miércoles, 14 de enero de 2009

SETENTA Y SIETE

Se supone que ahora que se acaba el verano las cucarachas diminutas van a morirse con los venenos y no van a volver. Eso espero. Todo este tiempo las dejé morar entre los azulejos de la cocina sin intenciones de eliminarlas, porque en el fondo intuía que sería en vano, volverían una y otra vez a corretear por la mesada.
En unos días, cuando empiece a apretar el frío, les voy a meter con el líquido blanco de mi cuñado y espero que no regresen en todo el invierno.
Sentado en la banqueta de la cocina me acordé de un comentario que escuché varias veces en los últimos tiempos. Charles Bukowski es un escritor que terminó por hacer una caricatura de sí mismo y llevó sus historias a una repetición cíclica desenfrenada. Esto dicho como una crítica severa.
Eso es exactamente lo que me gusta de ese escritor. Que sea una caricatura clonándose permanentemente, que los mundos miserables que construye se sucedan idénticamente e indefinidamente. ¿Qué otra cosa puede gustarle a un lector de un escritor? Además, ¿no se repiten también Borges, o Sartre, o Poe? Claro que lo hacen. La obsesión de un escritor es su genio.
El don del yanqui maldito es la destrucción moral que invita su obra. El espejo que pone sobre la bajeza de los submundos existentes, pese a que los decentes no los vivan. Habla de putas, borrachos, y existencias errantes: ¡Qué delicia de temario!
Qué bueno sería presenciar una charla entre Isidro Parodi y Henri
Chinasky

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