domingo, 27 de diciembre de 2009

CIENTO OCHENTA Y NUEVE

No sabemos que estamos en la vida hasta que la perra pálida y furtiva viene a secuestrar a alguien que nos importa y nos duele. Sin precio de rescate.
Muerte es una palabra antes de aquello. Una imagen en alguna parte, que muestra un sufrimiento lejano. Una estadística de la sociedad. Un cuento idiota de algún escritor idiota. Mil eufemismos dichos por muchos que no tienen bajas en el corazón, asuntos, siempre, de otros.
La muerte es de todos y de ninguno. Hasta que pasa el umbral de nuestro mundo cotidiano, intocable, invencible, de cristal. Y ahí empieza a entenderse de qué va eso de vivir.
Hay que dejar el dolor atrás, se sabe. O adentro, sepultado debajo de un millón de recuerdos gratos. El trabajo más arduo y más impostergable. Yo creo que ahí es cuando el hombre deja de ser niño y se hace adulto; cuando derrota a la muerte de los que más ama.
La Muerte entró en mi casa y se llevó a Pilarica. Ahora sé que se vienen los tiempos de las batallas contra mi anterior infancia.

domingo, 13 de diciembre de 2009

CIENTO OCHENTA Y OCHO

El chubasco cae sobre mi cabeza, apenas me humedece un poco, y ni siquiera me saca algo del calor que me agobia. Igual para la provincia en sequía es una bendición, y solo espera que los amenazantes truenos cumplan lo que prometen a viva voz. Un rugido que se levanta entre los morros de verde piel baja al lago y hace temblar los vidrios del catamarán Arquímedes.
Y por fin llueve con más ganas. Sobre la ruta en soledad, sobre las aguas mansas del dique, sobre las boyas del yacht club de Tucumán, sobre toda la villa El Cadillal. Cae el aguacero sobre los ingenios y los campos de porotos, festeja la tierra en grietas.
La campiña de El Cadillal es un oasis de paz y quietud. Incluso hasta pocos turistas se hallan acá, solo un par y entre ellos yo. Los caballos pastan tranquilos al pie del lago grande y sereno, como un charco para un solo barco; y ese es Arquímedes, el catamarán que da paseos de liviano andar.
Pasa un rato y sale el sol. Los nubarrones se fueron para Salta, andarán por Cafayate, quizá San Antonio de los Cobres, allí donde se juntan las nubes y el tren.
Ahora regresa el calor y la sequedad en la boca. Y más, después de la caminata alrededor de la mancha líquida, hasta el propio dique (Celestino Gelsi, un pasado gobernador).
Me siento a recuperar aliento en el anfiteatro más simpático que he visto, un semicírculo perfecto de butacas de piedra con una forma más exacta aún. El escenario sirve de punto de vista a más de quinientos espectadores que pueden ver el arte sin ninguna incomodidad, con un desnivel que permite la total apreciación de lo que ocurre con los artistas.
El único chorro de agua que sale de la ducha es un golpe de helada mano invisible. Me da sobre la cabeza, y los hombros, después le pongo pecho y el resto de mi sudado cuerpo. No tengo champú, solo jabón para todos mis recovecos. Es lo que hay: la ducha del baño del bar y un elemental equipamiento de limpieza corporal. Con las dos cosas me sobra para quedar limpito, fresquito, casi nuevito.
En una hora sale el micro de las 13:30hs. Después habrá que esperar hora y cuarto.
Aprovecho para mirar un rato más el cielo indeciso, el lago que se mece suave, las montañas que custodian la villa.
El último día en mi visita al Jardín es en un paraje fabuloso llamado El Cadillal. Bello y natural; hasta el postrero instante quiero atrapar cada rincón de magnífica naturaleza tucumana.

sábado, 12 de diciembre de 2009

CIENTO OCHENTA Y SIETE

Hasta el siglo XVII la soberanía, en una de sus atribuciones asumidas, se encargaba de decidir quién vivía y quién moría. Los reyes tenían el poder de vetar la propia vida del individuo. En palabras de Foucault el Soberano tenía el derecho de hacer morir y dejar vivir.
A partir del siglo XVIII, ya en su segunda mitad, se constituyó lo que se llamó Biopoder, o Biopolítica. La vida fue tomada en gestión por el propio poder soberano, ya no se trataba del anterior derecho de producir la muerte y dejar la vida, sino de uno de distinto alcance: el de hacer vivir y dejar morir. Que parece lo mismo pero no lo es.
Fuera de la disciplinarización del cuerpo individual, ésta en función de su capacidad laboral, y entendida como base de injerencia del poder político, aparece la regularización del interés por el hombre-masa, no como un individuo solo sino como un participante de un todo biológico más extenso: la Población.
Cuestiones como los incidentes, la vejez, las epidemias endémicas, son tomadas como aspectos de tratamiento biopolítico, a fin de garantizar la participación del conjunto de la sociedad en las obligaciones que la racionalización económica impone. No se busca dominar la muerte sino la mortalidad.
Ahora, la pregunta que se hace el propio Foucault, y que es razón de su búsqueda analítica es: ¿cómo es posible que el Biopoder, que sirve para garantizar la vida, ejerza el derecho de matar y la función homicida?
Acá aparece el racismo. Y más precisamente el racismo de Estado. Que es viejo y está curtidísimo, pero que antes funcionaba de otra forma y en otra parte del propio poder.
El racismo no es una ideología ni el simple odio hacia otra raza. No hay nada así en el funcionamiento de la Biopolítica. Se trata de una técnica del propio Biopoder para garantizar su propia continuidad, y la de sus subalternos. El racismo, dentro de la lógica de este poder emergido, es el modo en que se hace una separación entre lo que debe vivir y lo que debe morir. Es un corte para regular. "Si quieres vivir el otro debe morir".
A forma de conclusión digamos que hay en el racismo como práctica de los Estados modernos (y ojo que no es solo la eliminación física, también se manifiesta bajo la exclusión, la expulsión, la marginación política, etc.), hay, decía, una lógica que es biológica. No guerrera ni ideológica. La muerte de la "mala raza" hara mejor la vida de la "buena raza"; esta máxima tiene carácter de justificación del homicidio.
Todo esto no lo inventé yo. Lo dijo Michel Foucault, explicando eso llamado racismo de Estado, y su origen y funcionamiento.
Yo, porque estaba aburrido, lo puse en estas líneas.

martes, 8 de diciembre de 2009

CIENTO OCHENTA Y SEIS

El valle de San Javier es similar al trayecto a El Mollar. Un ir y venir de curvas que van escalando la sierra arbolada, haciendo esforzar al colectivo 118, el único que llega arriba.
La avenida Aconquija cruza todo el pueblo de Yerba Buena, atraviesa suntuosas casas con su grupo de bares y negocios acordes a la capacidad adquisitiva de los que allí viven. Se hace la ruta 338 que empalma con la 340 para terminar el tramo que lleva hacia el Valle de la Sala: un puñado de casas que se sitúan bajando un sendero desde la ruta que sigue hacia Raco y el Siambón. Al costado derecho del inmenso parque Sierra de San Javier infinitos árboles dan sombra cuando los días nacen.
Todo es verde en San Javier. Un lugar esplendido para descansar de cualquier vida que uno lleve, un paraje donde la naturaleza nos manda callar de tanto grito y ruido urbano, y donde no tenemos ni ganas de hacer las cosas a gran velocidad. Ideal para andar en bicicleta, o para caminar respirando el aire bien puro y sin el vicio de la gran ciudad. Es difícil imaginar a un habitante de este lugar que esté contento cuando, en los veranos, turistas ávidos de sacar fotografías le invaden la calma de su mundo.
Yo soy uno de esos turistas, pero tengo un gran respeto por el silencio que es propio de San Javier, por su ritmo de vida, por su razón de ser.
Luego de pasar el día escuchando a los árboles mecerse con el viento del verano tucumano, y a los arroyos gemir arrullos solitarios y enigmáticos, emprendo el retorno a la ciudad. Donde nada es quieto, ni suave, ni pacífico.

domingo, 6 de diciembre de 2009

CIENTO OCHENTA Y CINCO

Los muertos no viven en las ciudades capitales, ni en los distritos aledaños, ni tampoco en las grandes metrópolis, que son luceros en la gran noche que los rodea.
Los muertos viven donde nadie puede verlos. Allá lejos, en los inhóspitos parajes de la civilización. Donde llegan a veces los hombres, para apreciar la vida de los muertos, y contar a su regreso cuán cerca estuvieron de ellos. Como si fueran antropólogos aficionados en el más allá.
En los grandes lugares a los muertos se los invoca. Porque es por ellos por quienes hacen las cosas los vivos, los dirigentes del hombre superviviente. Para terminar con la miseria y la desesperanza de los muertos, para trabajar por ellos y sus necesidades, y sus pequeños niños, también muertos.
A cada esquina hay una intención noble de alguna rata no tan noble. Las ratas viven en las capitales, y en los grandes asentamientos, y en aquellas metrópolis poderosas.
Y son quienes nos condenan a ver a los muertos como otra cosa distinta, como gente viva que quiere seguir viviendo, cuando en verdad debieran entender que no tienen chances de ser como nosotros.
Tal vez, si dejáramos morir a los muertos de la tierra roja y árida, de los desiertos de vegetación seca, de los fríos invernales y los ardientes veranos, tal vez todo estaría mejor por estos lados, donde hay un monstruo que ha llegado a cada barrio, y ha empezado a asesinar señoras y señores, chicos y chicas, educados y educadores. En cada suburbio la bestia se mastica un remisero, un trabajador esforzado y obediente. Dicen, todos, que no puede ser, que hay que poner un freno, antes que sea demasiado tarde, antes que la violencia acabe con nuestras vidas.
Los muertos son peligrosos. Quieren resucitar. Quieren vivir. Quieren una parte de lo que es nuestro.
Traigo un mensaje de los muertos. Dicen que nos quedemos con todo nuestro capital, y nuestras grandes orbes, y nuestras vidas aceitadas y sublimes. Pero dicen que no hagamos nada más en nombre de ellos. Y juran que el monstruo que todo lo mata a su paso, camina lento y paciente por nuestras calles y avenidas, y visita hogares de niños y comedores escolares, y habla a micrófonos radiales y ante cámaras de televisión, distribuyendo buenas intenciones, sonrisas y promesas de justicia y bienestar.

jueves, 3 de diciembre de 2009

CIENTO OCHENTA Y CUATRO

Qué lindo que es Andalgalá al atardecer. Cuando baja el calor y el sol deja de castigarlo todo; ahí cuando, como en todo pueblo del norte, renace la actividad y las ganas de moverse. En ese momento Andalgalá se convierte en una afable reunión ciudadana, pueblerina más bien.
Yo llegué a las 21 y el panorama era fabuloso. Me fui a hospedar al hotel Santa Rita y ya no salí. Pero al otro día pude apreciar la cordialidad y el bienestar general que se siente por aquí en las horas que menciono. La plaza se transforma en el patio del pueblo; todo el mundo sale de sus casas y viene a morar sus cuatro costados y su interior verde. Se sientan en los bancos a márgenes de los senderos, o al frente de la fuente siempre activa, o en las mesas que los cinco bares sacan a la calle y a la plaza misma. Porque esto no lo vi en ningún otro lugar, las mesas son desperdigadas por la plaza, adentrándose hacia el interior de ella. Así es que uno puede disfrutar de un café, un aperitivo, o la propia cena, debajo de los árboles y el frescor de la noche menos ardiente. Cosa que todo el pueblo hace.
Las parejas charlan sentadas en los bancos; las familias comen pizza en mitad de la plaza; el grupo de jubilados se toma su café en la vereda frente al Club Social; los pibes pasean en motos pequeñas y ciclomotores; las chicas cuchichean en grupos de arregladas conquistadoras de corazones.
Hasta la una de la madrugada Andalgalá vive en su plaza 9 de Julio. Inclusive los negocios que siguen abiertos hasta tarde.
La chata de Cruz del Sur me dejó en la estación vieja de ómnibus, casi un galpón. Sin luces, llena de polvo, sin las grandes empresas (esas llegan a la Nueva Terminal), con los pasajeros que no son turistas. Allí el pueblo no daba señales de ser agradable.
Caminando llegué a la avenida Núñez del Prado, donde el paseo de compras es lo que hay. Ya se percibía otra realidad, más seductora.
Todo acotado y modesto pero con su brillo intenso; la gente, los coches, su manzana de centro. Andalgalá es otro pueblo de calles de polvo y días de sol avasallante. Pero tiene una virtud propia en hacer muy acogedoras las horas entre las 19 y el nuevo día. Y lo hace muy bien. Dan ganas de dejarse apalear por la temperatura durante todo la jornada, con tal de participar de la tarde armónica y compartida, con las cumbres a la vista y la curiosa nieve del Cerro del Candado, allá lejos.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

CIENTO OCHENTA Y TRES

¿Dónde está el calor de la primavera? ¿Y los días de alegría sostenida por la avalancha de la naturaleza y sus gestos claros? ¿El verde, los pájaros, el canto, las tardes de sol persistente? ¿Las mañanas de luz madrugadora y movimientos libres? ¿Dónde están los duendes invisibles que pintan sonrisas en los muros del alma? ¿Quién los tiene amarrados a un palo, en el fondo de una casa vil? ¿Dónde está toda esa vida que solía volver, al comenzar octubre, del destierro invernal?
El tiempo ha cambiado en éstas partes del mundo. El tiempo ha pasado en vano, nada se ha aprendido del frío del pasado. No me interesa cuántos son en verdad los exiliados de la vida, según el último noticiero. Porque hay un hombre que fue matado por un niño que morirá en instantes, a manos de la multitud vuelta ira.
La primavera de mi ciudad ya no es inolvidablemente feliz. ¿Qué fue de caminar sin miedo?

CIENTO OCHENTA Y DOS

Humahuaca es una ciudad comunista. Es muy bella, rodeada de montañas, hoy soleada. Tiene todo lo necesario para que cualquier persona viva feliz. O por lo menos cualquiera como yo. Es simple.
Salí de San Salvador de noche y empezó a clarear cincuenta minutos después, por lo que me perdí la belleza de los primeros tramos. Ya antes de la Posta de Hornillos era día claro. A partir de allí me acompañaron cerros y ríos secos, valles y más valles; un espectáculo para el espíritu. Y siempre las aburridas vías del ferrocarril extinto, una trochita angosta que resulta difícil imaginar el trabajo que le costaría aguantar al gusano de hierro.
Antes de llegar a Purmamarca se nos voló la tapa de uno de los ventiluces del techo, por lo que tuvimos que parar en la estación del pueblo purmamarqueño donde la gendarmería nos ayudó a tapar el hueco con cartón y cinta de embalar. El lugar es maravilloso, la naturaleza abruma de tan majestuosa. Es como un chico sentado al pie de un gigante de piedra, vegetación y tierra multicolor. Todavía conserva el típico cartel que indica el nombre de la parada ferroviaria, ese que vemos en cada estación del Roca camino a Zapala. Los dos pilotes de piedra con la barra de cemento cruzada que dice “Purmamarca”, todo en un color amarillo opaco. Tomando uno de los tonos del coloso que vigila a unos quinientos metros distante.
Realmente es difícil no emocionarse ante tanta belleza, es quedarse parado solo observando la creación generosa. A veces me da por pensar que estos parajes son el tributo de los Dioses a los hombres, una ofrenda única que Ellos hicieron al principiar los tiempos, y con el cual nos dijeron: “Por esto, ustedes nos adorarán”.
Seguimos camino por la ruta nueve, entre curvas pronunciadas y avisos de peligro de derrumbe. Siempre disfrutando del río secado que corre a nuestro lado derecho. Así pasamos la Quebrada del Inca Huasi.
El lugar donde paramos para el descenso de gran cantidad de los pasajeros es Tilcara. Allí baja casi la totalidad del pasaje. No hablaré ahora de este lugar, porque pienso volver a caminar sus calles de piedra.
Seguimos hacia el lugar, si se quiere, más popular de la provincia de Jujuy. El patrimonio de la humanidad (no sé para qué sirve eso, porque la degradación no para, incluso de estos lugares con tantos dueños) que es la Quebrada de Humahuaca nos espera.
Haciendo un paréntesis de mi relato tengo que mencionar un dato curioso, o por lo menos para mí lo es. Pasando Tílcara hay un cartel verde, de esos que indican las fronteras entre ciudades y pueblos, que dice “Trópico de Capricornio”. Así, simple, inocentemente, científicamente. Porque es curioso que nos adviertan que estamos en el lugar de algo que no se puede ver. La ciencia al servicio del turismo.

¿Qué significa que Humahuaca es una ciudad comunista? Para mí es una ciudad chica, no un pueblo. Vive del turismo y de sí misma, los vecinos se venden unos a otros sus productos y nos venden a los que vamos de visita. Así viven y crecen. Porque este lugar no es, intuyo, lo que era hace tiempo atrás.
Nadie se salva en Humahuaca. Todos viven, todos trabajan para ganar su sustento y no tanto más. Casi no puede haber diferencias sociales. El que vende diarios es su parada no gana mucho más que el que ofrece sus artesanías (hay diferencias pero no instituyen clases antagónicas), ni mucho más que el dueño del hotel, o el que maneja el taxi. Todos están para vivir de lo que hacen sin alcanzar la fortuna que “salve”. La clave puede estar en que el habitante de Humahuaca no piensa en algo así como salvarse, más bien quiere eternizar su lugar, su gente, su cultura y forma de vida.
Un párrafo aparte para el médico, los maestros y el comisario de la jefatura local. Gente que estudió con sacrificio, en lugares distantes, con oportunidades superiores y perspectivas mejores. Y vino acá, donde la vida es universal, quieta, reiterada, como las montañas y los vientos y el sol del verano. El médico eligió servir al prójimo y con ello ganar su vida, no “progresar en la vida” sirviendo al prójimo. La diferencia es explicada por el espíritu humano más elemental, solo presente en algunos.
Al recorrer el norte y sus lugares, sobre todo los pueblos pequeños que existen a más de dos mil metros sobre el nivel del mar, la sensación que me agarra es la de la batalla por la independencia. Es un aire de lucha, de coraje y persistencia, lo que me domina el espíritu. Contienda moral, cultural, hasta si se quiere racial, en el sentido de “Nosotros estamos acá, existimos hoy y ayer, y queremos seguir en nuestra tierra mañana también”. El Inca vive en Humahuaca, y no hay necesidad de maniatarlo a un monumento, a una plaza, al nombre de una calle. Cuando veo esas mujeres grandes, de piel marrón y arrugas de siglos, que caminan con esfuerzo pero sin dolor, ni queja, ni súplica, que vienen cargadas de bultos desde San Salvador con lo que necesitan para trabajar y vivir; cuando las veo bajar del colectivo local y suspirar porque al fin están en casa. Cuando veo con los ojos bien abiertos creo que en algún lugar debieran pagar sus atropellos los omnipotentes, los avaros, los bichos horripilantes que moran en las grandes metrópolis.