domingo, 12 de abril de 2009

CIENTO CUARENTA Y OCHO

Durante la guerra Franco-Prusiana hubo un acto de arrojo que llamó la atención más por su originalidad que por su valerosa eficacia. Después de todo no es una extravagancia encontrar muestras de coraje en las contiendas armadas de las naciones europeas durante el siglo XIX. Aquellas épocas escasas en tecnología de destrucción a gran escala, abundaban en verdadera pasión por el filo de las bayonetas y el choque cuerpo a cuerpo.
En la batalla de Sedán una mujer campesina se presentó en el campo de lucha, y ante la estupefacción del General De Wimpffen dijo ser Juana de Arco, la doncella, consumida por las llamas de la iglesia inglesa más de un siglo atrás, por herejía y prácticas brujas, como todos sabemos.
Vestida de prolija faena y una bandera religiosa arremetió contra la escuadra de prusianos sedientos de victoria del Mariscal Helmuth Von Moltke.
Tronando en improperios y advertencias divinas sobre celestiales represalias por permanecer dando batalla en el terreno, se midió cara a cara con los enemigos de Francia.
Una pieza de artillería la alcanzó entre ceja y ceja. Lo último que escuchó la supuesta redentora fueron unos recios y burlones fonemas germanos: “¡Auberhalb da Ausgedient irrwitzig!” (*).
Cayó la resistencia francesa en Sedán, y ante la aplastante derrota gala sucumbió también el imperio de Napoleón III, dando paso a la República.





* ¡Fuera de aquí vieja loca!

CIENTO CUARENTA Y SIETE

En la localidad bonaerense de Henderson existió hacia fines de los años ochenta una secta religiosa cuya premisa fundacional era la prédica anticristiana. Logia masónica de la cual se desconoce su fecha de iniciación, hecho desapercibido por la mayor parte de los habitantes, gentes normales, católicos, burgueses ligados a la producción agraria (cosa ya no contradictoria para los años del presente relato).
Lo poco que se ha podido rescatar de los documentos sectarios rescatados por los historiadores locales, no representa ninguna revelación sensacional de los fines, las actividades, y las manifestaciones reales y cotidianas de los designios que recaían sobre el grupo. La descripción que aquí se hace pertenece a la leyenda pueblerina, la cual, dicen sus propaladores, surge de los datos aportados secretamente por algunos integrantes alejados de la secta. Mucho antes de su disolución y desaparición consecuente.
Casi como cualquier intento de anticatolicismo explícito develado por la historia, las situaciones y las prácticas de este grupo oculto deambulaban por los lugares más comunes: adoración al Príncipe de las Tinieblas, conferencias siniestras con endemoniados discursos apocalípticos, quema de representaciones santas, pruebas de máxima fidelidad y comunión entre los integrantes de la secta maléfica. Lo habitual desde que Dios creo el mundo y Cristo fue crucificado.
Lo que viene a sorprender a los aficionados a la investigación son las aparentes causas de la decadencia de la secta diabólica de Henderson.
Según cuenta la historiografía clandestina del pueblo mediterráneo, el decaimiento provino de una perdida gradual de la esperanza en el poder del mal. Un creciente descreimiento en que las cosas pudieran salir todo lo mal que la institución prometía. Una falta de fe en quienes se supone no tenían tal virtud. Desesperanza anclada a la esperada y fallida aparición del supuesto mesías de Belcebú, el esperado anticristo.
El hombre se presentó y dijo ser lisa y llanamente el enviado de Luzbel, o Satanás, o Lucifer, o como fuera lo llamaran a su adorado. “Soy Damián y vengo en nombre del que manda en las profundidades, donde nada brilla y todo augura la perdición”.
Automáticamente fue reverenciado por la secta. Enaltecido, admirado, escuchado. Seguido adonde los dirigiera.
No hizo falta moverse mucho, ya que el testaferro del mal jamás salió de los lujosos aposentos que le fueron obsequiados para yacer durante su mesiánica estadía terrenal. Allí hablaba a sus seguidores por quienes se hacía atender con sumo servilismo; solicitando manjares en abundancia, bellas mujeres con las cuales satisfacer sus ímpetus venéreos, masajes revitalizadores, y perdido ya todo gesto de disimulo, todos los diarios y revistas, un televisor con video cable, dvd y home cinema, y --por fin--, el aire acondicionado. Los más creyentes de la secta se empecinaron en ver en la expresión más repetida de su amo la confirmación de su filiación. No cesaba de vociferar: “¡Esto es un infierno, esto es un infierno!”.
El tiempo pasó y las promesas de cataclismos y abismos abiertos sobre la tierra jamás se cumplieron. La prosperidad de la existencia humana en Henderson terminó por hartar a los más ortodoxos de los integrantes. Muchos se fueron, otros se mudaron a diversos pueblos para fundar nuevas sectas, los que se quedaron junto al falso mensajero cayeron en los mismos vicios e iniquidades.
La dilación del Apocalipsis reveló la proximidad de la finalización definitiva del grupo. Uno de los últimos planteos recibidos por el profeta diabólico le reclamaba la manifestación clara y urgente de la irresponsabilidad hija del maligno, de lo banal, del desinterés, de la desidia propia del perverso. La respuesta del libertino fue, tal vez, la más contundente explicación de sus actos: “¿Y qué se creían que iba a hacer yo?, ¿acaso no represento de manera precisa y reconocible todo lo malo del ser?”.
Le dieron la razón y disolvieron la secta.

CIENTO CUARENTA Y SEIS

“El mar no habla con largas oraciones sino con versos breves” dice Jack Duluoz, al retratarlo como un ermitaño hundido en la soledad de un bosque salvaje. Lo dice Kerouac, atormentado por la vida de un Beat.
“El alimento del poeta es todas las cosas” advierte Borges desde su lírica preñada de espejos y laberintos.
Paul Auster exclama: “Quiero hablar de felicidad y bienestar, de esos raros momentos en que enmudece la voz interior y uno se siente en paz con el mundo. Quiero hablar del tiempo que hace a primeros de junio (…) de los placeres de la comida y el vino (…) Quiero recordar los cerúleos atardeceres, los lánguidos y rosáceos amaneceres, los osos gruñendo de noche en el bosque. Quiero traerlo todo a la memoria”. El autor de Brooklyn Follies quiere ser el hombre que escribió Hojas de hierba. Todos queremos ser el primer gran poeta norteamericano.
El 31 de mayo de 1819 nace en Long Island, estado de Nueva York, el mayor conquistador de la historia universal. Para sus contemporáneos Walt Whitman fue un polifuncional que logró desempeñarse como impresor, periodista, maestro, librero, y agente de bienes raíces; también un poeta de cierto mérito (su éxito editorial le compró la granja en la cual, pluma en mano, atrapó sus últimas posesiones). Para muchos de los que le siguieron se convirtió en el padre de todos los poetas nacidos en Norteamérica. No menos escritores extranjeros le atribuyen a su obra el carácter de reveladora de la propia convicción poética, e inspiradora de su despertar creativo.
“Estoy enamorado de lo que crece a la intemperie (…) Aquello que es lo más común, lo más barato, lo más cercano, lo más fácil, soy yo”. Definiciones como ésta rechazan toda necesidad de explicar su sentir y su esperanza como poeta; cuentan que solo va a fotografiar literariamente lo que vive, lo que ya no vive también, lo que es, incluso desde esa concepción de entidad que promulgó la filosofía antigua.
“Un mundo tiene conciencia y es, con mucho, el más grande para mí, y soy yo mismo, y si vengo hoy a mi propiedad o en diez millones de años, puedo jovialmente tomarlo ahora, o con igual jovialidad puedo esperar (…) Yo soy el poeta del cuerpo y yo soy el poeta del alma. Los placeres del cielo están conmigo y los pesares del infierno están conmigo”. No se equivoca Marcela Testadiferro, cuando en el prólogo de la edición de Canto de mí mismo que ella tradujo, define al poeta yanqui como la poesía omnívora. La forma de manifestar su entorno le valió acusaciones de una indecencia presente en sus poemas. Resulta una inverosimilitud ver a ese Walt Whitman indecente colaborando en los hospitales sangrantes que le nacieron a su patria durante la guerra de Secesión. Ésta sí impregnada de la pujante indecencia del poder político y económico de su época. Walt contesta: “¿Qué habladuría es ésta sobre la virtud y el vicio? (…) Mi porte no es el de quejumbrosos y censores; yo humedezco las raíces de todo lo que ha nacido.”
Para algunos la poesía es un descubrimiento permanente de lo bello y lo feúco, lo piadoso y lo vil, de cada cosa que nos observa y que observamos. Traducción que los sentidos hacen del todo. Whitman encaró esa tarea con simpleza y fruición, casi como hace su faena el campesino iletrado. La suya fue como la experiencia de un viajero mercader, pero sin el gran trayecto de Polo, y sin la ambición liberal y burguesa de su siglo. Un explorador del cosmos y del detalle más oculto, de lo que se pierde al mirar el cielo y de lo que se encuentra dentro del hormiguero junto al aljibe. Lo que vio estuvo en Whitman, él mismo frente al espejo natural de un arroyo. Todo lo conquistó, lo atrapó, lo sintió.
Él dijo:“Cualquier cosa que es dicha o hecha vuelve finalmente a mí (…) Ahora no haré nada sino estar atento”. Nosotros decimos Gracias por Todo.

CIENTO CUARENTA Y CINCO

La policía ya se había puesto insidiosa en extremo. Yo creo que esto no tenía tanto que ver con el mero cumplimiento del deber profesional, como con un interés personal de quien dirigía las investigaciones. El nombre nunca lo supe pero el hombre era muy popular en el bar Rucaché, en la calle 54 entre la 8 y la 9. A fuerza de entrar una y otra vez por aquella puerta, para husmear, para interrogar, para tratar de agarrar a las manos en la masa, había implantado la sensación de que llegaría el día en que entraría solo para consumir su lágrima habitual. Y esto ya acabado el caso.
El inspector, supongo yo que ese sería el cargo, siempre lo es en las películas de intrigas policiales, era un hombre mayor. No se imaginen un anciano, sino un tipo de unos cincuenta años. Físicamente bien armado, pelo entre canoso y morocho, de manos grandes y siempre con camisa de mangas cortas, aunque no estuviera tan caluroso el clima. Como todo recio se notaba que el frío no era cosa que hiciera impacto en él.
Cuando entraba al lugar intimidaba a todo el mundo, y en particular a José, el dueño, que atendía la barra mientras controlaba el salón. Arcadio decía que tenía tres ojos: uno para la mesa, otro para el croupier, y otro para el tramposo de las fichas salmón. Arcadio era el de las fichas salmón. Todos sabían que no empezaba a jugar hasta no hacerlo con las salmón, en cualquier casino, en cualquier garito.
Los clientes nuevos del bar siempre preguntaban, en cada charla que se tornaba risueña, desde cuándo era parte de la rutina del mismo que Arcadio llegara todas las mañanas, y la mitad de todas las tardes. José miraba al mozo más antiguo buscando complicidad y contestaba que él había heredado el negocio, y que cuando así fue Arcadio ya venía todos los días. A Salvador, tal el nombre del mozo, le gustaba bromar diciendo que José había adquirido el bar como parte de pago por una deuda, y que como la acreencia era tan grande el deudor le había agregado al pago a Arcadio. Tan del lugar como las sillas y las mesas. En estos casos Arcadio miraba a Salvador y contaba su propia versión de las cosas. “Llevábamos siete horas dando barajas, habíamos pasado del póker al veintiuno, y de ese al punto y banca. Después seguimos por jugar mus, tute, y escoba de quince. Por plata se jugaba a cualquier cosa. Pero lo que me arruinó, esa noche porque después me recuperé, lo que me desbandó fue el truco. Truco sin ley, nada de ganar puntos gratis. El tipo era un mentiroso del carajo, pero qué bien simulaba tener todo, y qué poca cara de no tener nada. Me ganó siete treintas seguidos sin levantarse para ir a mear, demás está decir que dejé toda la guita, además de dos relojes de oro y una cartilla de los sueños de la quiniela. ¡El hijo de puta me aceptó jugar por la cartilla de los sueños! Se sabía ganador y te jugaba por lo que tuvieras encima, si te quedaba la mierda que ibas a cagar antes de acostarte, te apostaba la mierda, aunque más no fuera que para regalársela por abono a un vivero de la zona.
“Esa noche yo estaba sentado donde está usted ahora y él donde estoy yo. Pero no se preocupe amigo que yo no soy tan hábil como aquel buscavidas del juego, y además usted lleva poco para apostar. La cuestión, mi amigo, es que este bar era mío hasta que aquel fulano entró por esa puerta. Me lo ganó al rabón sin ley. Esa fue la segunda firma que más me dolió, la primera la puse obligado por otra clase de embuste.
“Después no sé si me interesa cómo llegó a manos del gallego que usted reconoce como el dueño.”
Era inevitable que todos estallaran en carcajadas. Sin embargo José se quedaba sonriendo, mirando al perdedor, él sabía que ciertos aspectos de aquel hombre podían hacer creíble la historia. José sabía que no era cierta pero jamás la iba a desmentir, era como que no era verídica solo porque no había pasado, no porque no pudiera haber sucedido. Que el viejo de ropa elegante y negocios turbios pudiera haber perdido de aquella forma era algo que encajaba perfectamente con sus manías y sus posturas, con su porte de tahúr.
A José lo ponía muy incómodo que el inspector visitara el lugar diariamente, y a decir verdad por razones muy atendibles. Desde que Arcadio le había pedido que guardara en el mostrador una pequeña suma de dinero, las cosas habían ido evolucionando para el lado de lo extraño, de la duda, de la incertidumbre.
Si un cliente de un bar tan habitué como lo era Arcadio pide dejar algo en la barra, no es para asombrar a nadie, pero con el tiempo, lo que eran algunos billetes menores se habían convertido en una gran cantidad de dinero en efectivo. Y esto lleva indefectiblemente a toda clase de sospechas. Nadie deja grandes sumas en lugares que no tengan ciertas condiciones de seguridad, digamos en bancos e instituciones con prestaciones similares. Mucho menos si el colchón no es el propio.
José era gallego de Orense y como tal hombre de palabra, de confianza extrema. Antes de tocar una moneda que no fuera suya ponía las manos en la freidora. Arcadio sabía esto desde siempre, todos conocían a José desde siempre. Su honestidad era cosa juzgada. Por esto mucho no sorprendió que las sumas dejadas por el viejo en el negocio aumentaran día a día, al punto de significar casi la misma colocación que un depósito en cualquier casa bancaria. Todo se traducía en un favor que un hombre de fiar, José, le hacía a otro hombre de fiar, Arcadio. Nadie que dejara plata a montones a un simple conocido, sin ningún papel ni seguro alguno, podía no ser confiable.
Así era que Arcadio consumía y pagaba sin sacar del bolsillo; invitaba y ordenaba a José sacarlo de sus “ahorros”. Y jugaba, siempre jugaba. A la quiniela, al Prode, pequeñas y rápidas partidas de dominó por plata. Quien entraba al bar con ganas de jugar por algo, solo tenía que retar al viejo e ir juntando las mesas y pidiendo los vermús. Obsesionado como pocos adeptos al azar Arcadio, en ocasiones, daba muestras de una verdadera unión entre providencia y metafísica. Como ese martes que entró a paso veloz hacia la barra y le pidió a José que le diera cien de lo de él. Para jugarle al 18 en todas las del día. Mateo que hojeaba el diario escuchó la intención del viejo y se sumó al pálpito y a las ganas de ponerle a la sangre en las que hubiera. Arcadio estalló: “¡No me lo quemes Mateo! ¡Te lo pido por Dios! ¿Cuánto le vas a poner? Yo te pago lo que vayas a sacar si acertás, pero no me lo quemes que yo le voy a meter con tutti”.
Era hombre de confiar el viejo, por eso Mateo acató riendo a boca abierta. Al otro día cuando leyó el diario dijo a los presentes que Arcadio le había hecho perder quinientos pesos, pero al rato entró el viejo y le puso sobre la mesa billete por billete la ganancia, como si Mateo hubiera hecho la apuesta efectivamente. Arcadio tenía esas actitudes, que al principio habían descolocado a todos, pero después ya eran cosas de Arcadio, como el nombre, el reloj de oro, o la bata azul con la que venía al bar, recién se levantara o no.
Se puede decir que la tozudez del inspector finalmente tuvo su premio. Atrapó a su sospechoso y llevó ante los encargados de darle castigo. Quién diría que con sus visitas sistemáticas y pacientes podía llegar a desenmascarar la trama de aquel jugador carismático y extrovertido. Ya no tiene mucho interés, nunca fue mi intención en realidad, ocultar que hablamos de Arcadio cuando nombramos al malhechor descubierto.
Lo que más sorprendió a todos fueron los asuntos que pusieron al viejo tras las rejas. Cualquiera de nosotros hubiese encontrado normal, y hasta lógico, que fuera cosa de apuestas, de trampas, de estafadores y estafados. Arcadio respondía bien a un buen identikit de timador de bancos y señoras adineradas, de falsificador de firmas. Tenía la palabra adiestrada para ello, sabía de las pasiones y arrebatos que el juego teje sobre sus adeptos. Bien podía ser el as de una red de embaucadores de aficionados del paño verde: ruleta, cartas, dados…
Nada de eso. Fue cuestión de estupefacientes, sí, de drogas. El viejo era el número uno, pero no de las artimañas del escolazo sino de la distribución de cocaína en todo el cono sur del Gran Buenos Aires.
Como siempre era su costumbre, aquel domingo se levantó de la siesta y sin cambiarse ni mirarse en el espejo bajó de su departamento al bar. En su ropa de noche entró saludando a todos y se sentó en la barra mientras miraba la televisión prendida y agarraba el diario. No pasaron ni cinco minutos cuando explotó en un grito: “¡Este es un ganador carajo!”. Golpeaba la página del periódico y nos miraba gritando “¡Este gana te digo. Por el caballo, por el stud, y por el jockey!” Siguió. “Mirá. Lo pusieron en la última para que haga resucitar a los muertos”. Preguntó la hora y dijo que no le quedaba otra que ir a la Capital, se convenció de que era plata segura, un trámite. Se paró cerrándose la bata y le pidió al gallego mil de los grandes. Salió.
El turco que había salido tras él a prender un faso, entró y dijo riendo a boca de jarro “¡Se fue a Palermo el colifa! Paró un taxi y se fue a Palermo. ¡Como estaba se fue el pirado, en bata!”.
Lo detuvieron en el hipódromo de Palermo a las veintiuna horas, durante la última carrera de la jornada. Llevaba su bata azul, pantuflas y fumaba un puro que acompañaba con un fernet. No quiso que contaran nada a sus conocidos del bar platense, nos enteramos días después cuando la justicia nos llamó a todos a comparecer.
No sé si se puede decir que es un tipo de querer alguien que trafica con la salud del prójimo, pero para nosotros, Arcadio, fue un tipo querido. Por sus cosas. Así lo recuerdan todos en el bar, incluso el inspector, que sigue entrando cada día para tomar su lágrima de costumbre.

viernes, 10 de abril de 2009

CIENTO CUARENTA Y CUATRO

El 24 de marzo es un día formidable. Este 24 de marzo así lo es. Mañana cálida de cielo celeste, árboles que aún no sienten la huida del verano, calles poco habitadas, bares y cafés semivacíos. El sol pinta la pared de amarillo y hay que entrecerrar los ojos para poder mirar la límpida amanecida.
Es bueno que no sea un día gris. Aunque lo que se recuerda, la razón de ser del feriado es una era grisácea, plomo sobre las mentes y los cuerpos, y la patria pujante y pensante. Activa.
No es tanto la gente que murió lo que hoy se recuerda, y sin caer en la indiferencia ante las víctimas del terror de los Generales, lo que no es posible ni aconsejable olvidar es el Plan Maestro de los gusanos salidos a la superficie. Ese trabajito meticuloso, prolijo, implacable, y omnipresente en todos los ámbitos de la vida del país. Y siempre con la buena mirada y ayuda del Aguila voraz.
Ojalá todo el legado de aquellos años fueran los treinta mil muertos. Y no el aparato industrial y productivo deshecho; la moral y el ánimo del pueblo derruídos; la deuda externa ensanchada sin límite; el desinterés y la despolitización instauradas para siempre en la sociedad civil; el egoísmo y el primero yo del espíritu neoliberal haciendo carne en cada persona. El Mercado como Dios todopoderoso al cual ofrendarle vidas, infancias perdidas, generaciones empobrecidas, Estados devastados, futuros hipotecados.
Vale la pena el esfuerzo de ver en este día magnífico, toda la horrenda y oscura estampa de aquél otro del 76.
No olvidar. Por lo menos. Porque perdonar y sobreseer es algo que este pueblo idiota ya hizo.