viernes, 16 de enero de 2009

CIENTO VENTIUNO

Los viajes en ómnibus de larga distancia son ideales para los amoríos de quinientos kilómetros. No es una máxima del hombre cualquiera, pero es cierto que tiene la carencia de la explicación lógica, racional. Yo lo digo porque es mi experiencia. Nunca fui un conquistador indomable, un Casanova irresistible, pero tengo varias víctimas en mi haber gracias a haber viajado lejos y lentamente. Lindas, feas, flacas, gordas, de todos los colores.
Debe ser la libertad y la impunidad de lo fugaz, porque la ruta es discreta, las vaquitas no hablan de más, y los otros pasajeros están ocupados durmiendo, o escuchando música, o leyendo. Y de noche esa doble fila de asientos reclinables se transforma en un lupanar de un cliente y una profesional.
Las mujeres estallan en displicencia sentaditas a nuestro lado en un viaje de largo suspiro, más si están acorraladas contra el vidrio ancho y escénico, esa cámara gesell al servicio de la banquina. Son prestas a aceptar las caricias, olvidadizas de sus relaciones serias, o no tanto, de la gran ciudad. Juegan en el recreo sin negarse con excusas. La carne es débil, incluso la suave, deliciosa, y depilada por natura.
De todas las formas me han dejado hacer bajo el aire gélido de un bus. Fui paciente, fui feroz, fui torpe, fui frenético, todo me lo han perdonado, todas me han besado con ganas y liviandad. Un rato abrazados a la vista del mar amarillo no se le niega a nadie, unos mimos con vencimiento a corto plazo son bien cedidos. La lengua decide sin la conciencia. El imperio de la abstinencia cae en ruinas.
Las relaciones debieran ser como en los viajes de larga distancia. Un gueto para dos, donde pensar el instante sin preocuparse por el destino, que siempre es determinantemente rígido.
La flaca se acomodó del lado del pasillo, se descalzó, puso sus zapatillas debajo del asiento, y se estiró eterna, sin final de cuerpo. Yo ya me quedé prendado de sus maravillosos pies, los observé con todo mi lívido durante largo trayecto, soñé con besarlos. Lo hice allá por el kilómetro 709 (juro que vi el enano cartel que lo advertía). Pero antes jamás dijimos nada. Ella miraba la ventanilla y yo a ella y sus pies. Ella suspiraba. Yo puse mi mano sobre la suya, sin decir nada, sin pedir permiso, y así el roce duró hasta el beso intrépido. Solo se acomodó mejor entre mis brazos, y se dejó besar el cuello, y la pera suave, y el inicio del busto, y finalmente los pies. De nada se extrañó, ni de mi desfachatez, ni de mi fetichismo inusual, ni de las acciones sin palabra alguna.
Lo único que dije fue “Todo lo que quisiera hacer de acá hasta mi destino, es acariciarte y besarte, centímetro a centímetro, sin perder un minuto. No hace falta, siquiera, que me des permiso. Tu belleza es toda la voluntad que requiere mi decisión.”. No miento ni un poco, eso dije. Ella apoyó su cabeza en mi pecho y me dio, se dio, el gusto.
Al llegar al final del paraíso, sus padres la saludaron, tomaron el equipaje, y se la llevaron para siempre de mi vida. Así debía ser.
La ruta tiene el amparo de Bael, y la mirada hacia otro lado de los ángeles mas buchones.

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