Yo pido con veinte. Esto le dijo el jugador al croupier y al resto de los participantes de la ronda de veintiuno. A los otros jugadores más que nada.
El casino flotante del puerto es un lugar no muy acorde al Jugador de la amenaza. Demasiados brillos, mucha paquetería, todo muy lujoso y exclusivo. Nuestro Jugador es un hombre de beber cerveza como si fuese agua. Y eso repercute en sus modales, y en sus historias.
Llegó al puerto conduciendo su camioneta sucia y descuidada, estacionó al azar donde primero vio un lugar, sin importar cuán lejos o cerca le quedaba la entrada. Entró con su vestimenta deportiva que lo identifica con el cuadro de sus amores, miró de reojo al personal de seguridad, desafiante, con ganas de insultarlos. Fue hasta la barra y pidió un porrón de la cerveza que tuvieran. Se la llevó consigo de paseo por las mesas de juego. Anduvo mirando todo su entorno, con la plata en la mano, un fajo de diez billetes de cien. Los cambió y encaró para la mesa de ruleta más cercana, sin fijarse si estaba muy concurrida o no, a él eso no le importaba. Se apoyó contra el borde para pedir color al pagador, semblanteó a los otros ocupantes de la mesa. En cuanto vio al primer mozo le pidió otra cerveza. Se la trajo y le dio una ficha de propina, además de pagarle la cuenta. Apostó.
La bola dio sus típicos saltos entre los diamantes del círculo y cayó en el 14. Número que no había jugado. No dijo nada. El pagador abrió la vuelta, volvió a apostar a los mismos números de la bola anterior. Esta vez la resolución fue más rápida, en el hueco del 23 cupo la pelotita bendita. Otro colorado al que no había apostado. Sin decir nada se quedó mirando el peón plateado que avisaba la suerte del casillero 23. Contó la pila de fichas verdes que le quedaban. Pensó en subir la apuesta, y cuando agarró un mozo del brazo lo hizo, le pidió un whisky con hielo, de los más caros, de los que valen la pena. Eso era subir la apuesta en sus términos de tahúr y tomador.
Ahí escuchó el anuncio de no va más, se lamentó por no haber jugado. Cuando terminó con sus bailes frenéticos e indecisos y se quedó en un número, el pagador dijo Colorado el 5. “Andá a la concha de tu madre, puto”. Así, seco y tajante, bien alto, como para que lo escucharan los de seguridad de la entrada, los que le habían visto la cara de pocos amigos al entrar. Fue de solidario, porque no había perdido nada en esa bola, pero tres colorados seguidos le dieron bronca, y cuando siente bronca la tiene que manifestar, siempre.
El jefe de mesa le llamó la atención. No le contestó porque estaba terminando su whisky, pero pensó que era el maricón chupa pitos de los dueños del casino, y ese le cae mal, casi por obligación de jugador perdedor. Cuando apoyó el ancho y enano vaso sobre la mesa lo miró con cara de culo. Pero no dijo nada. Mandó a un mozo por otro whisky.
El pagador agarró la bola como para lanzarla al destino. Miró la mesa poblada de esperanzas, no lo hizo adrede pero le echó un ojo a nuestro Jugador, casi porque su vista pasaba por allí. “¿Qué vas a tirar ahora, otro colorado? ¿no podés ser tan botón?”. Lo pensó y lo dijo. El hombre al pie del cilindro sonrió y miró a su superior en la mesa. Éste le devolvió una expresión que decía tirá y no le hagas caso. Presionó su dedo mayor dándole el empuje necesario, lo hizo con la prestancia y el desprecio de quien lleva años haciéndolo.
El 32 hizo estragos. Trabajó bien para la Casa. La mano del tallador tardó largos minutos en llevarse todas las fichas sobrantes de alrededor de la escena del crimen, tres colores quedaron solamente. Ninguno parado de lleno en el cuadrado pintado de rojo. Una calle pobre, una línea de paro cardiaco, y un cuadro fatal. “¡Andate a la reconcha de tu madre, pedazo de forro, botón, carnudo, chupa pija del casino!”. Y siguió. “¿Cuánto te pagan por arruinar a la gente?”. El jefe de mesa ya estaba por llamar a seguridad, pero nuestro Jugador exaltado se fue sin mirar atrás, insultando, terminando su bebida. Rumbo a la caja.
Entregó cinco billetes de cien y recibió cinco fichas. Mano a mano hemos quedado. Justo pasaba un mozo, lo mandó por un whisky.
Se sentó a la mesa de Black Jack. Dijo buenas noches y apoyó el vaso en la mesita de al lado, ya tenía una sombra en la cara y las palabras rebeldes, inquietas, saltaban en su boca. Puso la apuesta mínima sobre la mesa y dijo “Yo pido con veinte, al que no le guste ya le avisé cómo es la cosa”. Nadie contestó nada.
En tres manos no ganó ni una. Se plantó repetidas veces con diecisiete, pese su advertencia, y charló amablemente con el pagador. Vació su vaso de escocés y pidió otro.
En la vuelta ocho estaba jugando solo, algunas personas miraban la escena a prudente distancia. El pagador descubría cada carta y miraba al desencajado solitario. Agarraba fichas de la pila al borde de la mesa, “¿Qué querés tomar?”. El jefe de mesa le advirtió que no podía invitar alcohol al pagador, y le sugirió jugar en silencio. Hizo avisar a la seguridad que se mantuvieran alerta.
Mano tras mano la banca se pasaba, o la parada de nuestro Jugador alcanzaba para ganar, o el veintiuno en dos cartas solas anulaba el intento del hombre local por ganar la mano. Gritaba y saludaba al público, ahora ya más cerca y más animado, palmeaba sus manos y pedía cervezas que pagaba con fichas caras, sobrepasando el valor de lo consumido. Se señalaba el escudo blanco y negro del conjunto deportivo y apostaba mucho, demasiado para cualquier persona sobria. Y siempre hablaba al tallador, aunque nadie contestaba, aunque fuera monólogo de tipo feliz y encopado.
A las cinco de la madrugada pidió al hombre que le tiraba las barajas que le cuidara las fichas. Se levantó, y con paso tambaleante fue hasta el baño. Entró cantando contra All Boys y saludó a un tipo que hacía pis. Lo invitó un trago pero el sorprendido no aceptó. Se lavó las manos prolijamente y volvió a la mesa.
Jugó un rato más y ganó todas las vueltas. Apuestas de doscientas y cuatrocientas. Vio salir dos veintiunos en su palma con quinientas apostadas. Ya ni festejó, pidió whisky pero le dijeron que la barra había cerrado. Cuando llegó el último pase tenía una cantidad de fichas que invadía los demás sectores de apuesta, ni en cien años hubiera podido contar lo que tenía allí mismo, en su estado.
Saludó efusivamente al pagador y empezó a juntar las fichas. Tiró un montón al suelo. Lo que hizo que el jefe de mesa sugiriera al pagador cambiarle por plaquetas de mayor valor. Llenó sus bolsillos con plásticos rectangulares y se fue a la caja, antes invitó una copa a todos los empleados de la mesa, por supuesto que nadie contestó el convite.
En la caja invitó un trago a la cajera, pero ésta tampoco respondió a su invitación. De camino a la salida pasó por la mesa de ruleta de la noche temprana, allí donde primero jugara. “¡Para vos puto, mirá todo lo que gané allá, con aquel pibe, que es buen tipo, no como vos, puto!”. En la mesa no había nadie, estaba cerrada, vacía, durmiendo el paño y su ruleta.
Salió a la fría mañana. Amanecía junto al río. Llegó a la camioneta y se sentó al volante, se agachó levemente para poner la llave pero no pudo. No probó de nuevo. Cerró los ojos un instante y se quedó dormido. Se apagaron las luces multicolores del casino flotante.
viernes, 16 de enero de 2009
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