadas). Varias mesas de esas que son marca registrada en los cafetines de antaño, piso de baldosas chiquitas de color marrón con vetas blancas. Así era el lugar básicamente.
No le recuerdo ningún nombre aunque por tradición debía tenerlo. En este país nadie pone nada sin un nombre, el nombre es asunto de Estado. Hay conciliábulos familiares, reuniones de consorcio, e investigaciones cotidianas de mercado para elegir el nombre. Cuando alguien va a poner algún negocio se metió en un lío tremendo, por el nombre claro. La plata, la inversión, los impuestos, y demás asuntos, están todos más claros de antemano.
A éste lo dejamos en La Burrería o el Lugar de los Burros, o La Máquina de los Burros, a secas. Todos valían para decirnos entre nosotros, borregos de trece años, dónde nos íbamos a ver en la tarde noche.
Para Arcadio Tomasso, el tahúr de La Plata, estos sitios clandestinos tenían más vitalidad que las agencias oficiales. Nunca más que el hipódromo, por supuesto. Pero entre lugares donde la carrera era como de dibujos animados por televisión, sin ver al pura sangre en carne y hueso, entre esos el viejo le daba un sabor especial a los boliches de barrio, donde el pagador estaba ahí, a la vista de todos, sin reja de por medio y sin boletitas molestas. “Ponele dos pesos al ocho”, y listo. Si gana me devuelve tanto y san se acabó. Así era La Burrería.
Generalmente el primero en llegar era yo. Salía de la escuela y al volver me quedaba ahí, o si iba a casa era para dejar la carpeta y regresar a mano limpia a los burros. Después podían llegar Fernando, Eugenio y Cristian. Los tres o dos, o alguno de los tres, pero siempre alguien caía, yo rara vez estaba solo. Esto, por supuesto, además de los muchachos de la empresa de transportes 9 de julio. El lugar nunca estaba con el tomador de apuestas y nadie más.
El del fajo. Así era llamado el petiso de pelo negro y labios gruesos que manejaba la máquina y levantaba los pálpitos. Estaba sentado al lado del aparato con una mano en los controles y la otra sujetando el pilón de billetes que servía de Banca. Nunca le faltaba un vaso de algo sobre la mesa, pero no era jamás alcohol, un agua, una gaseosa, pero no se permitía beber nada con graduación. Esto debía ser orden de los dueños del curro, porque el tipo que atendía no era el capitalista inversor, sino un pinche que mantenía el culo apoyado en la silla desde temprano en la tarde hasta la medianoche.
La operación era así. En la pantalla, que eran dos, una arriba y otra abajo, aparecía la grilla de partida, la imagen de todos los caballos en sus gateras, a la espera de la salida. La carrera arrancaba cuando el petiso le daba arranque apretando una tecla, digamos que era un programa de computadora. La cosa no era en vivo. Un disco grabado con tanta cantidad de carreras que se iban sucediendo una tras otra siempre con la permisión del morocho. Éste decía hagan sus apuestas y ahí empezaban (empezábamos) a decirle a qué caballo le poníamos la plata. Nada complicado, la cosa era a ganador. Porque así era más fácil y porque eran carreras de cien metros, de resolución en segundos. Imagínense que si no el negocio no daba rendimiento. Si tenía que esperar los tiempos del hipódromo terminaba recaudando quince o alguna carrera más, no más. En Palermo, o en las diagonales, o en San Isidro, la cosa era una cada media hora o cuarenta y cinco minutos, pero claro, ahí los apostadores no eran cinco bondieros viciosos, dos vendedores ambulantes vagos, y cuatro pibes que tenían una esperanza en la guita fácil. En el hipódromo hay de todo, como los nuestros pero también gente de mucha plata, jugadores de mil mangos por carrera.
Yo prefiero llamarle a esas visitas nuestras entretenimientos de chicos. Después de todo ninguno terminó en Jugadores Anónimos, ni perdió cosas importantes en las burlas del azar. Igual, que de grande íbamos a seguir metiéndoles boletos a los dados, a los números, y a los caballos, era cosa que se veía. Teníamos ese placer en la adrenalina que el riesgo de la pérdida provoca. Por chirolas pero la sentíamos.
Algunos detalles curiosos eran los trabajos de decodificación que de tanto visitar el lugar habíamos hecho sin querer hacerlo inicialmente. Me refiero a algunas concordancias particulares que tenían las diversas carreras grabadas en el programa que ejecutaba el pagador; gestos que su repetición dejaba un resquicio para un saber que significaba un beneficio, una ventaja. Era como un simbólico conocimiento de los caballos equiparable a la fija de la carrera en vivo de los hipódromos.
Por ejemplo existía una carrera en la cual cuando largaban los corredores de sus gateras, uno de los caballos se daba un hocicazo contra el piso, quedando retrasado momentáneamente, ya que luego se recuperaba y ganaba la carrera. También había otra en que debajo de uno de los caballos, al momento de aparecer en pantalla, se podía ver claramente un charco de orina, y siempre coincidía con la victoria de ese caballo.
La verdad es que no todas las veces que se veían esos signos se daba el mismo desarrollo de carrera, sino ya sería cosa juzgada y todos apostarían al seguro ganador. Sobre todo en el caso del caballo orinado, que se mostraba antes de empezar. Porque en el ejemplo del tropezón éste ocurría después de hechas las apuestas.
Era divertido escuchar los alaridos de los presentes ante cada episodio: “¡Se cayó al salir, gana el ocho!”, o “¡El siete está meado, es candidato!”. Nosotros también pegábamos el grito ante la probabilidad cierta, sobre todo si le habíamos jugado al pingo ese.
Esto era lo que quería recordar con cierta melancolía, nuestras horas en aquel local de apuestas ilegales. La Burrería ya es cosa del pasado. Hoy, cuando nos perdemos en los caprichos del juego (como anoche en el Tigre), lo hacemos en el casino, o en el bingo Royal. Los gritos del relator de las carreras quedaron guardados en nuestras memorias con mucha claridad. Como alguno de los nombres que ellos arengaban en el transcurso de la carrera. Un Satan Way, o un Gang Way, que ya están lejísimos de estos días.

CIENTO TRES

El príncipe inca Ninan Cuyochi, sucesor al trono del Tahuantinsuyu, perdía sus días entre la adoración a los dioses en el templo Coricancha y sus aprendizajes protocolares que lo convertirían en un gran monarca.
Curioso e inquieto como todo joven no dejaba momento sin hostigar a sus mayores para sonsacarles las verdades de las ciencias del imperio, de las virtudes necesarias a todo gran hombre, y del pasado glorioso de su pueblo. Era poco dado a las instrucciones y adoctrinamiento en materia militar, lo cual le significaba tener que escuchar las reprimendas de su padre, el inca Huayna: emperador culto y sabio pero fiel a la tradición guerrera de todos sus antepasados.
El príncipe no pudo llegar a ser emperador. El destino le tenía preparada la sentencia de una enfermedad terminal.
Sin embargo, el delfín inca, en medio de los intrincados senderos del crecimiento, supo de un dictamen más vil y artero. Por los caminos de piedra, en las alturas del imperio, recibió la declaración de una joven prima, cortesana elegida por los fervores de su corazón real; consultada sobre la relación con su ocasional cortejante (rival en amores del futuro emperador), dijo lo peor que podía escuchar un alma enamorada: “El amor no existe, solo una buena convivencia y complementación. No creo en la posibilidad de amar, mi Señor.”.
El enamorado príncipe hubiera querido que su adorada compañera amara a otro hombre, a varios hombres; o a todos los hombres del imperio.
Esta confesión dejó sin vida al sucesor del trono inca. Después, una enfermedad se llevó su cuerpo sin voluntad.

CIENTO UNO

“Es mejor estar de pie que caminar. Y es mejor sentarse que estar de pie. Y lo mejor de todo es acostarse.”. Proverbio chino.

CIEN

Yo conozco el nombre del que traerá la oscuridad. Me fue revelado en mis sueños; vi altos con crecidos ríos de sangre que descienden desde sus cumbres. Allí, Él obstruía las aguas, alado, soberbio, quejoso. Él es quien desafiará el viaje del Dios del Sol por los abismos subterráneos de la vida terrenal.
Antes de Irak, antes del petróleo, ese Dios negro, antes de nosotros y nuestros días dorados. En el pasado lejano hubo una región rica que acunó el mito del carruaje que corre infinitamente de oriente a occidente y pone la luz y se la lleva consigo con gesto repetido y cotidiano.
Entre el Tigris y el Eúfrates los Asirios y Babilonios construyeron su grandeza. Vivieron, guerrearon, sobrevivieron, murieron, y volvieron a vivir, hasta que su voz se apartó para siempre de los oídos de la historia universal. No obstante dejaron el eco de sus creencias. Como su fe en la carrera que Shamash, el Dios áureo, realiza cíclicamente y que da sentido al día y la noche. Existe una pesada puerta en el punto más alto de la montaña del este que era abierta por los hombres escorpión que habitaban esas alturas. Temprano en la mañana ingresaba por ella el Dios del Sol y recorría durante todo el día el territorio, para llegar a la montaña del oeste, y allí, en su cumbre, otra puerta lo esperaba sin llave, y por ella se perdía, dejando Babilonia en completa oscuridad. Sin detener un segundo su marcha seguía avanzando a toda prisa por los caminos del mundo de las profundidades (mientras era la noche arriba), hasta llegar nuevamente a la cima de la montaña oriental.
Dije que sé el nombre del Apocalipsis. Me fue permitido decirlo a quien quiera oírlo. Como también su tarea de destrucción, en el séptimo círculo infernal, donde Dante vio al Minotauro. Allí también habita Francisco de Pompeya. Tal lo llaman entre sus compañeros de tormento. El que se queja de su condena de dolor, el que atenta contra los demonios encargados de martirizarlo eternamente, el que descendió por sus actividades con el grupo Quebracho en el país llamado Argentina. Él, que sublevó a Neo, y a Quirón, y a Foló, y a todas las dolientes almas de los perversos. Él que hizo el primer piquete visto en el infierno. Con el cual tropezó el Dios del Sol Shamash en su carro portador de la luz de cada día.
Así llegó el fin de los tiempos. El sol no apareció por la puerta oriental en la mañana que comenzó el final.
Los babilonios, ajenos a los vicios de nuestra era, jamás hubieran acertado por qué ocurrió tal desgracia.

NOVENTA Y NUEVE

Dwight Jackson, de Tuczon, Arizona, tiene en su haber más de trescientos duelos en el lejano oeste. Todos ganados mortíferamente en las praderas reverdecidas de Dallas, en las áridas tierras de Nuevo México, en los anudados pueblos texanos que miran pasar el Río Grande. Ni una derrota con cicatrices ante otro pistolero.
En aquellos, los tiempos del asalto al ferrocarril, del bandolero saqueador de bancos, del naciente cronista de prensa tras los detalles del último atraco. Días que ya no volverán. Como el duro hombre de entreveros: Dwight Jackson y su rapidez de manos implacable, que supo dejar boca arriba a Rosco Kid, el bandido más buscado por la ley hasta el mismo día de su muerte, en la calle principal de Albuquerque.
Ni el paso del tiempo y su desfiguración burlesca, ni la mala saña de los historiadores, ni los descuidos de los biógrafos del héroe, ni nada logrará dejar en el olvido las probadas virtudes del pistolero Jackson. Como tampoco si indigno y desafortunado final, cuando en los festejos del año nuevo de 1825 lo alcanzó una bala perdida, seguramente disparada irresponsablemente al aire por algún parroquiano de su Tuczon natal.

NOVENTA Y OCHO

Quedará tu programa de radio nocturno hablando a las amarillas paredes. El silencio del salpicré y el murmullo de la estufa, la persiana por la mitad, y vos mirando el marrón del ropero. Sin más ganas de pestañear, con tu boca entreabierta e inútil, y con vanos molinos de viento a tu alrededor.
Habrás pensado que ya no estabas mucho antes, pero te sentiste defraudado por la lucha. Puede que hayas llamado, no lo sé. Cerca o lejos será igual, porque yo no estaré en ese minuto.
Ya habremos arreglado nuestro mundo, y será sin lágrimas nomás, como alguna vez dijo tu falsa pose de superado.
Entre todas las cosas que faltarán en esa habitación estará mi palabra

NOVENTA Y SIETE

Maderas cruzadas con inerme de gris sucio, al calor de algo que no se ve. Desorden, copetín, unas islas en medio del gesto. Acuarela. Nadie, cruzada, máscaras.
También un patio oscuro, con blanco en el lupanar, con pájaros que pasan, con ruidos de cercanos voluptuosos, con tierra entre pavimento.
No se entiende lo que no se puede entender. Esa es la explicación más correcta de muchas escrituras, de muchas letras de canciones. Es mentira que una oración de La Parabellum del buen psicópata tenga sentido; el ser humano se comunica y si el otro no entiende no hay comunicación, y no hay pasaje de sentido.
Todo tiene que arrancar de una idea concreta a trasmitir para que terceros la entiendan, una vez logrado eso viene el asunto de la polisemia, de que algo signifique otras cosas para otras gentes distintas a uno. Pero primero tiene que haber un sentido único e irreductible, la multiplicidad de sentidos como objetivo no existe, es una suerte de dadaismo de la escritura.
Una página escrita no debe tener que explicarse. Dice lo que dice, después busquen cosas que no dice pero a ustedes les gusta encontrarlas.
Aquellas palabras que están al principio de esto que escribo, eso de las maderas cruzadas y los ruidos, del patio y los pájaros, todo eso no quiere decir nada de nada.
Bienvenidos a la tiranía del que escribe (fijense que no dije escritor).

NOVENTA Y SEIS

Volver al trabajo luego de un fin de semana largo es duro. Mejor es: volver al trabajo, ese que tanto nos desprecia, después de un fin de semana largo es duro. A veces llegó a la conclusión de que es equivocado afirmar que es uno el que odia su trabajo. Porque si tanto lo odiara lo dejaría. O trataría de buscar otro. Y no, hay mucha gente que se quita juventud de encima en labores que lo incomodan y sin embargo permanece inmóvil, inerte, yendo cada día a sufrir su martirio. Es el empleo el que desprecia al empleado.

Mi trabajo me odia, tiene que odiarme, sino no puede hacerme las cosas que me hace. Que el señor E me desprecia no es ninguna novedad. Para él yo soy un enemigo que quiere robarle lo que tan duramente gana diariamente. Debe cuidarse de mí. Me vigila, me controla, jamás me daría algo que me permita crecer, cobrar otra importancia; yo no puedo sentirme muy importante, eso es demasiado peligroso, potencialmente suicida. Para el señor E sus empleados planean elevar sus ingresos hasta límites en los que él no pueda ganar la diferencia que es justa por su labor; intrigan en cada palabra entre ellos, en cada silencio también. Para el señor E es normal y producto de la naturaleza de las cosas que él gane para mantener sin problemas un automóvil importado de cincuenta mil dolares, y un empleado suyo tenga problemas para mantener una esposa y tres hijos. Aunque éste no tenga ni coche, ni medicina privada, ni múltiples propiedades.
El señor E y yo encajamos perfectamente en el cuadrilatero donde se ven las caras las clases. Más que por nuestra diferente posición social, por nuestra conciencia de ella. Porque mis compañeros de trabajo se quejan de sus sueldos de justeza, de la avaricia sin frenos de su empleador, de la dispar distribución, pero no ven en el señor E nada que ellos mismos no deseen. No quieren modificar la realidad de las cosas, la naturaleza de las cosas. Quieren cambiar su lugar en esa realidad de hechos.
Hace tiempo que la lucha de clases es cosa del pasado. ¿Cómo es posible que aquellos que explotan a los hombres y eternizan su sacrificio vano consigan perpetuarse en el lugar de las desiciones y el control, y lo hagan con el aval de los explotados? Controlan los medios, controlan la cultura, achican la educación, registren la inteligencia del grupo, trabajan inmundamente para que el calidoscopio muestre una forma linda, colorcitos brillantes para siempre opacar cabezas.
Igual no sé para qué digo algo que ya dijo Antonio, con mucho más talento, en una sucia y oscura cárcel fascista de su Italia.

NOVENTA Y CINCO

El equipo mendocino jugó en Buenos Aires con el bicho de La Paternal.Trajo sus buenos hinchas y unos cuantos de sus malos. Los unos habrán venido en avión los más pudientes, y en ruta los que juntaron los pesos privándose un par de almuerzos en el trabajo. Como hago yo cuando viajo a ver a mi equipo al interior. Los otros, los malandras, vinieron en unos micros que ellos se alquilaron, como todos los malos de todos los cuadros.
Llegaron a la capital y dejaron sus cosas personales adentro del colectivo, después de todo nadie se va a atrever a meterse a robarle a ellos, a los que machacan a golpes a cualquiera. Allí quedaron algunas banderas, unas camisetas, las mochilas de los pibes de barrio de la tierra del vino. Y se habrán bajado a comer un asado en alguna parrilla de la zona, a la espera del partido. Tranquilos se fueron, se habrán ido. Digo yo.
Ahí entra a terciar nuestro héroe cotidiano y dominguero. O de sábado, o jueves, o el día que juegue su equipo amado. El muchacho.
El muchacho se escurrió dentro del micro de los bárbaros del Tomba mendocino. No fue de paseo, fue a quitarle el alma al enemigo. Claro que el alma, lo que se dice el alma, no encontró. Porque los borrachos cuyanos no comen vidrio, y no van a dejar su bandera más importante sola y desprotegida, para que un Jasón del submundo futbolero entre y les afane al vellocino de oro.
Igual, el muchacho, caminó el interminable pasillo en penumbra del transporte infernal, husmeó las cosas, revisó asientos, y se bajó con una mochila ajena. Ladrón que roba a ladrón, más le vale no ser descubierto porque la va a pasar mal.
Adentro del trofeo había otro premio más significativo. Al menos en los términos nefastos en que nuestro héroe entiende este juego de guerra y paz de cada fin de semana.
Cuando yo entreví retratar esta micro historia el muchacho tenía puesto el gorrito tipo visera de color azul con el escudo de Godoy Cruz Antonio Tomba. Orgulloso contestaba cómo lo había conseguido.
No tuvo que salir corriendo como de Sarandí, pero bien pudo terminar su vida como hincha.

NOVENTA Y CUATRO

Nuestro tiempo es así. Es loco, violento, y sin sentido. Sigamos con otra historia.

NOVENTA Y TRES

Hace rato que no me meto en un cine. Alguno de estos días me voy a bajar en Caballito y voy a entrar en el coqueto complejo de Rivadavia y Acoyte. En ese que me agarró una tarde pensando en lo que la gente espera de mí y yo no hago. O por ahí voy a la calle Lavalle, la turística y horrible Lavalle, donde yo espero algo de mí y no lo hago. Al complejo ultra exclusivo de Recoleta ya casi no voy, demasiado importado el aire.
Lo último que fui a ver era…qué era…no habrá sido muy bueno entonces.

NOVENTA Y DOS

Parece que está haciendo demasiado frío para las cucarachas de mi cocina. Hace rato que no aparecen, y eso que hace rato también que no hago una limpieza profunda. Deben de estar invernando.
Una cortina de niebla. Yo estoy bien. Un diálogo inoportuno con un borracho que sale de su trabajo, a dos cuadras del mío, y se vuelve a su pueblo, San Vicente. Exhala un tufo a cerveza que rebota en la nuca del gordo mugriento que viaja sentado adelante nuestro. Me habla de su idiota vida. No sé qué problema con un pibe de su barrio que se propasa con la señora; dice que lo amenaza y no escarmienta, que lo agarró a piñas y no para de coquetear con la mujer. Si lo conociera hace diez minutos más le diría que ese pendejo no histeriquea con su mujer, sino que se la acomoda cuando él está trabajando acá en la gloriosa Buenos Aires. Y por eso es que se arriesga a las golpizas.
Yo intento dormir. La niebla sigue. El borracho hace algún comentario cada tres cuadras, que yo no escucho, o no le presto atención. Pero como todo persistente desestima mi indiferencia.
El verde colectivo va pasando barrios y la tarde avanza hacia la noche. Después habla por celular con su mujer para avisarle a qué hora llegará; el gesto típico del perfecto y aplicado carnudo. Avisa el muy infeliz.
Por fin mi sueño puede más que la parla del tipo. Creo que también se queda dormido.
En la estación Lanus se para y sin saludarme se baja. Allá va la bolsa de cuernos, cruzando la avenida Irigoyen, a meterse en un bar a tomar otra cerveza. Cuando llegue a San Vicente va a estar tan mamado que el pibe, además de curtirle la mujer, lo va a desvirgar a él.
Yo cruzo las vías del tren y encaro para casa. Donde la estufa prendida me va a sacar la escarcha del cuello, pero a fin del bimestre me va a extirpar buen pedazo del sueldo. ¡No sé cómo mierda hay gente que prefiere el invierno!

NOVENTA Y UNO

Todo empezó bien, las locomotoras daban recorridos sin parar desde temprano en la mañana hasta cerca de las dos de la madrugada, cuando se hacía el último viaje. Al ser divididas las partes mucho no importaba cuál de las dos era la que más viajes hacía, estaban ambas a disposición de la demanda del turista y del rendimiento final de ganancias de los socios. Al terminar el día los dueños del negocio se juntaban en el café frente a la plaza, y cortado de por medio, hacían las cuentas de la jornada. La ganancia se repartía ahí mismo, no era una quita semanal ni quincenal, cada día se contaban los boletos vendidos, se les pagaba a los que animaban los viajes, a los conductores, y se agarraban lo propio. Los gastos por impuestos se quitaban una vez al mes, al igual que el servicio de luz de las cabinas.
Les iba muy bien. Promediando, mil quinientos pesos de ganancia neta por día para cada parte. Los dos estaban contentos y conformes, sobre todo Ezequiel, que acostumbrado a yirar la calle vendiendo oportunidades no sabía de estas ganancias. Amir, en cambio, desde muchos años ya había dejado de ser un pinche del asfalto. En la calle los años traen dos direcciones: la decadencia y la esclavitud, o la independencia de la fortuna y el golpe de suerte. Las habilidades muestran para qué lado va cada buscavidas; unos están metidos en el traje del hombre araña, los otros montan el show quedándose con lo que da el circo. El ruso era el dueño del circo hacía años.
Ezequiel, en cambio, estaba en el punto de inflexión. Era despierto y sabía que le tocaba mover sus piezas, y que si le erraba iba a terminar metido en un disfraz. Por eso guardó moneda por moneda durante sus buenos primeros años, quitando parte de lo ganado para la casa, privándose de los vicios típicos de los pibes de su edad. No era solo no salir a disfrutar los pocos ratos libres, sino carecer de toda vida fuera del proyecto de ahorro. Sin amigos de confianza, sin novia a quien darle un espacio, todo el gasto que se daba era, una vez al mes, satisfacer sus deseos sexuales con Silvana, una joven prostituta que trabajaba la zona portuaria. A quien conociera cuando trabajaba pelando los langostinos que traían los barcos pesqueros.
No se puede decir mucho acerca de Silvana, su vida no tiene muchos recovecos donde husmear. Y si importa mencionarla es por su relación con las cosas que pasarán. La mejor descripción que se puede hacer de ella no es la física, sino la de su personalidad; si su cuerpo estaba a la venta no habría que sorprenderse que todo en ella estuviera a la venta. Predispuesta a la negociación permanente en su trabajo, era éste un rasgo más general de su carácter, que se volvió carne en alguien que vive del tire y afloje. Iba a saber acordar con cualquiera cuando de ello resultara beneficiada.
Ezequiel era un pibe que podía atraer a cualquier mujer que viviera una vida sencilla. Y cuando digo esto me refiero a una mujer que sin profesión ni proyecto de progreso firme estuviera pasando las horas buscando de dónde sacar el sustento. Haciendo cosas temporales, saltando de trabajo en trabajo sin más deseo que llegar a juntar para la pensión, la comida y los cigarrillos. La mente en blanco más allá del mes siguiente.
Sin educación fuera de lo esencial Silvana parecía estar como de paso por todas las cosas. Y esto era un grotesco reflejo de las vicisitudes de su ocupación. También estuvo de paso por él, pero a decir verdad no fue cosa que produjera un trauma en el pibe. No era de carácter enamoradizo y no tuvo más conexión con la puta del puerto que la buscada domingo tras domingo.
En la época de más trabajo no existía la palabra franco, había que estar siempre metido en el negocio. Pero igual Ezequiel se reservó la mañana de cada domingo para ir a ver a la prostituta del puerto; en un primer momento no encontró la aceptación de su socio, pero esto porque el ruso no sabía que las horas de su socio fuera de la plaza eran para ir a echarse un polvo. Por eso solían tener discusiones sobre la verdadera necesidad de ese faltazo cada siete días. Ezequiel no era tímido en absoluto pero quería reservarse el dato de sus escapadas al puerto, esto más que nada por miedo a la burla de su compañero.
Finalmente, en un intercambio de reclamos al termino de un día de trabajo contó al ruso de sus visitas sexuales. Luego de estallar en risas éste le dijo que de haber sabido antes el motivo lo único que hubiera hecho era comprarle forros de los buenos, a buen precio. Allí terminó el conflicto.
Partía Ezequiel temprano a la mañana luego de tomarse un café en el bar del hotel céntrico que lo hospedaba. Subía al colectivo y pedía hasta el puerto, tomaba el 221 que casi siempre era el mismo, por lo que conocía al chofer e iba charlando hasta llegar a su destino. Bajaba en la parada del club verde y amarillo y caminaba cuatro cuadras aspirando el vaho a pescado y escuchando, a lo lejos, el rumor del mar. Tenía por costumbre mirar el extenso espacio aéreo de la reserva ecológica, sentía una extraña fascinación por las bandadas de pájaros que lo revoloteaban. Una y otra vez se volteaba sobre el cordón de la vereda para verlas, y siempre se preguntaba por qué ella nunca faltaba a la cita imaginaria que tenían, cada séptimo día.
Llegaba a la pensión de Silvana y allí esperaba en la puerta; así era el trato desde la primera vez. Ella salía a los diez minutos y se iban para una obra en construcción abandonada algunas cuadras más adentro. Nunca era puntual, siempre lo hacía esperar. Ezequiel, luego de los primeros cinco minutos se cruzaba hasta un árbol de la vereda de enfrente y allí jugaba con alguna moneda entre sus manos, impaciente.
El sexo era tan poco encendido como la vestimenta de ella. No acostumbraba vestirse como lo hacía por las noches cuando paraba en la avenida costanera. Esto a él no le importaba, era poco el tiempo que duraba con ropa y no tenía deseos de saborearla en la insinuación. De manera mecánica se desvestían y se unían con la piel aún de gallina por la helada de la madrugada; parado él detrás de ella le daba secos empujones que eran amortiguados por el movimiento hacia atrás de su compañera, agachada levemente para que la penetración fuera sin tensar en demasía los músculos. Lo hacían dos veces de manera rápida y una tercera con más trabajo y dedicación. Esto más que una decisión compartida era el resultado de la predisposición natural de sus órganos amatorios.
Le pagaba allí mismo, antes de emprender el regreso. De paso por el albergue de Silvana se despedían hasta el domingo siguiente. Ella entraba para acostarse de vuelta y él seguía para ir a trabajar a la plaza el resto del día.
Hacia fines del mes de enero y a la vista del buen ritmo de trabajo que tenían, los dos socios decidieron repartirse las horas de la jornada para atender el negocio. Esto fue una propuesta de Amir que Ezequiel aceptó sin muchas objeciones, sin ninguna en realidad. No vio en esta iniciativa nada que lo pudiera perjudicar, y así tendría más tiempo cada uno para disfrutar de las ganancias y planear sus pasos cuando acabara el verano. Por lo demás las cosas seguían igual, las cuentas al final de cada día se mantenían y la forma de operar era la misma.
El chico nada sospechó durante unos días, pero una paulatina disminución de las ganancias lo empezó a desconcertar. Su turno mantenía la misma circulación de turistas y los boletos se vendían sin parar viaje tras viaje. Dio por descontado que durante la primera parte del día era menor el movimiento y confirmó que ahí estaba la merma de la recaudación.
Cuando el ruso le contaba que el ritmo de vueltas iba decayendo cada jornal, Ezequiel lo tomaba con naturalidad, era la respuesta que él ya se había dado. Por eso la palabra de su socio era la ratificación de sus intuiciones.
Así, las cuentas en cada noche bajaron a los novecientos pesos por cabeza. Se lamentaban el bajón e intercambiaban opiniones acerca de cómo sacar adelante el turno mañana. El ruso propuso aumentar un poco la tarifa para recuperar la ganancia que tuvieran hasta esos días. Esto a Ezequiel le pareció riesgoso, tener precios diferentes en cada turno podía caer mal a los clientes, sobre todo a los que solían traer con asiduidad a sus chicos varias veces por semana. Le hizo saber a su socio que no le agradaba su plan, cosa que Amir aceptó sin mostrar disgusto. También ensayaron la idea de bajar el sueldo de los que se disfrazaban. Esta idea del pibe chocó con la negativa del ruso, quien íntimamente sabía que no había motivos para ello, tendría que darle una explicación a cada empleado y no sería satisfactoria. Porque no la había en realidad. Discutieron largo rato sobre ese punto. Amir se excusaba diciendo que no quería generar malestar en los empleados, que esto haría bajar su rendimiento en las vueltas y su buena voluntad. A Ezequiel no le parecía que esto pudiera pasar, después de todo se veían forzados a hacerlo, contaba con que los empleados entenderían. Ellos siempre habían sido bien retribuidos cuando la cosa iba bien, ahora era fuerza mayor la quita. De eso intentó convencer a su socio una y otra vez sin éxito. El ruso, defendiendo su puesta en escena, decía como buen argumento, que no se les podía llamar a este presente malo, solo se trataba de una disminución de las ganancias. No era trabajar a perdida y por ello no podía decírsele a los trabajadores que era necesario bajar sus sueldos. Era un buen punto, y con él se diluyó la tentativa del pibe de persuadir a su socio.
Luego de varios días más Ezequiel se fue confirmando que su socio algo le ocultaba. Cada noche era un monólogo suyo sin una marcada participación del ruso. Se fue haciendo evidente la displicencia que presentaba aquél, como si se contentara con lo ganado, aunque fuera la mitad de lo del inicio de la temporada. Ezequiel desconfió de esa resignación.
Un sábado se reunieron como cada noche. Pidieron al mozo dos cafés y sacaron los papeles de cada turno. Antes de que el ruso comenzara a rendir los ingresos de la mañana Ezequiel le dijo que él iría el día siguiente al turno de la mañana y le dejaba el turno de la tarde-noche. El cambio, dijo, era para hablar él mismo con los empleados y explicarles que debían aceptar la disminución del sueldo. Con voz triunfante pero con la certeza interior de saber cómo reaccionaría su socio, le dijo que se hacía cargo de las peleas y los cambios que hubieran de surgir. Y si era necesario se disfrazaría él mismo y saldría a animar los recorridos. El ruso, viejo zorro, evitó manifestar la contrariedad que le produjo aquel golpe de mano que metía su joven socio, se limitó a negar de manera calma y con aires de racionalidad que esta idea fuera buena. Dejó entrever al muchacho que se sentía algo ofendido por quitarle de las responsabilidades. Por primera vez desde que iniciaran la sociedad habló con voz seca y desafiante. “Vos te quedás en tu turno que ahí estás bien, yo me encargo de las cosas del mío.”.
Ezequiel se fue de aquella reunión ya seguro de estar siendo engañado por su socio.