viernes, 31 de diciembre de 2010

TRESCIENTOS NUEVE

El árbol de los retornos. Así soñé yo que se llamaba el último árbol que quedaba sobre la tierra; el aire final para unos pocos agradecidos. Pero yo no estaba entre ellos, lo soñaba desde un pasado en ruinas, desde este presente inconsciente, cuando se iba desmoronando la naturaleza, la madre tierra, los arroyos y lagos, los ríos y los cielos.
Me acerco al tronco grueso y único y observo fíjamente. Es todo lo que hago en un buen rato. Y respiro, hondas bocanadas de oxígeno entran en mis pulmones. Acaricio las hojas que tengo a mano y descubro que al hacerlo toda la naturaleza se mueve lentamente en vaivén, aunque no hay viento, ni una remota brisa que más no sea un recuerdo de pequeña borrasca. Hay algo vivo en ese árbol que es más que él mismo.
Luego me siento a contemplarlo a unos metros.
El viejo llegó por mis espaldas, el joven me abordó por un costado. Un niño de la mano de una muchacha llegaron desde atrás del árbol. No sé si son los sobrevivientes, no lo pregunté, ya no me interesa tampoco.
Comenzaron a hablarme de cómo fue, de cuándo, de brutalidades compartidas y arrepentimientos tardíos. Hasta gritar su desesperación tan vívida en la recordación que me traían. El anciano lloró. El niño nunca dejó de jugar a trepar al árbol. La chica y el joven se tomaron de la mano, sin hablar un tiempo que no sabría cuánto fue; luego ellos, iniciaron la explicación de lo que hacen y esperan hacer, los cuatro.
"El árbol es la clave para nuestro futuro, pero no podemos usarlo, solo hablar con él de lo que sabemos y con ello recomenzar", dijo la muchacha, mirando las hojas que abrazaban al niño.
El joven siguió: "Él nos da el aire que hay, lo demás debemos hacerlo nosotros, todo lo perdido habrá de ser recuperado con los tiempos y nuestros sacrificios a través de ellos.".
El niño cayó desde una rama y rió a carcajadas, desparramado en la tierra humedecida por las lágrimas del viejo.
Todo se empezó a desvanecer, lentamente, no tristemente, sin chance de que yo pudiera impedirlo.
El viejo fue el último en hablar en mi sueño. "Los árboles que nos darán los libros donde reconocer y legar nuestros atrocidades como especie, son los futuros hijos de este árbol que nos ofrece respiración boca a boca. Él no es el árbol de los libros, sino el de los retornos.".

domingo, 26 de diciembre de 2010

TRESCIENTOS OCHO

Es un premio infame. Casi una afrenta, una burla de quien comete atropellos que están lejos de poder ser redimidos con unos dineros repartidos arbitrariamente.
Se hace un silencio en el salón risueño, se pide callar las voces y los gritos, las risas y carcajadas. Todo se va poniendo manso, como a él le gusta. Casi, pareciera, que hasta el personal del bar entiende que no puede interrumpir al orador que surge; los lavacopas silencian sus pocillos en choque, la caja se calla sin abrirse, los mozos no toman pedidos.
Habla el Señor E.
A las cinco de la tarde de cualquiera de estos días que nos arrasan el cansancio abruma en alguno de los tres pisos del depósito. Las manos grises van queriendo dejar de cargar bultos pesados, las piernas duelen en cada escalón, de ida y de vuelta, el calor se multiplica de nivel en nivel, sin ninguna resistencia hace brotar el sudor en los rostros y las espaldas de todos los empleados del sector más vil de la empresa. En otros lados el aire acondicionado es un beneficio que demarca las desigualdades invisibles.
"Este ha sido un año muy fructífero para la compañía. Y queríamos agradecerles a todos el esfuerzo y la dedicación.".
Es difícil separar la vida del trabajo de la vida propia. Los músculos que son exprimidos en nombre de la obligación social no dejan de recordarnos su pesar en ningún momento. Se trabaja todo el tiempo a toda hora, porque el descanso es el trabajo del cuerpo preparándose para recibir más flagelo.
No se puede parar más de cinco minutos sin que una cámara le indique al Capital nuestra holgazanería, y nos condene a una reprimenda terrible; no se puede hablar con un compañero más de cinco minutos entre las 8 y las 18, sin que una cámara nos venda ante el Capital, y nos vuelvan a reprender.
"Nosotros queremos premiar a algunos empleados en los cuales vimos un empeño mayor hace un tiempo. Es una forma de retribuir el esfuerzo.".
Mi compañero "A" va y viene todo el día entre los pisos ardientes y cargados de cajas, de esfuerzo, y de cansancio. Casi nunca falta. Pero una vez, un día, estuvo quince minutos sin trabajar, lo vio el ojo que graba ubicado en el tercer círculo, y se lo mostró al orador que dice que va a retribuir. Fue un cuarto de hora de las diez horas de cada día, y es mucho tiempo sin justificar el salario.
Demasiada inacción para una empresa que está vendiendo tres veces más que el mismo mes del año anterior, con los mismos trabajadores, sin ningún aumento de sueldo para nadie.
"Gabriel. Gracias por tu esfuerzo y empeño(...) Los demás sigan participando.".
El sobre con mi nombre no tenía una nota de gratitud, ni una tarjeta, ni una estela breve que dijera algo. Tenía dinero. Solo dinero. Lo único que saben entender, lo único que le saca gestos amables al Señor E. La única explicación de todo el caudal de violencia física y verbal que vive entre los muros de su compañía.
El lunes bien temprano el dinero fue a las manos de los que no recibieron nada. Porque hicieron todo menos quince minutos.
El Señor E no lo sabe, pero retribuyó a todos y cada uno de sus obreros esforzados y ninguneados.

TRESCIENTOS SIETE

El mundo tiene un problema de inmigración. Las regiones separadas por leyes y mandatos de la historia, tienen problemas con gentes que quieren ir donde no nacieron.
En verdad la inmigración tiene un problema con el mundo.
Hay que cambiar el mundo.

martes, 21 de diciembre de 2010

TRESCIENTOS SEIS

Un café en un bar del puerto en la tarde del domingo, y un manojo de esperanzas en una tierra a la deriva. La distancia es mucha entre las dos vidas, entre los dos momentos; unos tienen todo resuelto, otros apenas saben qué pasará hoy.
El entorno mira sin entender mucho cómo es ser el otro. Solo sabe de decir lo que años de existencia así le dictan, y juran que es natural creer en la desigualdad entre los seres humanos.
Yo pienso que todo aquel que pisa este mundo debiera ser dueño de una porción de tierra, por derecho de existir, por el hecho de existir. Y decir esto es decir que el mundo no tiene dueño, porque es nuestro sin otra justificación.
Lo otro, lo de las naciones y sus Estados es mentira, es un engaño que se fue haciendo en cada rincón, en cada escuela, en cada mente. Pero tiene conciencia de sí mismo, y vida, y con ello todo arrasa en nombre de la historia que pocos quieren revisar.
El café se termina en el mismo domingo que también pasa. Las esperanzas que se arropan con poca cosa son más importantes, y por eso algunos somos así. No hace falta decir cómo.