viernes, 16 de enero de 2009

CIENTO ONCE

¿Cuál es la cantidad máxima de versos escritos que se pueden tachar sin empezar a creer que la escritura no tiene sentido? ¿Dónde está el límite exacto entre el placer y el tedio de rubricar una hoja con nuestras tribulaciones? ¿Cuándo llegó el momento de tirar la naturaleza blanca y cuadriculada al tacho de la basura y dedicarse a mirar la calle, por las ventanas sucias del bar?
Los surfistas saben que la ola pasó y desisten de bracear, recostados en su tabla; los músicos se entregan a beber alcohol luego de una cantidad prudente de borrones en partituras; los pintores se quedan fumando algún tabaco, sucios, en el atelier que ya no los verá intentar una forma, una escena, un momento.
El problema del poeta es que no puede dejar de serlo. Su cerrazón es sustento, su derrota no sirve. No tiene, si quiera, la posibilidad de la claudicación. No se basta con hacer leña del árbol caído, debe resurgir al árbol en el papel que tiene a su merced.

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