miércoles, 19 de enero de 2011

TRESCIENTOS DOCE

El nombre es todo lo que le queda al barrio industrial. Los silos abandonados de la aceitera Santo Pipó son nido de pájaros cantores que deambulan por los cielos celestes del pueblo Urquiza, las chicharras quiebran el silencio de una tarde que se queda sola, todos en el pueblo se meten a esperar que baje el sol. Los caminos rojos y resecos aguardan una lluvia que humedezca un poco, y dé un rato de fresco. El colegio, la canchita donde los chicos del pueblo meten esas fintas y gambetas que nunca llegarán a primera, justo al costado de la iglesia, que no sabe nada de catedrales y basílicas imponentes, el único mercado, el único taller que repara coches, todo es un ardor inaguantable, incluso para los que aquí ven pasar el tiempo, como una oruga con paciencia.
Casi ningún ómnibus para en General Urquiza. Suelen pasar a gran velocidad y solo intuyen un cartel que anuncia que allí hay un pueblo, unas gentes que viven camino abajo dos kilómetros de la ruta 12. Entre cientos de pinos, arroyos que le murmuran su existencia a humildes puentecitos de madera, entre el mundo que pasa y el río Paraná.
Un colectivo verde viene cada tanto a llevarse a quien quiere ir a Santo Pipó; para algún trámite, algún trabajo, alguna compra. Lo otro que queda para salir de Urquiza es llamar al remisero de la terminal de Pipó, para que venga a buscarnos.
General Urquiza es un lugar donde su gente solo espera que pase el tiempo. Mirando el sol subir y bajar en el horizonte, contando nubes que dan sombra a veces, charlando de nada o de los chicos que se fueron, y viendo jugar a los que se irán. Nadie que no haya nacido en el monte puede entender que sitios como Urquiza pervivan a través de los años.
¿Cuánto tiempo durará Urquiza? ¿Cuándo los viejos mueran quiénes volverán para que los días sigan pasando por este pueblo? Parado en la ruta, esperando algún micro que se detenga, el pensamiento me hace regresar al pueblo para tratar de responder esas preguntas.

sábado, 15 de enero de 2011

TRESCIENTOS ONCE

Las dos invasiones llegaron juntas, de hecho una fue uno de los motivos de la otra. Buscar metales preciosos, tierras para explotar, indios salvajes para esclavizar y cristianizar.
Hablamos de la llegada a Sudamérica, no ya a las islas del Caribe, donde los impulsos originales se mezclaban con lo que se iba hallando y salían relaciones y formas nuevas de percibir y tratar al “nuevo mundo”.
Después de que Almagro y Pizarro se destrozaran mutuamente, como Montescos y Capuletos de la tierra prometida de Eldorado, la guerra entre los peninsulares pasó a encomenderos y jesuitas, los hacendados y los religiosos de Ignacio de Loyola.
Nadie pensaba mucho en los indios. Para los dos bandos eran piezas de una estructura que tenían pensada y sabían cómo hacerla funcionar. Los guaraníes eligieron la que menos sangre les exigía.
Si los primeros sacerdotes que llegaron con Cortez habían sido severos y déspotas al querer evangelizar, provocando rechazo y resistencia, los jesuitas encontraron la forma de cristianizar sin atrocidades, de convertir sin violencias extralimitadas. Ordenando, culturizando, tolerando. Pero siempre mandando.
Montaron pueblos de indios, reducciones, donde Dios enseñaba las cosas buenas del orden occidental, y a cambio los liberaba de las manos voraces de los dueños de latifundios brasileros y paraguayos; el trato era obedecer y servir en La Misión, con su orden familiar y espiritual (el sacerdote indio karaí fue despojado de sus dotes y privilegios), más una incipiente capacidad de producción de yerba y otros productos.
Intolerable para los ávidos encomenderos que necesitaban a los indios de las misiones para sus plantaciones, y que atacaban insistentemente con sus ejércitos mercenarios que incluían indios contratados, y los tradicionales bandeirantes del Brasil. Pronto también lo fue para la Corona.
La Compañía de Jesús de San Ignacio Miní fue fundada por los sacerdotes José Cataldino y Simón Masceta, y lo hicieron en la región del Guayrá en el Brasil, en el 1610. Ya en 1632 habían emigrado a la actual provincia de Misiones, huyendo de los ataques de los cazadores de esclavos portugueses conocidos como mamelucos. Allí erigieron un poder que creció, resistió, y perduró hasta fines del siglo XVIII (1767), cuando Carlos III firmó su expulsión de los dominios de la Corona.
Las invasiones portuguesas y paraguayas de 1816 y 1819 destruyeron su obra material y apenas dejaron lo que hoy se visita como patrimonio cultural de la humanidad.
Autonomía y control, tal fue el pecado que fue construyendo la Orden. Y que terminó por destruirla.

viernes, 14 de enero de 2011

TRESCIENTOS DIEZ

En un baño de la terminal de ómnibus de Retiro, alguien, Rubén, escribió: “Adiós Argentina, gracias”. Era el único mensaje que tenía la puerta del retrete, lo demás, sandeces, burdo grafiti de los figurones de los toilettes, que creen atrapar la posteridad con su rúbrica torpe y chabacana.
¿De dónde era Rubén? ¿Cuánto tiempo había estado en Argentina? ¿Se iba para nunca más volver? Lo que estaba claro era el deseo de manifestar gratitud por algo o por alguien, por un país ajeno a él, o por un pueblo también ajeno, al menos al momento de su llegada.
Todo viajero debiera poder decir gracias a quien lo hospedó, lo alimentó, lo recibió, le abrió sus cotidianidades y sus propias miserias y bajezas.
Retiro siempre es esa puerta de salida y de entrada que tiene un gracias escondido en alguna parte de su cuerpo. Todas las terminales del mundo son testigos de la conexión entre los hombres y mujeres de rincones diferentes.
Es noble pero se equivoca Don José Larralde cuando relincha “Yo he conocido el mundo en este mismo lugar”.
Una y otra vez vamos a ir en busca de la emoción de conocer y descubrir. Allá iremos. Allá voy. Y siempre voy a escribir gracias.