Alguna vez pensé que escribía bien. Y fue en ese momento que guardé todo mis textos, mis cuentos, mis poemas, mis notas. Los junté en un cajón, prolijos, orgullosos, exultantes. De tanto en tanto los miraba y los felicitaba en silencio.
Hace un tiempo que entendí que no escribo bien. Ni regular siquiera. Malo es la definición de lo que hago. Entonces agarré casi todo el material guardado y lo convertí, con una feroz mirada, en papel para envolver huevos, o para anotar teléfonos, o para tapar el pis de algún gato. Después lo tiré a la basura.
Ahora escribo pero no guardo. Nunca podré dejar de darle a la lapicera. Pero dudo que alguien se entere del pésimo resultado. Tampoco estoy seguro de querer anoticiar a los demás de mis impresiones en el papel. Porque no soportaría que los que me quieren demasiado me dijeran que escribo cosas con mérito, por el solo hecho de apreciarme.
Ya estuvo bien con participar en dos o tres concursos literarios de esos que nunca se sabe quién los gana. Pero sí se sabe que si ponemos cien pesos entramos en la antología de escritores noveles. Una página nuestra para la posteridad por un Roca. Una bagatela para quien los tenga y esté desesperado por ver su nombre en un libro. Yo no. Prefiero gastarme esa plata en medias y calzoncillos, que siempre hacen falta.
lunes, 12 de enero de 2009
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