viernes, 26 de marzo de 2010

DOSCIENTOS TREINTA Y TRES


Mi abuelo reencarnado en bar,
el 36 billares.
Bienvenidos a una Buenos Aires de otra época,
quizá mejor.
Los pantalones cortos en la vereda,
adentro humo, gritos de quiero,
una que otra oferta,
alguna mirada que pide pista.
En un tiempo se necesitaba todo este paño verde,
parado en cuatro patas,
siempre seductor.
Y entre tantos cafés y aperitivos,
siempre una lágrima habrá.
Ayer, ahora,
y dentro de un par de vidas también.
Cuando ya no esté,
vendré y me mezclaré entre las volutas de alguna pipa.
Por ahí puedo evitar que la negra no entre donde no debe.

DOSCIENTOS TREINTA Y DOS


La vista fija en algo que no tiene mucho mérito.
Es solo pasar el rato de quietud,
en un alto del camino por entre maravillas.
En la ciudad la historia reemplaza a los valles,
y ella se aburre un poco.
Viene de montañas y arroyos,
va a lagos y cumbres.
Igual, San Miguel está a sus órdenes.
Le presta su tarde de bullicio,
y su vereda de peatonal,
y su montón de gentes viviendo en perpetuo movimiento.
Ella toma todo eso y lo consume en pocos ratos;
la aventura está en reposo.

DOSCIENTOS TREINTA Y UNO


Muchos no entienden esta manía de tocar por monedas,
por lo que a alguien se le caiga del bolsillo.
El vago de la flauta pierde su tiempo,
y es lo que yo esperaba cuando me paré a escucharlo.
Él pierde, yo gano,
y el arte sigue viviendo en su estado ancestral.
El trovador por los pueblos, sin lugar,
sin mecenas,
igual que el flautista de la peatonal.

DOSCIENTOS TREINTA


El día viene pariendo vinos,
y el mundo de mis amigos cobra su sentido.
Acá, yo pienso en agua para el suelo en grietas;
allá, ellos sueñan sudestadas de tinto.
Debajo del techo este jardín se ve morado y prometedor,
paciente en su vida de crear sangre divina.
Me arrimo cuanto puedo,
miro,
sopeso un posible sabor en mi paladar que pide un racimo.
Estas uvas no son para comer, me susurra Dioniso.

DOSCIENTOS VEINTINUEVE


El antiguo valle solitario rememora la sangre.
El lugar del atropello de los Quilmes es, hoy día,
un sitio con mucho tráfico.
Miles de hombres y mujeres
vienen a ver los vestigios de su cultura,
y se asombran, y se interesan,
y se conmueven.
Sin embargo nadie se indigna.
Solo yo vi en este lugar lo que en verdad hay;
el cementerio de un pueblo,
el rastro que dejó el destino final de una raza.
Los arriados indios Quilmes ya no están en estas piedras tristes,
ni su memoria tampoco.
En un grito que retumbe en los cuatro lados del valle
podría estar su verdadero espíritu.

miércoles, 24 de marzo de 2010

DOSCIENTOS VEINTIOCHO

La mano, todavía húmeda, llega a la pierna de Paula justo a tiempo para impedir la huida. Aferra el muslo resbaloso e inmediatamente deja lugar a la caricia que pretende detener el escape, convencer a la razón y poner quietud en las sábanas blancas, antes borrascosas.
Sin palabras llega la sumisión, casi sin miradas cómplices. El roce de la piel amada es todo el diálogo; el dialecto de su amor intenso, ese lenguaje para ella inmaculado. Único rasgo impoluto que la relación preserva de manera inquebrantable.
No hubo dicciones. Sin sus voces avanzó la pasión temprano en la noche; dejando paso al frenesí de los sentidos, viendo al miedo escabullirse por la ventana calle abajo. Todo se fugó para otro momento en ese instante de sus vidas: padres y amigos, y prejuicios, y dudas, dedos señalando injuriosos.
Jugaron el juego prohibido, vedado por el temor. Lo hicieron. Al son de sus estallidos cardiacos, del choque estridente de sus músculos trabajosos, de las quejas de un viejo colchón improvisado. Andrea muriendo en Paula a cada dulce llegada, y renaciendo en la retirada jadeante. Pecho contra pecho y sus piernas enredadas; la boca invasora que se echa atrás y la otra avanza tierra adentro. En un flujo y reflujo vivaz a medianoche, para reposar al alba.
Andrea y Paula se conocieron callándose. Se amaron al filo de la locura, callándolos. Hundiéndolos bajo un mar de arrumacos y sumergiéndose en su oceánico sudor pasional y eterno. Su propio diluvio universal.
La mano,todavía temblosa, alcanza la barbilla de Andrea, firme como un peñasco, con una suavidad prestada de otra piel. Paula ase cada bello de la barba soñándolos hombrecillos de barbalandia. Queda cautiva en la musculatura de Andrea. Él sonríe y se duerme.
En una cómoda ruinosa, testigo de su vigilia, duermen también sendos pasajes con destino a su Roma. Hacia la libertad.

DOSCIENTOS VEINTISIETE

De nuevo en la plaza Falucho me encontré al viejo que allí visita a sus muertos, conciencia adentro, siempre cuando se empieza a acabar el día del sol. Y como la otra vez me volvió a dejar aturdido con sus historias y sus versiones.
"¿Viste la Biblia?", me preguntó. "Sí, ¿qué tiene?". "La escribió Lucifer, y se la endilgó al de arriba. Hizo correr la bola de que era el libro que contenía el mensaje de Cristo. Inventó la palabra de los Apóstoles, las prédicas del carpintero, todas esas historias de resucitados, prostitutas, panes multiplicados...".
Después de un rato en silencio le pregunté con qué razón haría algo así. "Desprestigiar a su antiguo súbdito, hacerlo quedar como un fabulador utópico".

sábado, 20 de marzo de 2010

DOSCIENTOS VEINTISEIS

La bella flor se abre a los vicios del intrépido amigo. Toda la velada le da sus elíxires sagrados e inagotables, y de todas las copas prueba el hombre seducido por los mil sabores y colores. Así baila y se mueve como pez en el agua.
El pequeño e íntimo lugar es testigo del avance del demonio, de la invasión que los sentidos más vitales sufren sin oponer resistencia. La trama se confabula para el goce de la perversidad de aquella mañana temprana y fisgona.
El amigo se muestra calmo y sereno, indiferente, irresponsable. No adivina el futuro previsible. Ebrio sin alcohol no atina una reacción que cierre el abismo en ciernes.
Nadie gana nada en la madrugada de San Telmo. Solo la historia tendrá un ignoto párrafo más en su libro infinito.
Cuando salen a la Chacabuco la claridad ya es total. Un amigo descubre su error fatal; el otro amigo se estrella contra el cemento de la calle sin capacidad de esquivar la sangre y las heridas. La aventura duró toda la noche y esos pasos torpes que dio antes de desbarrancarse en el cordón de la vereda.

viernes, 19 de marzo de 2010

DOSCIENTOS VEINTICINCO

De repente el calor intenso deja su lugar al frío. Hay que abrigarse con algo y prepararse para las desventuras físicas que puede producir la altitud. Estamos llegando a la Laguna Brava.
Detenemos la camioneta a cincuenta metros de ese espejo que aprisiona el cielo y sus nubes, a todas las cimas que rodean esta porción de agua en las alturas de La Rioja. En media hora trataremos de captar todo lo que aquí hay de mágico, la naturaleza que se ofrece en estado puro.
A la orilla del agua el piso se pone blando y parecemos hundirnos, ese juego de saltar produciendo ondulaciones en el piso nos hace agitar, los cuatro mil metros de altura nos avisan que aquí el derrochar energías se paga con dolores de cabeza, náuseas, cansancio. Una llama nos mira curiosa desde quince pasos de distancia, no huye ni se asusta, es poca gente la que llega a este solitario paraíso, por eso convivimos con la fauna sin ser una amenaza. Las cámaras se disparan y encarcelan a los flamencos que caminan por la laguna, tranquilos, esperando que se acabe su tiempo de estar aquí y emigren a otras regiones, después que llegue abril.
El puñado de hombres que somos se amucha junto a las dos camionetas, algunos buscan otro abrigo más, el viento frío hunde su filo en la piel. Al otro lado de la laguna un piso blanco refleja los rayos solares, es un salar que comparte el extenso territorio con las aguas. Todo esto se helará en invierno.
Descansamos un rato. Algunos miran los flamencos, otros le siguen el tranco a las llamas, y están quienes se pierden más allá de las nieves del cerro Veladero. Yo busco la dirección que lleva a Chile, preguntó por qué el paso está clausurado hace tiempo y por qué los chilenos no muestran interés en acondicionarlo. La respuesta es el comercio y sus garras, la competencia de la exportación argentina y chilena. No es bueno que haya contacto entre los pueblos argentinos cordilleranos y el pacífico. Basta con Mendoza.
Para llegar a la Laguna Brava hay que atravesar el pueblo de San José de Vinchina, que es lo último, más o menos importante, que hay en el camino.
Vinchina es un pueblo pequeño que vive de lo que pueda darle el turismo y la agricultura, más lo segundo que lo primero. Tiene todo lo que necesita un pueblo y la tranquilidad que solo la soledad brinda de manera inquebrantable. El transporte es un micro que sale y llega una vez por día, para traer provisiones y gente, lugareños y mochileros.
Luego de atravesar de punta a punta la avenida Carlos Saúl Ménem, se deja en el pasado a Vinchina y se empieza a subir al futuro rumbo a la cordillera. Todo un tramo de ripio es el preámbulo a la oficina donde uno debe registrarse como visitante, ya que el sitio donde está la Laguna es una reserva provincial cuidada con mucho celo. De hecho solo guías autorizados pueden llegar hasta ella, y esto tiene que ver con que hubo dos personas muertas en los últimos años por subir sin asistencia ni asesoramiento sobre las características del trayecto. Además el camino solo le da su venia a vehículos de cuádruple tracción.
En el puesto donde cobran la entrada a la reserva está levantado un modesto refugió de piedra y maderas. Es como una cueva que puede sostener en pie la voluntad de quien se quedara en este lugar pasadas las horas del atardecer.
Las curvas y contra curvas por entre macizos peñascos de múltiples colores se presentan unas tras otras; el río Colorado va entre la ruta nacional 76 y las Sierras del Peñón, nosotros somos la 76 yendo como intrusos a lenta marcha, sigilosos, como si no quisiésemos ahuyentar la colonia de llamas que comen hierba en el valle reseco. Sí, en cambio, ponemos en fuga a un zorro que al vernos disparar las cámaras emprende una veloz huida hacia arriba del cerro.
Atrás quedaron Villa Castelli, San José de Vinchina, y el Alto Jague, que es un asentamiento de cuatro casas que solo existe para darle amparo a los custodios de la reserva. De acá en más solo hay paisajes imponentes y el ripio como cuña invasora.
La Laguna Brava es una maravilla para los ojos. Y una trinchera de la naturaleza ante la avanzada de la codicia humana.

DOSCIENTOS VEINTICUATRO

Llueve en Villa Unión. Después de mucho tiempo cae agua del cielo, tantas veces amenazante. Bendita lluvia que viene a enfriar un poco tanto calor, que llega para sumarle gotas al sistema hídrico siempre en deuda con el habitante.
Cuando llegamos no se vislumbraba este aguacero, el polvo animado por el viento de la tarde nos recibió y nos agregó más marrón al que ya traíamos del micro de la empresa Ivanlor. Sin embargo, la ducha no servirá demasiado, apenas aliviará temporalmente.
Treinta y cinco pesos por persona es barato. El único problema del hóstel es que el dueño quiere que encontremos a Dios. Para ello tiene todas las habitaciones, la cocina, la sala de estar, el patio, el hall de entrada, y aún los baños, repletos de folletos que tienen la ruta de ida al Señor. Ya en la camioneta que nos recogió en la terminal, a tiro de la guantera, el Todopoderoso ofrecía ser hallado en algún rezo prolijo y constante. Todo es un milagro en el Hóstel Laguna Brava. Incluyendo que el testigo de Jehová que asigna los lugares me haya colocado en la misma pieza con Noemí y Gaelle, dos francesas que están de paso por Villa Unión, aunque Noemí vive en Córdoba hace cinco años. Gaelle es de la Guayana francesa y sabe mucho de calores agobiantes, y muy poco de castellano.
Son dos encantos. Rubiecitas, simpáticas, charlatanas, y siempre listas para lo que los viajes le deparen.
Villa Unión es una familia alrededor de la plaza. Todos se conocen, y saben vivir en este distante pueblo precordillerano. El ritmo es el que ya se sabe: mañana sí, tarde jamás, atardecer y noche sí. Y nosotros no vamos a alterarlo, por supuesto. Usaremos sus calles anchas, su plaza verde y extensa, su hospitalidad sin intenciones, sus paisajes propios y vecinos, como la reserva de flamencos que vive en las alturas de la Laguna. Quizá la gran razón por la cual esta gente pasa sus días aquí, y tantos vienen a sacarles esas fotos buscadoras de lo ajeno y lejano, de lo extraño.
Desde Villa Unión también puede irse a los parques Ischigualasto y Talampaya, muchos vienen por esos parques. Siempre pasa, nos dice Alejandro, el dueño de la agencia Runacán, que descubren la Laguna y quedan asombrados y agradecidos por haber llegado a la Villa. Un plan A que contenía un oscuro y fabuloso plan B.
Yo ya sabía del sitio donde el agua y la sal se mezclan, ante la mirada de las nieves cordilleranas, de las calmas aguas, de las tranquilas llamas que viven en las alturas riojanas.

martes, 16 de marzo de 2010

DOSCIENTOS VEINTITRÉS

Ha pensado, lector, en la posibilidad de que haya alguien enterrado en la pieza en la cual usted duerme. Supongo que no, creerá como todo el mundo que esas son cosas de películas. Imágenes fantaseadas por algún escritor trasnochado en búsqueda del cuento más aterrador, o tal vez leyendas que surgen en la ciudad, entre los adolescentes que juegan a propagar miedos, a divertirse con el miedo.
El miedo no es cosa con la que haya que jugar. Siempre lo enseñé a mis alumnos, traté de inculcarles sumo respeto por el temor. Esa sensación de parálisis, ese sudor frío que gana el cuerpo, esa impresión de estar anestesiado en forma total pero con una cruel lucidez. Como queriéndonos mostrar ella, cómo es posible morir bajo el dominio de los síntomas de nuestro pánico.
El miedo puede matarnos, y eso nadie parece querer asumirlo. Es algo que no podemos evitar su llegada pero sí podemos no empeñarnos en ir tras él.
Seguramente en su dormitorio, o esa habitación a medio llenar, o quizá un cuarto con una cama y nada más, seguramente usted escuchará mil ruidos cuando se acuesta. Algunos que vendrán desde la calle, otros de los ambientes vecinos al que lo envuelve, y unos pocos saldrán de allí mismo, de ese aire que usted respira solo, egoísta.
Esta noche tarde un poco más de lo habitual en rendirse al sueño, quédese despierto cuanto más pueda, escuche su entorno y mire la oscuridad. Trate de anular los sonidos de su propia respiración y concéntrese en los que habitan cotidianamente su descanso. Sienta la madera crujir por la humedad, al cemento rechinar sensiblemente quejándose del calor, a la chapa que silba por el viento de la madrugada. Deténgase en los finos alambres de la apagada lamparita que está en el velador, o que cuelga de la pared, o que baja del techo como una araña por su fina tela.
Ahora dígame por qué esa madera no cruje en todo momento sino en su noche; por qué las paredes mantienen su mutismo hasta no llegar usted para acostare; qué razón para que haya ruidos que no viven sino cuando nosotros queremos silencio, paz, quietud.
Yo no creo en la vida después de la muerte. Un cadáver es una masa gélida que no va a movilizar ni un músculo. Pero sabe qué idea me surgió: que existe un estadio inmediato a la expiración física, un tiempo (pueden ser años, le aseguro) en que hay algo en ese cuerpo exánime, una fuerza superior, una capacidad de congraciarse con nuestros objetos y nuestras atmósferas. No sé para qué querrán hacerlo, no sé si serán intenciones de comunicarse, o de dañar, o de ayudar. Sé que lo hacen y no hay nada que podamos hacer más que esperar a que transcurran los tiempos, y ese poder sobrenatural se vaya muriendo también, se vaya agotando hasta desaparecer.
No debiera confesarlo. Casi todo lo que llevo de vida ha tenido que pasar para que el último sonido de mi habitación cese; para que finalmente todo lo que está sepultado bajo las blancas baldosas de mi dormitorio se calle definitivamente.
Entre todos los hombres por los que he cavado, solo el que dejé debajo de mi piso fue el que le dio una real convicción a mis creencias. Aquellos que me hicieron profanar baldíos, jardines, plazas, casas deshabitadas; por ellos tendrán otras gentes la fe que yo tengo en mis silencios.
¿Qué era, lector, su casa antes de ser su casa? ¿Qué había debajo de esa tierra que hoy le sirve de apoyo a su cama? ¿Qué ruidos escucha usted de madrugada?

DOSCIENTOS VEINTIDOS

Un señor sentado en un banco de la plaza Falucho, me dijo una vez que lo que primero existió fue el Infierno. Y que un demonio menor con aires de grandeza quiso disputarle el poder al mismísimo Satanás; como no pudo vencer al mandamás de las Tinieblas renunció a los abismos y se fue a reinar en las alturas del cielo.
Y así nació Dios, expulsado del averno. Que no creo el mundo y sus cosas, y que, por venganza y despecho, esparció la semilla del amor y la bondad en un mundo que es perverso desde el inicio y cuya propia naturaleza así lo ordena.
Lo dejé solo en el atardecer de un sábado. Me fui pensando, entonces, que en esa cosmovisión trastocada patas para arriba, la destrucción de la humanidad vendría con el triunfo de la paz, la misericordia, y la piedad.
Ahora, sentado en bares sucios, les doy monedas a méndigos, pibes, y viejos dementes. Trabajo para el ángel caído.

lunes, 15 de marzo de 2010

DOSCIENTOS VEINTIUNO

Al señor E le gusta la música de cámara; a mí también. Al Señor E no le agradan los grupos de cumbia tipo La Nueva Luna; a mi tampoco.
El Señor E trina de impotencia cuando en el equipo reproductor del submundo en el sotano suena La Nueva Luna. Y le llegan al escritorio, y lo atormentan, y le lastiman los oídos.
Yo soy el que pongo La Nueva Luna. Todos los malditos días.

domingo, 14 de marzo de 2010

DOSCIENTOS VEINTE

Nunca había pasado nada hasta hoy.
Cualquier chico sabe perfectamente que en el placard, con la puerta entreabierta, vive un monstruo que aprovecha la oscuridad de su nicho para mirarnos desde los dos o tres metros que lo separan de nuestra cama. Día tras día, noche tras noche.
Jamás ha pasado nada, nunca hemos recibido el prometido ataque nocturno, la puerta entornada ha amanecido en su posición original al comenzar la noche. Eso no quita que todos los chicos aprendieran por institnto innato mil estrategias para tolerar la batalla psicológica con la bestia horrenda y asesina; cerrar los ojos hasta dormirse en profundidad, voltearse en la cama para mirar la pared amiga, recitar las tablas de multiplicar hasta el cansancio final, clavar la vista en el techo lejano pero inofensivo. A todo han (hemos) echado mano para combatir el mal que la infancia nos instaló en la propia pieza, sin importarle que papá y mamá estuvieran a pasos de nosotros.
Yo que gané cada lucha nuestra entre las veintitrés y las primeras luces, que jamás pédí ayuda a los viejos, ni cai en la cobardía infame de aferrarme a un muñeco, que pasé horas mirando la negritud de esa oscura morada disfrazada de ropaje y perchas, aterrado, pero valiente e inclaudicable. Yo que me volví escéptico hasta el fanatismo ayer descubrí la verdad. No existe ese monstruo malo y horripilante en mi placard: más bien es sensato y un poco senil.
Justo cuando estaba terminando de releer algunos cuentos de Lovecraft y me disponía a apagar la luz, mi monstruo salió del placard y arremetió decidido: "Ya que como vos bien sabés te dormís en cualquier lugar, a cualquier hora, y en cualquier contexto, por caso parado en un colectivo como aquella vez, que tal si no te metés vos en el placard y me dejás a mi tu cama, al menos por esta última noche. Ya son más de treinta años metido en este sucucho húmedo y tufoso".
A la mañana ya no estaba. Me dejó una nota avisándome que había llegado la fecha de retiro de su vida de "Monstruo del placard". Y que si cerraba la puerta antes de acostarme ya no se volvería a abrir sola, como siempre tenía él que fingir en cumplimiento de su trabajo de cada madrugada.
Ahora duermo con el placard cerrado y todos creen que porque arreglé la puerta. Claro, nunca había pasado nada hasta hoy.
Los monstruos en los placares existen, pero tienen órdenes superiores, precisas y desconocidas, de no lastimar a sus niños. Solo asustarlos.

jueves, 11 de marzo de 2010

DOSCIENTOS DIECINUEVE

Muchos metros bajo tierra está el mural, y aún subsiste en las tinieblas de nuestro tiempo.
Mientras haya un hombre que quiera ver, habrá bellezas que quieran ser vistas.
Miren bien, la salida es el arte.

DOSCIENTOS DIECIOCHO

Un puente a otro lugar, eso es lo que quiero. Para tenerlo a mano en caso de urgencia.
Cruzarlo y estar sentado en una plaza, con viejos jugando domino y pibes corriendo palomas; cruzarlo y estar tirado en un andén cualquiera, escuchando la guitarra de un vago, y su canción salvavidas; cruzarlo y estar rodeado de amigos, contando las mismas cosas de siempre, y gritando las carcajadas repetidas por años; cruzarlo y estar completamente solo, mirándome las manos y sus heridas, cicatrizándose lentamente, con menos apuro que mis venideras torpezas de obrero; cruzarlo y estar en otro lugar sin tiempo, sin contexto, sin el peso de la mañana temprana, ni la mueca fulera de la noche bien entrada, sin pensar.
En caso de emergencia cruce el puente. Un puente a mano para ir y venir del infierno al paraíso.

lunes, 8 de marzo de 2010

DOSCIENTOS DIECISIETE

La oscuridad no tiene importancia a la hora en que el balde repleto de pócimas violentas ha quedado vacío y abandonado. Incluso tampoco importan los obstáculos que hay entre el hombre ido y la puerta que da a la noche todavía negra. La gente hace piruetas en la mitad del infierno de humo y ruido ensordecedor, las mujeres devoran la suavidad de su femeneidad al borde del éxtasis de cada fin de semana. Los hombres aúllan como lobos excitados y sedientos de flujo vaginal, harán cualquier cosa por beber la savia íntima de su presa caída en desgracia. Aunque nadie cae en desgracia entre las paredes de este sol a las tres de la madrugada, ni siquiera el hombre tirado en el piso, viendo pasar su noche mágica sin nada de magia, mirando piernas de mujeres que pasan sudadas y provocativas, hermosas, ajenas. Borracho pero no loco. La demencia y la borrachera no son exactamente lo mismo. La vida no es muy satisfactoria en ocasiones, más cuando nuestros actos solo desembocan en el fracaso, en la imposibilidad de verle la cara al triunfo, aunque sea al más efiméro. Es culpa del hombre débil, de nadie más.
Finalmente se abre paso entre mesas y sillas, entre ángeles en minifalda, entre demonios que siguen ofreciendo alcohol detrás de la barra sucia y difusa, entre otros ebrios que ya no podrán escapar del lugar donde cayeron. Llega a la salida y sale.
El cielo no está todavía. Hay algo arriba que ocupa su lugar, pero sin inspirar nada de nada a quien lo mira. La calle está semivacía y la basura de los cordones sonríe a los vagabundos y los desposeídos de siempre, que moran al pie de las fiestas de la civilización, para ver si les cae alguna migaja del festín privado. Nada más les sonríe.
El hombre borracho sigue su camino de dolor y no parece dispuesto a arrepentirse. Camina por la vereda aferrándose a la alambrada que lo guía como buen lazarillo, no sabe dónde lo llevará pero el hombre se deja conducir, solo tiene una vaga idea de lo que desea. Que sea el futuro ya mismo. Sin concesiones ni exigencias. No importa dónde esté él en ese porvenir.
Una máquina del tiempo con varios tonos de verde lo transporta una hora y media hacia adelante, lo deja parado en mitad de una acera gris y mugrienta, rodeado de mañana diáfana, enfrentado a la incertidumbre que le provoca la falta de dinero, de sobriedad, de mente clara. No acierta a descubrir la hora pero cree que serán las ocho del domingo, cuando las facturas salen de la campana rumbo a las mesas, y los bares echan a sus moradores sin haber dado nada a cambio esta vez.
No es el lugar donde debiera estar.
Pide monedas a unos seres nublados pero presentes, testigos de la escena. Un oficial del orden y la ley se lleva de recuerdo una viscosidad de color indefinida y sabor de elevados grados. Se va maldiciendo su trabajo de conservador de ese orden imposible de conservar, en esta Buenos Aires de instintos salvajes y autodestructivos.
Un alma se apiada de él y le entrega su pasaje de regreso a la resurrección, a la resaca que ya viene galopando por su cabeza giratoria.
El furioso caballo del día después estalla en la rutina del borracho. A las cuatro de la tarde un té hace hablar a la conciencia prudente, al angelito que pide que haya sido la última vez, a la razón que tira una perorata interminable sobre la rectitud, la decencia y la dignidad. El borracho desoye a todos y charla íntimamente con su fiel y amigo deseo al acecho; en las llamas azules de la hornalla baila y canta sobre la promesa de revancha dulce, jura que la próxima vez será diferente. Los dos saben que es mentira pero se sienten tan a gusto en la conversación que simulan un futuro distinto y agradable.

domingo, 7 de marzo de 2010

DOSCIENTOS DIECISEIS

¿Cómo estaría aquel mar que tan poco se parece al de hoy? ¿Cómo estarían los sueños que tan poco se parecen a los que hoy tienen muchos de los hombres más importantes? Los sueños hoy no pesan lo mismo, son livianos, de papel, casitas robadas de tan chiquitos y banales.
Cuatro de marzo de 1811; muere uno de los hombres más argentinos que jamás haya existido. Es asesinado, y su asesinato es borrado de la historiografía. Hasta el día de hoy muchos niegan la verdad: la orden que dictó Saavedra. El matador. El que no quería un país, sino un poder sobre el antiguo virreinato. El que convocó la Junta Grande para no tener que hacer la Asamblea Constituyente.
Cuando le avisaron que Mariano Moreno al fin descansaba en su muerte, dicen que dijo "Hacía falta tanta agua para apagar tanto fuego".
Los patriotas ganan. Más tarde o más temprano pero triunfan. Un siglo después pero vencen. Muchos muertos después cantan victoria. Entre todos los gritos que se escucharon en Ayacucho estaba el de Moreno, desde el fondo del mar.
El agua no te alcanzó Saavedra. El fuego no se apagó.

lunes, 1 de marzo de 2010

DOSCIENTOS QUINCE

Era algo que se sabía pero el destino me lo confirmó con impiedad. A cada esquina se comprueba, en cada pibe, en cada joven, algún albañil, un hombre de saco y corbata. Todos tienen algo de River Plate. Porque La Rioja es futbolísticamente hablando millonaria.
Tuve mi desquite, y fue grande.
La Terminal me espera atiborrada de gallinas que preparan el festival. En las sillas de los kioscos que tienen televisión; en los bancos del hall que dan a un gran televisor; desde los asientos situados en las plataformas, con la ñata contra el vidrio, fichando hacia adentro a las gambetas de Ortega.
Se define uno de los tradicionales torneos de verano, en este caso jugado en Salta, y con la participación de Rojos, Riverplatenses, y la Academia celeste y blanca. El empate nuestro con los de Núñez consagra a Racing Club, River no puede llegar a la copa. Nosotros debemos ganar por diferencia de dos goles o en su defecto triunfar por uno pero marcando más de dos goles.
Un zapatazo brutal pone a Independiente a ganar. Todos observan la visera que me delata, con el escudo diablo erguido justo en la frente. Yo voy venciendo pero me siento El Álamo en la conquista yanqui de México, en cualquier momento me arrasan con furia.
River empata y estalla el griterío. Y sobre llovido mojado, la Banda hace el segundo y la fiebre inunda la estación. Se canta contra Boca y contra Independiente, se arenga contra mí, lo puedo percibir en las miradas con tonada.
Pienso: mal lugar para ver este encuentro. Pero llegué desde Tama justo a tiempo y no lo quería perder. Aguanto la bulla.
Llega un gol de Independiente de Ignacio Piatti y yo lo grito. Tranquilo pero lo grito. Sin mirar lo grito. Aunque todavía no alcanza lo grito.
Ahora Nacho es el patrono de mi fe de hincha. Clava el tercer gol que nos pone a ganar el partido y la copa. Yo me pierdo en los abismos de la irracionalidad; grito como loco, y miro peor. A todo y a todos, y a todas. Soy yo solo el Diablo. Soy torazo en rodeo ajeno.
Algunos no ocultan la bronca, pero se guardan la violencia en el pensamiento, en el deseo incumplido. Otros ríen de mi revancha solitaria y bravucona.
Gana Independiente. El clásico y el torneo. River lo pierde en la cancha, Racing lo pierde por televisión.
El fútbol es días como éste. Todo el tiempo cal y arena.