viernes, 9 de enero de 2009

CUARENTA Y SEIS

Terribles días de trabajo en la amansadora de ultratumba que es mi laburo. El subsuelo de la vida resiste los ojos del exterior y se acurruca contra los seis moradores de sus pasillos estrechos. Ellos, nosotros, vamos rebotando contra cajas de merca china, contra metal, contra nosotros mismos, y contra las escaleras de madera y el cajón guardián de cada nicho.
Se supone, se intuye, que este mes va a haber premio. Es decir que nos van a pagar un sobresueldo, un extra que agarramos cuando el trabajo es intenso. Y la cosa viene de masacre física y mental, bajan y bajan pedidos, miles de papeles de colores con membrete e inscriptos en DGI nos llenan las carpetas, esas que usamos para ir controlando la selección de la mercadería requerida.
El encargado está que vuela entre las horas de cada día. Es un tipo así, es bonachón pero arde de nervios cuando el trabajo lo desborda. Algunos la tomamos con más serenidad, él no puede ni soñar con no caminar a medio metro del piso.
Hay que hacer que salgan los pedidos sin dejar que se atrasen los envíos al sector que los envuelve (lo que hacía yo antes de bajar a esta tumba). Un día se tolera, más de eso viene la llamada de atención del Señor omnipotente y omnipresente: uno de los dueños. A mí a la larga me chupa el huevo izquierdo, yo no puedo hacer más de lo que hago. Ni yo ni ninguno de mis camaradas de faena. Existe todo un conjunto de situaciones que impiden que se trabaje con la comodidad necesaria; existe una serie de trabas de orden físico espacial que niegan el desempeño más óptimo; y esto sin contar con la ausencia del mejor equipamiento instrumental que sería apropiado poseer.
Voy a pasar en claro. Cuando llega la época de mucho trabajo, todo en esta empresa queda chico, corto, escaso, incómodo. Querer hacer nuestra tarea en el espacio que tenemos es como querer meter dos litros en una botella de seiscientos. Uno pone todo de sí pero no lo va a lograr, y lo mismo sucede en la empresa: ponemos todo y logramos todo menos unas cuantas cosas.
El día empieza con la promesa de dar batalla a mi tarea. Termina con otra gran contienda que se perdió por puntos.
Por suerte tengo la bendita capacidad de hacer desaparecer del universo, por catorce horas, a mi trabajo y su cara de pocos amigos. Es milagroso que a cada retorno tenga que perder cinco minutos en mirar fijamente las cosas, para recordar cómo venía toda la trama de acción.

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