Estoy a punto de estallar en carcajadas, y la razón no es otra más que un borracho que está parado en medio del pasaje peatonal Santos Discepolo dirigiendo el tránsito. No va mal vestido ni tiene signos de suciedad, tampoco huele a vino ni a nada desagradable. Parece el resultado de una fiesta entre amigos que se juntaron luego de varios años sin verse y se tomaron todo, y se recordaron todo, y se rieron de la vida inmunda. Y una vez las botellas vacías salieron a las calles a seguir celebrando la felicidad.
Eso parece.
En la contracara de esta situación está la del colectivero que se empacó porque una pasajera subió por la puerta trasera, y el chofer no quiere seguir con el recorrido. Esto pasa un jueves a las siete de la mañana cuando estoy camino al trabajo; la línea es la 44 y ante la negativa de abrir la puerta delantera por estar, supuestamente, lleno, la señora subió por atrás. Y ahí empezó el descontrol. Que te bajás, que no me bajo, que te bajás, que no me bajo, que yo no abrí la puerta, que ya me dejaron plantada tres colectivos y tengo que llegar al trabajo. Y otras voces se suman: Que dale arrancá y dejá a la mina, que no te pongas la camiseta de la empresa, que te pagamos el boleto dos veces, que no seas ortiba, que no seas caprichoso, que si no arrancas te arranco la cabeza a piñas tarado.
Al final sacó el freno de mano y puso primera. Esto fue cuando el gordo sentado en el fondo empezó a empujar para llegar adonde estaba el empacado, con la clara intención de romperle algunos huesos.
Todos los días pasan cosas como ésta en mi viaje al trabajo. Argentina pueblo feliz. Los sábados por la tardecita será.
martes, 13 de enero de 2009
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