Nuestro héroe va a hacer de las suyas una vez más. Como siempre va a arriesgar el pellejo, pero esta vez la locura tiene tintes de demencial. El loco se ha vuelto completamente orate.
Existen dos tipos de visitantes del laberinto griego: los que dejan su cuerpo exánime como ofrenda a las interminables y repetidas galerías; y Teseo, que entró, jugó a su antojo con el Medio hombre, y lo mató a su gusto, liberándolo de su propia prisión, al decir de Borges.
Nuestro titán vendría a fundar una nueva categoría de invasor mítico, uno que no va a matar pero no va a morir. Eso es una suerte para él.
Como siempre, llevado al límite por su supuesto fervor de hincha, tuvo una idea temeraria. Y la llevó adelante con frialdad de cirujano, y con una borrachera para cuatro.
Salió más o menos temprano un domingo (podría ser un sábado, es indistinto a los efectos del relato) para el rancherío de los mataderos, por ahí por las calles De la Torre, Eva Perón, la avenida Cárdenas, por donde todo es de color verdinegro.
No contento con deambular medio ebrio por lugares tenebrosos para los forasteros, se metió resueltamente en el barrio Los Perales. Todos saben, sabemos, qué clase de sitio es Los Perales. Ni más ni menos que la casa del Torito, de Nueva Chicago.
Ya ir ahí en calidad de hinchada visitante es complicado. ¿A quién se le ocurriría ir a robar banderas y estandartes de los locales en carácter de espía? A nuestro ídolo modelo desquicio siglo XXI.
El plan era hacerse pasar por hincha del verdinegro, mezclarse con la barra e incluso visitar bares y bodegones de las inmediaciones en las horas previas al partido. Encuentro que, obvio, no jugaba su equipo, éste está en otra categoría.
Y así anduvo, charlando con los pibes de Mataderos, invitado a comer con hospitalidad, a tomar vino barato y rendidor. Después a ir a ver al Torito de Mataderos jugando en su cancha. Y ahí hacer la gran locura…
Miró todo el partido sin mucho interés. Saltó y cantó solo llevado por un alcohólico impulso, no necesitó disimular nada, era todo un terremoto de movimiento y arenga. ¡Soy de Chicago, soy!
Pero al final, el pequeño espacio lúcido que guardaba hizo lo que había ido a hacer. Cinco minutos antes del pitazo final del árbitro, bajó las últimas escaleras de la tribuna de hacienda, esa que habla de la República de Mataderos, y enfiló para el alambrado. Calmo y sereno desató una de las banderas, sin ser advertido por los dueños de ésta, que seguro festejaban la victoria.
Y se fue.
Caminó a paso rápido pero no sospechoso por las calles de Mataderos, y desapareció con su trofeo más preciado. Ese que pudo haberle costado la propia vida. Porque huelga decir que si alguno de los pesadísimos negros de la barra de Chicago descubrían la maniobra, lo mandaban sin escala a la morgue judicial.
Nuestro genio de la insensatez tuvo el azar en su espalda, una vez más. Quiera su estrella seguir alumbrándolo.
viernes, 16 de enero de 2009
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