domingo, 28 de febrero de 2010

DOSCIENTOS CATORCE

Los enconos que repartieron bala y sable entre Buenos Aires y el Interior, y campaña adentro, allá por 1840, dejaron una placa de gran tamaño que los recuerdan. La plaza central del pueblo de Chilecito se llama, sin intenciones de ocultamiento, “Caudillos Federales”.
Tiene las mesas y las sillas de sus bares aledaños, su galería de artesanos, su puesto de diarios, decenas de bancos, una pequeña oficina de turismo. Y a ellos: los guardianes de la memoria de la guerra civil decimonónica, una serie de bustos de Guemes, Quiroga, Peñaloza…
Hay que reconocer que es toda una novedad que no se llame 9 de julio, ni 25 de mayo, ni San Martín, ni Belgrano, ni Independencia. Y hasta es admirable que tampoco sea Facundo Quiroga, a secas.
Es una gran impronta en toda la provincia de La Rioja el recuerdo de sus héroes locales, a cada paso y en cada rincón algo habla de ellos. No he visto en otras provincias un espacio tan marcado para sus protagonistas nativos de la gesta de independencia y formación de la Nación.
Ahora volviendo al pueblo en sí, es un lugar muy bonito. No tan pequeño pero igual mantiene esa intimidad que es característica del interior de las provincias. Todo lo más destacado en pocas cuadras, su centro comercial y sus oficinas administrativas a mano del que llega de visita.
Desde donde uno esté parado puede mirar elevaciones naturales, la propia espalda del pueblo es la sierra del Paimán, tanto que las casas llegan al propio pie del gigante de piedra y cactus; como el hospital, que se encuentra a la sombra del Cristo, mirador del Portezuelo.
Parado sobre la calle lindera a la plaza, Joaquín. V. González, y mirando al frente, se levanta a lo lejos pero imponente la cadena del Famatina, mezclándose sus cumbres con las nubes y obligando a torcer el cuello al cielo.
Chilecito vive del Famatina, de sus aguas que le son vitales. Una gran lucha hay en estos momentos por impedir la explotación minera, no solo por el perjuicio a la salud que representa la extracción, sino porque la forma de llevarla adelante es mediante detonaciones a cielo abierto, y eso provoca la contaminación, entre otras cosas, del agua. Y si se tiene en cuenta que las lluvias no son una constante en estos lados, las vertientes naturales se vuelven indispensables para la vida de todo el valle del Famatina, con todo su conjunto de pueblos reunidos a su sustento.
No permitan, quienes correspondan, que la avaricia capitalista imponga su lógica de destrucción y depredación natural. Firmo.
El hóstel donde recalé luego de caminar ocho cuadras desde la estación de ómnibus, se llama Ruta 40. Está, justamente, en la calle Libertad, que es el seudónimo que la gran ruta nacional toma al atravesar Chilecito. Una calle angosta y humilde, lejana varias manzanas del centro neurálgico del pueblo.
El lugar es confortable y tiene esa familiaridad que tienen los paradores para viajantes y mochileros; baño compartido, cocina popular, patio común, heladera comunitaria. Y la buena simpatía de todos los que aquí caen desde los mismos destinos previos. Gente que anda con el bolsillo agujereado y la yerba de una semana, pero siempre con el ímpetu de conocer hasta lo más remoto de ésta Argentina nuestra. Sin sombrillas, ni mallas, ni barrenadores. Con mapas y planes de ruta de guerrilla turística, y entre todos ellos una pareja de daneses sin euros para abusar, con la pilcha de varios itinerarios anteriores y lavando para volver a usar.
Así es la vida y su fauna en el Ruta 40 hóstel. Todo vale para estar acá, parado al sol fulminante de los fabulosos espacios precordilleranos.

jueves, 25 de febrero de 2010

DOSCIENTOS TRECE

Sin apuntador, con un montaje en cada esquina. El mundo es un tablado. Nosotros creemos tener la letra aprendida, pero el guión es un capricho del tiempo y su pluma.
Igual vamos a buscar la ovación de un público que espera en el más alla.
Las gradas parecen estar vacías. El foco de cada día ilumina al héroe que no conoce su hazaña: vivir.

DOSCIENTOS DOCE

La locura corre por las avenidas y las veredas, y los ánimos pendencieros logran su cometido: el griterío asume su protagonismo diario y maquinal.
El pavimento arde a las tres de la tarde, y los negocios miran a los caminantes con sus vidrieras de par en par. El humo conquista las callecitas del Micro Centro, y los taxis aurinegros son una estampida que baja por Corrientes rumbo al río.
Una protesta se hace carne en algún portal de Ministerio. La tropa obediente se ufana por llegar primero al otro lado del cordón, y hay mil fotos que irán a países lejanos y curiosos. No se llevan nada más que una imagen, la verdadera Buenos Aires no se ve en una fotografía. Ella es un amor misterioso que solo saben los que la consienten día tras día. Ningún otro lugar es más voraz que la mayor metrópoli de mi país, y sin embargo se desborda de amor.
Sé que no puedo explicarlo, pero juro que así es.

DOSCIENTOS ONCE

Como una luna encendida, como un sol equivocado y perdido, desorientado, extraviado en una tarde nocturnal. Igual, cuando quiero sé brillar.
Vivo en las sombras de mi tiempo, pero puedo refulgir, aun entre gentes como autómatas del tedio. Brillar es una cuestión de deseos latiendo en lo alto del espíritu humano. Soy un fantasma que busca el amor, una sombra que perdió su objeto.
Igual, cuando quiero sé brillar.
El día que lo tenga todo, si llega una quimera así, habré perdido toda mi luz.
Para siempre.

DOSCIENTOS DIEZ

Alguna vez una autopista fue el futuro; alguna vez un edificio alto fue el futuro; alguna vez un automóvil ligero fue el futuro; alguna vez el ferrocarril fue el futuro; alguna vez el vapor fue el futuro; una máquina de hilar, una prenda de vestir, un invento inútil pero ingenioso, una imagen sobre una tela blanca, un sonido sobre una cinta magnética, un conjunto de lámparas encendidas y naranjas, una computadora gigante y lenta; alguna vez la ciencia fue el futuro.
Todo ha llegado y se ha quedado, en poco tiempo, en el pasado. Todo lo hemos arruinado, tanto que ese futuro omnipresente descree de nosotros.

DOSCIENTOS NUEVE

El tiempo y la oscuridad. Las horas en lo alto, las sombras abarcándolo todo, y los hombres entre ellos. Como fantasmas, espectros vivientes y apurados por volver a ningún lugar, por ir a ninguna parte.
El tiempo no vuela, el hombre tampoco. Ambos se arrastran miserablemente por la existencia. Como si de verdad hubiera algo llamado posteridad. Todos corren, alejándose del presente, que es lo que siempre hay, ¿por qué nadie se da cuenta?
La razón de nuestros actos repetidos hasta la muerte debiera ser clara, diáfana. Pero es oscura e inextricable. Afuera todo es color, dentro es apenas gris. El alma del hombre moderno es en blanco y negro.

lunes, 22 de febrero de 2010

DOSCIENTOS OCHO

No quiero ganar dinero en mi meta. No quiero tener la casa más linda. No quiero tener la novia más linda, ni siquiera quiero tener novia, tampoco casarme, ni convivir con la mujer elegida para mi vida. No quiero el apuro del mundo soplando mi nuca. No quiero estudiar para merecer respeto. No quiero ser un buen padre, de hijos sanos, lindos, y exitosos. No quiero vestirme bien. No quiero tener el pelo agradable a la vista de los demás. No quiero ser un jarrón en una muestra de jarrones. No quiero comer a horario, ni dormir a horario. No quiero protestar por lo que hay que protestar. No quiero decir ¡qué barbaridad! No quiero contarle al pueblo sexista cuántas veces tengo sexo, ni decirle a la gran tribu sexual lo gran cojedor que soy. No quiero ser un gran cojedor. No quiero entender todo y explicarlo al resto de la audiencia. No quiero tener que explicar nada. No quiero opinar como en un panel. No quiero tener un plan. No quiero pensar en mi futuro. No quiero aprender del pasado. No quiero vivir sin recordar nunca que me voy a morir. No quiero creer en fantasías poderosas pero inservibles. No quiero pacer en la pradera de la burguesía universal. No quiero premios, ni fotos de mí en ninguna parte, ni elogios falsos. No quiero espejos con instrucciones de decodificación.
Quiero vivir como me salga. Y que alguien pase su vida junto a mí sin decirme nada de nada, solo mirando cómo me caigo y me levanto.
Con uno solo me alcanza

domingo, 21 de febrero de 2010

DOSCIENTOS SIETE

Recién se hace la luz del día y el Gordo ya está parado en la esquina. Solo y pensativo, mirando todo como ido, como si no estuviera vivo, como si fuera un gato sentado en la cómoda que da a la ventana de la calle.
No parece buscar nada en lo que ve. Está perdido en otras regiones, tramando ilusiones, haciendo las proezas que es incapaz en la cotidiana tragedia que es su existencia. Porque el Gordo tiene un largo historial en el barrio, una fama bien ganada de inútil, de parásito, de bueno para nada. Desde hace años, desde mi infancia que no se le registra un trabajo, una ocupación; lo único que es seguro es su pasado de hincha de Independiente, ya que un día, dicen, se levantó y declaró haberse hecho hincha de Boca. Lo cual muestra que tiene el bote sin remos, definitivamente. Nadie se cambia de cuadro a los cuarenta y pico de años, después de veinte de amor por unos colores. Solo un chico de nueve años procede así en este país. Bueno, en la calle Arias siempre se conjeturó que era esa la edad mental del Gordo.
El frío de la mañana me ataca la piel que se pone de gallina. Un repentino cambió de la temperatura que me sorprendió en remera cuando era necesario algo más, igual me la aguanto y no subo por un abrigo. Y el Gordo también se la banca en remera. Cruzado de brazos en donde dobla el cordón de la vereda, auscultando el silencio de las tempranas horas de Lanús, viendo pasar un coche de tanto en tanto, un colectivo de la línea 100 que va rumbo a sus vueltas, a nosotros que nos vamos a trabajar con el Señor E. En la camioneta de la empresa del Señor E.
Pasamos no tan rápido por la esquina. Lo vemos día tras día, mañana tras mañana. Esperando que el tiempo pase, para volver a su casa a seguir pensando en vaya a saber qué cosas. Mientras el Señor E despliega su despotismo, y el chavón churro se fuma una vela, y el mundo nos avasalla con violencia, y algún infeliz despilfarra sus últimas esperanzas en su vida monótona.
Quién sabe, por ahí el Gordo es el único que entiende algo en éste tiempo.

miércoles, 17 de febrero de 2010

DOSCIENTOS SEIS

Amanece sin sorpresas. Ciudad de almas en ruinas, gente como muertos que ignoran su destino. Mediodía al borde de la locura. Brilla la metrópoli de Satanás, la Atlantida que no lo sabe, la calle de los deseos frustrados, la peatonal de los pecados soñados.
Se entreabre la puerta última antes de salir, o antes de entrar. El palier del infierno toma forma. Todos saben lo que buscan, nadie encuentra lo que quiere, jamás hay un final de buena ventura.
Santa María de los Buenos Aires, que siembras tempestades y cocecharás tu destrucción.

DOSCIENTOS CINCO

La ciudad, de pronto, fue de los ángeles.
No son invisibles, yo los vi. Sobrevolaban la ancha avenida, subiendo y bajando al ritmo del silencio más colosal, se reían de mí, me sonreían y se escondían entre las galerias inhóspitas.
Buenos Aires era un pueblo humilde y delicioso por única vez. El vicio del movimiento, ausente, estaba soñando futuros descalabros, estrepitosas tardes de oficinas y taxistas. Los semáforos inútiles, seguían su rutina. El pavimento en paz trataba de tostarse en vano. El camino sin sentido, sin razón de ser.
Y todo el sol en mi cara no pudo evitar la revelación. Yo vi los ángeles de esta ciudad, son grises. Toman el color del alma que los descubre.

DOSCIENTOS CUATRO

La ciudad se mueve hasta el atardecer. Después empieza a morir, hasta ser un cadáver tieso, solitario, resignado.
El último coche pasa silencioso. Así es la ciudad, ésta, mi ciudad. Ciudad vertical. Cemento gris, luces amarillas que alumbran a los perros vagabundos, a los gatos en los techos bajos. El centro es una imagen del abandono. La calle principal es un desierto de carteles, y los papeles que caminan hacia cualquier dirección.
Pasa alguien, solo para romper el silencio con sus pasos únicos. Un puesto de flores vacío. Un puesto de frutas vacío. Una sirena que recorre la noche quieta.
Nada más.

domingo, 14 de febrero de 2010

DOSCIENTOS TRES

¿Qué hace toda la gente en todos los edificios de esta monstruosa ciudad? ¿Qué es lo que la convence de que es feliz? ¿A quién quieren vencer y por quién no les molesta ser vencidos? ¿Dónde guardan sus tesoros más preciados? ¿A qué hora sonríen por vez primera en cada día? ¿En cuál de sus rincones el pasado le narra sus desdichas? ¿Qué azulejo del baño observan fijamente al ducharse? ¿En qué horas el tedio hace el nido en sus mentes y cuerpos? ¿Qué torpe programa de televisión abusa más de su intelecto ausente? ¿Qué canción triste escuchan menos? ¿Qué melodía pegajosa se reitera a diario y hasta el hastio? ¿Cuál de todos sus libros se siente más huérfano? ¿Dónde esconden la vida inútil que le ocultan a mi curiosidad? ¿En qué instante de sus momentos descubrirán que todos los días es lo mismo, que toda su existencia es un espejo de un mundo simétrico, exacto, terrible?

DOSCIENTOS DOS

Un Sacerdote, dos monaguillos, un montón de santuarios, agua bendita, luces y sombras, velas ardiendo, bancos muchos, silencio, murmullo de oración, varias gentes, sentadas, inclinadas, arrodilladas, de pie.
Y yo.
También fe en cantidad y calidad. Todo espera algo de Dios.
Pero El no está aquí, ahora, a las siete de la tarde de este jueves; un niño levanta una piedra en un valle Calchaquí y le apunta a un perro vagabundo. Y allí debajo está Dios. "¡No lo lastimes, amalo como yo a ti!".

DOSCIENTOS UNO

En realidad no sé qué camino tengo que tomar. Veo dos sendas, siento dos manos en mi hombro, firmes y decididas. Suena una música lenta, adormecedora, melancólica, y yo me dejo llevar por su suavidad.
Tengo que elegir cómo voy a descender en lo que queda de mi tiempo. Rápido o sin prisa, solo o con todos a mi lado, con pena o conforme, sonriendo o afligido, dando las gracias o cuestionándome.
Solo sé que no quiero perderme nada de ella.
La melodía va acabándose, una decisión susurra a mi oído, ambos lados ahora me dice.

DOSCIENTOS

No tengo miedo ni he de tenerlo. Soy el alma fuerte de los débiles, soy su guía.
El día último alumbra mi confianza,la tarde pasa gris, respetuosa. Todo el tiempo es hoy, y es mío. Las multitudes que me ciernen desde sus brillos, no significan nada ya para mí. Yo soy el pasado inmortal, el presente orgulloso, y ninguno será yo mismo en los lustros venideros. Mis ojos llevan décadas viendo la historia.
Mi pecho tiene la dureza del camino de ripio de los años.
Descubrí la vida. Soy el anciano.

CIENTO NOVENTA Y NUEVE

Sola, segura, deseada.
Ella no sabe que la eternidad la retrata para sí, no conoce mi manía de espectador de su belleza, ni sospecha nada en esta mañana primaveral de sábado.
Camina hacia el final de mi pensamiento.
Ella se ha llevado algo de mí. Sin saberlo.

CIENTO NOVENTA Y OCHO

La muerte espera. La soledad arremete sin temor. El placer es inquieto, movedizo, doliente. Yo también espero.
A que mis dias felices queden olvidados en algún rincón del tiempo; a que mis ratos de pesadumbre se vayan, aburridos de mi cara de pobre tipo.
El recuerdo es la cárcel de todo. Carcelero y prisionero no saben quién es quién.
La vida espera.
En minutos se abrirá la puerta del cielo y del infierno, que es una sola.
Él espera. Ella espera. Y hace millones de años que están así.

jueves, 11 de febrero de 2010

CIENTO NOVENTA Y SIETE

En mitad del infierno ha llegado el Señor E. Ha vuelto de su viaje de placer, uno de sus tres o cuatro al año. Esos en los que gasta el sudor de sus empleados fatigados por tanta tarea dura y sin fin, ni retribución justa tampoco.
Dicen que tuvo la intención de visitar nuestro círculo del Dante de cada jornada. Pero que lo frenaron y le recomendaron no descender por la polvorienta escalera, que nada agradable a su vista encontraría en su recorrida. Cajas por todos lados, desorden absoluto, pedidos listos y amontonados entre las estanterías nunca suficientes para tanta mercadería, mugre que no encuentra el tiempo para ser expulsada, cientos de papeles membretados en espera de ser atendidos, poco aire y mucho calor, nuestras caras de esfuerzo vano, no dispuestas a recibir reproches insensatos y disparatados.
El Señor E arriba, las bestias ignorantes abajo; su inteligencia arriba, nuestros brazos sin cabeza abajo; su afán infinito de atesorar riqueza arriba, nuestra poca aprehensión al espíritu capitalista abajo. Pero la soberbia, el despostismo, y la indecencia disfrazada de etiqueta arriba, y la pobreza dentro de la legalidad y la sencillez abajo.
Fue lo mejor para todos el no habernos topado cara a cara.

domingo, 7 de febrero de 2010

CIENTO NOVENTA Y SEIS

La tarde calurosa del pueblo es una aliada voluntariosa y complaciente. Tanto como ella y su acento galo, y su rubio cabello, y su figura no tan en línea.
El ventilador zumba inutilmente un intento de apagar los ruidos de la pasión, los gestos invisibles de dos amantes inoportunos, entregados al fervor más antiguo de todos.
Nadie en Laguna Brava presta atención a la habitación junto a la Sagrada Biblia. Todos hacen la vista gorda, oidos sordos; sentidos distraídos en atender otros juegos. Nosotros sabemos que el mundo y cada cosa en él se ha confabulado en nuestro favor. Mirándonos lo sabemos.
Ella no pide lo que yo daré. Yo no niego lo que ella espera. Y así, Babel se hunde en su impotencia y su frustración, y el silencio del aire escucha esa maravilla universal que es el amor y su instante más profundo.
Todo pasa en dos días, en algún lugar lejano de mi vida real, con una princesa que no perderá ningún zapatito, y en un espacio que no esperaba tamaños espíritus impetuosos y desfachatados.

martes, 2 de febrero de 2010

CIENTO NOVENTA Y CINCO

¡A veces me cuesta tanto dejar algo feliz en mis papeles!

CIENTO NOVENTA Y CUATRO

¿Dónde estás camión de mi noche que no te puedo encontrar?
La lluvia ataca el parabrisas ante mí y yo miro las luces que van llegando de frente, sin darme lo que quiero.
La noche triste es fría y oscura, es de los campos que no saben nada de mi derrota, ni de ella, ni de nadie.
Tantas tragedias en cada esquina y cuando yo deseo una jamás me viene al paso.
La mala suerte es una arpia que solo trabaja cuando necesita comer su miseria favorita.