Salgo a la calle y pregunto al primero que pasa “¿El señor es el Diablo?”. “No”, me dice. Y se va.
Cruzo la calle y me siento en un portal de casa burguesa. Sale su dueño y me observa, le pregunto “¿El señor es el Diablo?”. “Ya quisiera”, me contesta. Y se va.
Me paro y camino a la otra cuadra, me apoyo en una parada de colectivo, y justo bajan pasajeros apurados. Pregunto al más apresurado de ellos “¿El señor es el Diablo?”. “Cuando acabe el día te digo”, me dice. Y se va.
Una vereda más y entro a una iglesia, justo viene saliendo un fiel. Pregunto entonces “¿El señor es el Diablo?”. “No estaría acá”, me sugiere. Y se va.
Salgo y en la otra cuadra bajo al subterráneo, en el andén casi desierto hay un hombre aguardando. Insisto, “¿El señor es el diablo?”. “No existe tal cosa”, me jura. Y sube al tren.
De nuevo en la superficie voy errando por la tarde de sol radiante. Sigo perdiendo mis esperanzas de dar con El. Tengo un par de horas más para lograr el encuentro, después empezaré a creer en Dios, que es mucho más fácil de hallar. Según dicen millones de hombres y mujeres.
Paso por al lado de un linyera sucio y harapiento, tirado contra una obra en construcción. Por precaución me acerco y acometo, “¿El señor es el Diablo?”. “Si me das tus zapatos soy quien quieras”, negocia. Y se tapa con una rotosa y mohosa colcha.
Me alejo desilusionado. Cruzo una avenida y llego a una plaza con mucha gente, con niños y perros, y abuelos y palomas, y vendedores de manzanas acarameladas. Y una jauría de mujeres encantadoras, con polleras cortas y piernas hermosas, de senos hipnóticos y cabellos infinitos. Afroditas y Héras.
Sentado en un banco verde se me ocurre imaginar una realidad distinta. Me paro y tomo del brazo a una impactante morocha que atraviesa la plaza, de ojos marrones y preciosos, y una silueta exacta para perder a cualquier moralidad. Después de unos segundos eternos, la consulta repetida, “¿El señor es el Diablo?”. “Por supuesto que sí”, me dice una voz dulce y erotizada. “¡Por fin!”, exclamo. “Quiero suscribir su causa”. “Te conozco y no me has reverenciado lo suficiente”, me reclama. Titubeo un intento de excusa. Agrega, “No es tan sencillo”. Y quitando mi mano de su tersa piel sigue su camino.
Parece que para todo siempre me falta algo. Incluso para ser cofrade del mal.
viernes, 16 de enero de 2009
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