lunes, 11 de julio de 2011

TRESCIENTOS VEINTE

La espiga sabe lo que hace,
cuando crece porfiando los vientos y las lluvias.
El sol sabe lo que hace,
cuando se guarda tempranito,
en la tarde del invierno frío y sombrío.
La luna sabe lo que hace,
si no me deja ver su espalda mortecina,
en la madrugada de mi soledad.
El viento sabe lo que hace,
al apalear los polvos en los caminos de mi pueblo.
El camino sabe lo que hace,
cuando se va olvidando de ser,
lento en el tiempo apresurado.
Esa estrella sabe lo que hace,
cuando se tira, furiosa,
sobre la noche sin testigos.
La bandada sabe lo que hace,
si se va al llegar su día preciso.
Mi poema sabe lo que hace,
si se deja hacer,
sin sentirse preso de las miserias del narrador.
Ya quisieran los hombres tener tanta sabiduría.

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lunes, 4 de julio de 2011

TRESCIENTOS DIECINUEVE

El cielo es inmenso en la noche del verano caluroso. Las estrellas son lunares que brillan en la cara del tiempo inabarcable, ninguna caerá hasta bien entrada la madrugada, solo para ser vista por los enamorados más perseverantes.
En los mares del sur el frío es un intruso que, furtivamente, se instala entre la medianoche y el amanecer; la arena quieta acompaña la charla de los amantes, ausculta cada beso para vislumbrar la vida de la pasión, y se callan las olas, más calmadas, aburridas, menos provocadoras.
La pregunta es una tradición escrita en la piel de las noches en las playas, en todas las playas de todos los mundos. La pregunta, el juego inquisidor, la mirada hacia lo incomprensible, que busca y jamás halla. Algunos creen que solo sirve para propiciar el amor, dar impulso a la irremediable caricia, al inextinguible abrazo.
Él mira. Ella mira. Él hace la pregunta que repite ese instante una vez más. Ella, desesperadamente, se atreve a preguntar otra cosa distinta. Mirá el cielo infinito. "¿Creés que habrán otras gentes como nosotros, por acá?".

domingo, 3 de julio de 2011

TRESCIENTOS DIECIOCHO

A esta ciudad le hace falta un bar en el puerto. También necesita un puerto como es debido, con sus muelles como portales del río, como traductores entre la marea y los hombres que la miran con curiosidad; un paraíso pobre, de esos que viven mejor de noche que de día, sucios y repugnantes, con mesas en demolición y servilleteros amarillentos de marcas de antaño.
Un changador de ojos achinados y piel siempre sudando, junto a despachantes corruptos e inescrupulosos. La madera ennegrecida plagada de copas, y de bastos, y de espadas. Poco oro. Así estaría bueno vivir en Buenos Aires. Una ciudad con un patio de atrás, con toldo y esos borrachos equilibristas en sillas enclenques. Un lugar que yo podría considerar casi como mi casa.
En cambio, lo que hay es una prohibición de arrimarse a las aguas. Terminales con gruas cuyos dueños nunca vienen, bohemia privatizada, multitudes de contenedores como un laberinto de metal, sin Teseos ni Ariadnas. Barcos lejanos y ajenos, sin nombres que poder deletrear. Ninguna cultura que nos envie sus emisarios, ningún mensaje de Odessa, ningún frío del Báltico. Ninguna ciudad anclada en nuestro jardín de agua dulce.
No tengo un bar en mi puerto.
No hay historias si no hay bares en los puertos.