domingo, 27 de noviembre de 2011

TRESCIENTOS TREINTA Y UNO

Sin perder de vista que estamos en el terreno del mito, podemos simbolizar en ella a todas las mujeres luchadoras, libres, insurgentes, y sobre todas las cosas soberanas de su más íntima posesión. Aun sin un nombre. Lo cual quizá dignifique aún más el carácter de rebelión ante lo impuesto.
Tespio es el rey de la ciudad de Tespias. Que está situada a los pies del monte Helicón. Tiene cincuenta hijas (un empecinado que jamás entendió que no estaba en su esperma engendrar varones), y como siempre ocurre en la mitología bellísimas todas ellas. Lo cual las convertía en motivo de disputa para todo amante griego que se creyera merecedor de su amor; claro que esto representaba una dificultad para el propio Tespio, quien autorizaba o desautorizaba candidatos a su antojo patriarcal, suponiendo saber qué era lo mejor para su primogénita.
Heracles, ya crecido y fortachón, llegó a Tespias para terminar con el León que azotaba los ganados de la región, y que tenía su guarida en el Monte Helicón. Y en esos menesteres estaba cuando recibió el ofrecimiento real de yacer con las 50 hijas del Supremo, y así adquirir éste cincuenta hijos del mismísimo Heracles.
Dicen que, prolijamente, todo aconteció en cincuenta noches seguidas. Otros, los más machos y agrandadores de historias, dicen que fue en una sola noche.
No obstante, hubo una de las cincuenta hijas del rey que no accedió a los caprichos paternos, y se negó a entregarle su virginidad al célebre cazador ocasional. “Mi cuerpo es mío, y se lo entregó a quien yo quiero” (las comillas son de éste autor).
Luego, Heracles encontró la pista del León y lo mató, liberando del terror a los tespianos.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

TRESCIENTOS TREINTA

La mirada dijo algo de cansancio y mucho de resignación, de saberse ocupando un lugar de rechazo, de intromisión, casi de delincuencia.
La mirada dijo más que las pocas palabras que él pudo decir, que ni fueron para mí, como tampoco esos ojos derrotados con párpados cansados del día largo. Yo la vi igual, porque me quería enterar cómo trataban en este bar a esa parte de la socie ...dad que no es sociedad, sino una especie de extranjería nacida en suelo propio. Pero que al ratito ya se les exige reverencia y certificados invisibles de posesión, y claro, de pertenencia.
No tuve ni tiempo de empezar una defensa, caí derrotado en silencio, quedé dolido entre todo el barullo de este lugar exclusivo para muchos, ajeno para una gran mayoría. El mozo ejecutó sus órdenes con una impiedad que abruma cualquier sensibilidad, por más chiquita que fuera; con un automatismo casi rayano el servilismo feudal de otras eras: las de ayer o anteayer, según qué lugar de este mundo miremos. No le dio ni la chance de declararse trabajador, miniatura de trabajador, tristeza de trabajador. Pero laburante aún desde lo purrete. Lo ubicó con un ademán, le reprochó su falta de comprensión de la realidad, de su realidad, grabándole una culpa en la conciencia temprana, que quedará fijada en la memoria, y, muy probablemente, en su destino.
La pequeña lámpara que vino a ofrecer este niño, en esta tarde de lunes sin primavera, no tiene un genio que cumplimente deseos. Es vano frotar su plástico tibio solo de estar apretado en su mano, frío testigo de la indiferencia diaria y maquinal.
La realidad es peor que cualquier ficción, que cualquier engaño. Esta paliza física y moral de pobres contra pobres; humillación de oprimidos sobre oprimidos. Esta obediencia debida social, ciega, sorda, y cobarde, es mucho peor que cualquier horror inventado por un macabro narrador.
En una mesa distante, unos vasos se jactan de un brindis que celebra migajas, algo que los que imponen nuestro lugar en este mundo consienten en dejar caer de sus alforjas repletas de posibilidades.