La mesa estaba servida. Cartas, fichas, cervezas, coca, cigarrillos no, un habano, diez pesos por cabeza. Todo listo para el placer de los dioses.
El viernes largo de trabajo pesado ya era un descanso pasadas las veintitrés. Atrás todo lo malo de la perra vida, adelante lo mejor: amigos, juego, charla de fútbol. Y una partida de póker.
En eso tocaron la puerta del garage de Gustavo. Y solo podía ser una persona, el mismo borracho de siempre: Miguel. Mamado, con su conjunto de gimnasia del cuadro de sus amores, y un gorrito también blanco y negro.
Entró tambaleándose. Saludó a todos uno por uno y se sirvió un vaso de cerveza. Bebió. Empezó a hablar de fútbol, de Palermo y sus goles en Boca. De que no se lo podía negar como goleador. Aunque hubiera fracasado en Europa. Decía esto balbuceando, como siempre hace cuando está tomado, patinando las palabras, de la forma en que solo nosotros podemos entenderlo en su diálogo. Habló largo rato. Se quejó. Y tomó unas cuatro o cinco cervezas.
Finalmente se sentó a la mesa con sus dos mil en fichas, y arrancamos la rueda.
Al rato ya estábamos todos hartos de sus exabruptos, de sus chillonas réplicas, de su descoordinado uso de manos. Perdía fichas, tiraba cartas al piso, y gritaba en cualquier instante, por cualquier cosa. Y siempre se servía otro vaso más de cerveza.
Pasó la partida primera. Quedó eliminado a la mitad de la misma, siguió fastidiando hasta que terminó.
La segunda ronda de diez de la noche fue idéntica. Yo no gané, obvio.
Al amanecer rompió un vaso. Ya cuando todos nos íbamos. Entonces se sirvió más cerveza en otro. Ahí lo dejamos a las seis, en el garage de Gustavo, borracho como es la costumbre, hablándole a los gallos del alba.
viernes, 16 de enero de 2009
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