jueves, 3 de septiembre de 2009

CIENTO SESENTA Y SEIS


Un millón de seres pasan por aquí,
día tras día,
como una avalancha de tristeza que nada puede detener.
En las mañanas, allá por las seis, el silencio es cómplice
de la ruina del deseo de cada quien.
Unos motores acallan cualquier intento de queja,
de recapacitación;
una factura caliente acompaña un café amargo
y no deja hablar al que lo traga por rutina.
Solo ven la nuca del que espera delante,
no escuchan a su alma que les grita un insulto,
como un despertador;
sacan su boleto diario y la corren de un empujón hacia el fondo.
Donde la realidad les dijo que había lugar,
el único para ellos y sus miserias.

CIENTO SESENTA Y CINCO

La oscuridad es el mejor lugar para acampar durante la época peor de nuestro ánimo. Ese momento en que todo parece irse al otro mundo, pero sin nosotros, que quedamos solos y abandonados en éste.
La vela arde. La vela es todo lo que tengo de luz en este sábado de agosto. Es el faro en esa oscuridad que tan a menudo viene a ocuparse de mi entorno.
La llama duda pero sigue bailando. Ora con fuerza y decisión, ora con timidez y temblor. Y yo soy más o menos igual. No logro vivir bien ni morir del todo, es una frontera en la que ando días y meses, y la vida entera me temo.
La mesa del bar está limpia de porquerías. Un morado color sostiene mi sombra reflejada en su fórmica, y dos o tres servilletas miran mi cara sin acotar nada a la escena. La vela que está en medio continúa consumiéndose. Igual que yo, que todo en este tiempo furioso.
No tardará la balanza en inclinarse para alguno de los dos lados del ánimo. Ya veremos qué pesa más sobre mi alma en este atardecer; si la mirada voluntariosa del vaso medio lleno, o la depresión inclemente que dice que se está vaciando.
Al menos el mozo ya me alcanzó al daiquiri que todo lo puede. Una prolija copa de ron, en una prolija mesa, en una prolija tarde. Para un sujeto poco amante de las simetrías.
El protagonista que inventó Dostoyevski se suicidó. Según él, así demostraba su verdadera libertad, no atada a los comportamientos de la masa popular sumisa y maniatada por la cultura.
No está mal como una idea. Pero tiene una falla fundamental: la lucha le cuesta la vida, y así no sirve el triunfo. No se le puede mirar la cara al rival e insultarle, nuestro corte de manga desde el más alla se pierde antes de llegar a su blanco.
Mejor es ganar la pelea sin entregar el cuello. Los mártires no sirven. Hay que destruir al enemigo y que vea nuestra mirada y nuestro odio al hacerlo.
Yo haría que el mismo protagonista del ruso, en una vida mísera y pobre, le regale su último kopecs al Zar. Y feliz y vencedor se vaya a Siberia, deportado por el rencor y la ira del derrotado mandamás.
El ron se acabó. La vela, igual que yo, se achica en su tarea de iluminar lo mejor de la vida. La tarde ya creció y se hizo noche.
Finalmente la soledad puso todo su musculatura en la balanza. Fue mucho para las ganas mías de no tirar la toalla.