sábado, 28 de febrero de 2009

CIENTO CUARENTA

Estamos hablando de los años que siguieron a la desintegración del Imperio Romano. Cuando su mitad oriental tomó el poder en la historia, y se hizo el Gran Imperio militar, cultural, y económico de Oriente. La Roma de Bizancio. La herencia de Constantino.
En algún momento pareció que el imperio bulgaro había sucumbido por completo. Derrota tras derrota con sus enemigos históricos de Constantinopla daban poco lugar para pensar en una pervivencia próspera.
En el 976 d.C. Samuel se proclamó gobernante de la Bulgaria empobrecida y disminuida, recortada a ocupar su zona occidental añeja, ya que la oriental estaba en manos de Bizancio.
Hijo de un gobernante búlgaro de aquella zona oeste, de carácter férreo y disciplinado, tuvo la ambición de conquistar todo el oriente, e incluso entrar al norte de Grecia. Se equivocó feo.
Hay que decir que en unos primeros tiempos felices logró avanzar en sus deseos y ocupó lo que anhelaba. Ayudado por la guerra civil que envolvía a Bizancio, donde su general emperador Basilio II era fuertemente cuestionado por otros militares de peso y una casta agraria perjudicada por las reformas agrarias llevadas a cabo por el primer hombre del imperio.
Así, a principios de 990 d.C. Bulgaria había recuperado buena parte de su esplendor de épocas pasadas, y estaba lista para enfrentarse con el Imperio Bizantino de Basilio II. Eso creía el búlgaro Samuel al menos.
Y así fueron dándose batallas unas tras otras, encontronazos y refriegas a lo largo de toda la región anteriormente tomada por los bizantinos y ahora recuperada por los búlgaros. Pero mucho eran los prolijos y educados ejércitos de Bizancio para los búlgaros de Samuel. Ya al entrar en el año 1000 d.C. de Constantinopla, y de allí en más la ofensiva de Basilio II no tuvo freno, y mucho menos piedad. Llegó a la propia Bulgaria a través de los pasos montañosos y fue matando y matando. Basilio II dirigía personalmente a sus hombres, y conquistó cada fortaleza búlgara que vio en su camino hacia el norte; si no los derrotaba con las armas, los ganaba con dinero de las ricas arcas del lujoso Bizancio. El soborno hacía estragos en las huestes altamente corruptibles de Sanuel.
El búlgaro mandamás quiso intentar una contraofensiva pero fue aplastado y humillado. En el valle del río Struna, ya por el 1014, a unas cien millas de Tesalónica, los desesperados búlgaros decidieron enfrentarse cara a cara, sin flancos ni guerrilla, a los bizantinos. Primero iban bien, había olor a empate, después fue paliza total. Cortadas sus comunicaciones internas las tropas de Samuel se desbandaron en el más completo caos. Fueron hechos prisioneros 15000 búlgaros.
Lo que pasó en ese momento es horripilante. El terrible Basilio II hizo cegar a 14.850 de esos prisioneros, y dejó a 150 tuertos, para que estos guiaran a los no videntes de retgreso a Bulgaria, a los campamentos derrotados de Samuel.
Dicen que Samuel, que estaba en Ohria, recibió la noticia de que volvían todos sus soldados tomados prisioneros. Y, claro, quedó perplejo, desconcertado. ¿Por qué ocurría esto? ¿Qué santo de la bondad se había apoderado del corazón del líder bizantino?
Salió a recibir a sus hombres y vio una masa de no videntes desamparada, suplicantes, y tropezando con todo a su paso. Apenas dirigidos por aquel otro grupo de soldados de un solo ojo.
Samuel tuvo un ataque de Apoplejía allí mismo. Murió días más tarde.
Después de eso algunos búlgaros siguieron con aires desafiantes y revoltosos. Pero la mayoría estaba aterrado; al oir que llegaba el hombre que había hecho aquel acto de barbarie extrema, huyeron hacia el norte, más allá del propio territorio de Bulgaria.
Basilio II llegó a Ohrid en el 1016 y luego, en 1018, ocupó toda Bulgaria. En un pequeño gesto de buena voluntad permitió que los búlgaros siguieran con sus iglesias y tuvieran un autogobierno moderado a las intenciones de Bizancio. Algunos notables de Bulgaria fueron a Constantinopla y allí se amalgamaron con sus conquistadores.
Después de 40 años de guerra, Basilio II, el octavo emperador de la dinastía Macedónica, volvió a Constantinopla. Allí fue saludado y aclamado por todo el pueblo como Basilio Bulgaroktonos: "El matador de Búlgaros".
Esta breve historia también forma parte de la extensa vida del tan reverenciado, respetado, y admirado Imperio Bizantino. Donde sus brillantes mosaicos religiosos y toda su pompa cultural, podían convivir con crueles y bárbaros generales y emperadores.

viernes, 13 de febrero de 2009

CIENTO TREINTA Y NUEVE

Soy masoquista si lo acepto pero extrañaba los descensos del Señor E al subsuelo de mi vida laboral. Sus paseos pulcros, meticulosos, recriminantes, siempre objetables ciento por ciento.
Una nueva semana comienza, y no es cualquiera, es la del retorno de las vacaciones. El buen tiempo acabó, la realidad llamó a ocupar mi puesto en la trama de la historia. Igual me río y disfruto de mi regreso, porque vuelvo a la mísera ocupación pero también a mis tardes de bares, a mis cuadernos naranjas cuadriculados, a la maquinal rutina de la ciudad que me atrapa el corazón, a los poemas de cada esquina y de cada atardecer mirando el tráfico.
Río.

CIENTO TREINTA Y OCHO

En una época mejor me tomé un colectivo y viajé hasta el centro. Me bajé donde el movimiento no tiene fin y anduve caminando calles y avenidas. Entré en un bar y me tomé un café con unos caramelos que tenía guardados de un vuelto de kiosco. Miré la televisión encendida por toda la eternidad, pero sin ningún sonido, solo la imagen, sin mucho sentido. Vi entrar y salir gente, jóvenes, viejos, lindas chicas, feas chicas, parejas, hombres solos. Escuché música de fondo. Terminé el café y me fui.
Volví a deambular por veredas sucias, con papeles corriendo a la par del viento. Miré vidrieras. También allí pasaban chicas lindas y de las otras. Y todo lo demás también, claro.
Al rato entre en un pasillo de luz tenue. Subí unas escaleras de mármol blanco, dos pisos, hasta la puerta de madera sin inscripción. No usé el ascensor de rejas, viejo, de una era lejana. Entré sin golpear.
Me mostraron las chicas. Una a una pasaron ante mí y se presentaron: Andy, Melisa, Miriam, Yamila, Carolina, Yésica...
La de las botas negras se fue un rato y me dejó desvistiéndome en penumbras. Vino una señora y le pagué con dos billetes, cuando entró yo ya estaba desnudo, parado en mitad de la habitación, con mi instrumento sexual a pleno. Me vio, tomó los billetes y me dijo: "Ya los atienden", y se fue.
Caminé unos minutos más por la pieza enrojecida. Me asomé a la ventana que veía pasar la calle que nunca duerme, le gente iba y venía, indiferente a mi acuerdo tan ancestral como la primera ciudad. Entró ella.
Andy me saludó amablemente al punto que fijaba su vista en mi pene erecto. Calculando, supongo yo, si iba a tener problemas para el coito. La calma con la que empezó a quitarse la ropa interior me sugirió que no. Me colocó el condón mientras frotaba el miembro activo. Y lo que sigue después no lo voy a contar.
Una hora más tarde esperaba el colectivo que me devolvía a los suburbios.
Eso fue en una época mejor.

CIENTO TREINTA Y SIETE

La guerra fría se acabó. La ganó, como todos sabemos, los Estados Unidos de Norteamérica. Los Americanos. El Capital. El Comercio. El Libre Comercio. El Liberalismo político. Las Democracias Occidentales y Cristianas. La Libertad. El Consenso. A salvo quedamos de los monstruosos comunistas que amenazaban la paz, la seguridad y la vida del planeta. ¡Uf!
¿Alguien me puede explicar por qué seguimos entonces tan cerca del abismo como siempre?
No hace falta, yo tengo mis propios manojos de explicaciones. Pero busquen ustedes los suyos. Sería bueno que dejen la televisión un rato apagada y piensen en ello. Unos minutos al menos.