lunes, 31 de mayo de 2010

DOSCIENTOS SETENTA Y TRES

Aquella noche fue una muy buena noche.
Ellas y yo; dos amigas y un hombre solo entre ambas. Y una larga tarea de reconstrucción de almas, que empezó al caer la tarde y se hizo milagro hacia lo profundo de la madrugada.
Charlas, salchichas, historias, velas, música, frío, y todo Glew durmiendo a nuestros pies. Una chacarera a las cuatro, y el ritual del amargo siempre invitado. Amores narrados más desencuentros exorcizados.
Ni una gota de sudor entregada al sexo banal. Quizá haya sido la única vez que compartí cama con una mujer para solo verla dormir a mi lado, justo cuando el domingo empezaba a iluminar el jardín escarchado.
Aquella noche fue una muy buena noche.

sábado, 29 de mayo de 2010

DOSCIENTOS SETENTA Y DOS


Esperando la llamada.
La del amor es muy común,
cursi,
snob.
Mejor esperar algún mensaje menos alarmante.
Una voz que avise que fue derrotado
el último soldado,
en la última guerra que se estaba librando.
Pero levanto el tubo y no hay tono.

DOSCIENTOS SETENTA Y UNO


En medio de la ruta vacía y soleada, aburrido pero fiel,
inquebrantable.
Siempre a mi lado.
¡Tantas cosas juntos!
Viajes, noches de retorno,
jornadas de duro trabajo,
días de campo con otros amigos menos leales.
Siempre ahí, cerca de mí.
Sin ir más lejos,
todo mi mundo puesto en papeles,
lo intuyó él primero,
y hasta, quizá, lo pensó antes que yo.
Todo esto, rendir homenaje a sus objetos,
Borges ya lo hizo mejor.

DOSCIENTOS SETENTA

No hay silencio dentro de mi cabeza. Hay un pitido agudo, que se prolonga como el silbatazo de un tren metros antes de cruzar una barrera.
Yo hablo en voz alta y no logro callarlo, canto una canción y no me abandona, leo a Galeano con el silbido a cuestas.
En estas ocasiones solo sirve dormir un par de horas y dejar que se aburra de gritarme en los tímpanos y se vaya. Hasta la vez siguiente, cuando me quite los auriculares que me ponen la música directamente en el cerebro, y me de cuenta que la sordera me espera en mi vejez si no contengo mis malos hábitos actuales.

viernes, 28 de mayo de 2010

DOSCIENTOS SESENTA Y NUEVE

Un padre que da consejos
más que un padre es un amigo
ansi como tal les digo
que vivan con precaución
naides sabe en qué rincón
se oculta el que es su enemigo”
-Martín Fierro-


Situémonos en el 21 de marzo de 1891. El lugar: la residencia particular de Bartolomé Mitre, más específicamente su vasta biblioteca personal. Allí el General recién llegado del viejo mundo, luego de ser aclamado por el pueblo en las vísperas del encuentro clave, escucha lo que tiene que decirle el ex presidente y gran mandamás Julio Argentino Roca. EL Zorro le habla del peligro de la intransigencia, de la desunión nacional que ésta puede generar en el futuro, de los fervores en cadena desatados por el verborrágico Leandro Alem; le dice que no es momento de partidos sino de hombres patrios, que no se trata de los autonomistas o de los cívicos. Todo converge sobre la Nación Argentina y la necesidad de estabilidad política e institucional, de llamar al orden.
El año entrante se elegirá presidente, pero el hombre que vino a convencer sabe que se define estar o no en el asunto, entre los titiriteros de las próximas funciones nacionales. No le importa ser él quien tenga los hilos, además sabe que eso le está vedado a partir de la constante prédica de los cívicos más duros. Solo quiere seguir en el juego y sabe que la llave es este prócer que tiene enfrente y que escucha y observa desde la vereda de enfrente de sus convicciones políticas tradicionales.
El Hombre del Desierto no necesita proclamar un candidato que derrote a la mejor carta de los rivales: Bartolomé Mitre (con Bernardo de Irigoyen en la fórmula). Necesita él mismo proclamar a Bartolomé Mitre. Vino a halagar y halaga con exhuberancia, vino a prosternarse y lo hace con frialdad, vino a convencer y convence con potencia. Ahora el candidato de los otros es su candidato. Un abrazo para la posteridad dejará sellado lo que se escribirá con mayúsculas: El Acuerdo. Roca y Mitre aún no lo saben pero acaban de desencadenar una intriga que terminará en una singular contienda por el sillón presidencial.
A principios de la década de 1890 el panorama político nacional no es multipartidario (lejísimos de algo así todavía) sino dual, aunque una mirada más analítica nos muestra que es dicotómico en realidad. Momentos en los cuales una opción anula terminantemente la otra.
El partido Autonomista y la Unión Cívica se insultan ideológicamente y se dividen a las figuras de la ilustración criolla. Los unos son el Régimen, aquello que enquistado en el poder durante los años precedentes hace y deshace sin ninguna ética y sin otro fin que el beneficio de los propios; los otros son la rebeldía de los humildes y despojados de participación, canalizada ésta por los intelectuales moralmente superiores a la aristocracia gubernamental de la era post Rosas.
Se avecina el cambio de mando y la gente del presidente saliente Carlos Pellegrini (los Autonomistas) intuye que será dura la pelea por la sucesión. El empuje oratorio que vienen desempeñando los cuadros de la Unión Cívica sumado a sus ejemplificadoras abstenciones electorales ha hecho mella en el ánimo popular, devastando el prestigio del Régimen y su legitimidad (algo que nunca tuvo para sus opositores). Luego de hostigar toda la infame labor de Juárez Celman como primer mandatario en representación del Roquismo, había logrado elevar la temperatura en los caminos y por los pueblos, llevando al Zorro del desierto y a su compañero de filas el gringo Pellegrini, a una búsqueda intensa de anular la fórmula ganadora de los Cívicos: Mitre-Irigoyen.
El Acuerdo es el fin del camino emprendido por esa búsqueda. La nueva fórmula, ofrecida a los hombres de Alem como un gesto de unidad nacional sin intereses, es el hallazgo. Bartolomé Mitre- José Evaristo Uriburu. Estos en representación de todo el pueblo y como un acto de confluencia histórica.
La movida de Roca y Pellegrini elevó la irritación de los intransigentes más rígidos de la Unión Cívica, y así nació la Unión Cívica Radical. Los que no transarían jamás con los líderes del pasado, padres de todo lo fraudulento y corrupto del Unicato de Celman. Esos que ahora se le llevaban de sus narices al General Mitre.
Sin esperar mucho Leandro Alem se lanzó en una campaña de vituperio del Partido Nacional (redenominación del Partido Autonomista) que lo llevó a todas las tierras de la república. Una tarea tan desgastante como trascendente. Y con un resultado demoledor. Poco a poco la palabra de Don Leandro va dominando la voluntad popular, logra generar un rechazo masivo a la figura del Acuerdo y a su candidato principal: Mitre. Aquello que debía ser visto como un acontecimiento magno en la historia política nacional, se desdibuja bajo la lupa que parece colocarle el radical. El General Mitre empieza a desilusionarse por el curso de las cosas y por el aura maligna que ha ganado su candidatura. Roca trata por todos los medios de evitar el derrumbe de su hombre pero el vapuleo sufrido por éste es arrasador. El vencedor de Urquiza ya no se siente ese paladín de la unión nacional que estaba llamado a ser, y no quiere ir contra la voluntad de la mayoría. En octubre de 1891 Bartolomé Mitre desiste en seguir con algo que no cree viable y declina su candidatura. Julio Argentino Roca, muy apesadumbrado por lo que siente una derrota sin atenuantes, abandona la política y se recluye en su vida personal. No obstante volverá al ruedo ya en el año de las elecciones (1892).
Con Roca exiliado de la partida, Mitre fuera por propia decisión, y Pellegrini pilotando sus últimos meses de mandato, los radicales se aprestaban a modelar su futura victoria, y para ello apuntalaban, Alem mediante, a su candidato: Bernardo de Irigoyen. Las cosas parecían ir bien y sin obstrucciones, pero llegó Roque Sáenz Peña al tapete y movió las cenizas semiapagadas.
Cuando el gobernador de Buenos Aires Julio Costa propuso como candidato de los Acuerdistas a Roque Sáenz Peña, no imaginó que con ello estaba llamando el regreso a la acción de Roca. EL Zorro se enteró de la proposición y tembló de pavor, el hombre propuesto no era precisamente de su riñón. Para peor era un representante de lo que se veía como un ala modernista dentro del partido; algo que era lo nuevo superador de lo viejo. “De mí”, pensó el ex presidente con mucha indignación. Era necesario darle una vuelta al asunto de este candidato contrario a sus intereses, y más que rápido ya que el hombre se iba ganando adeptos en todas las provincias y pronto no habría forma de sacarlo de la fórmula.
El Zorro del desierto encontró la llave que abrió el candado de lo que parecía inviolable. Con mucha astucia, con gran lucidez, con extrema malicia. Habló con su compañero el Doctor Pellegrini (diálogo ficcional propuesto por Félix Luna en Soy Roca).
--No podemos enfrentar a Roque directamente. Hay que buscar una forma de anularlo sin escándalo. Hay que encontrar un candidato que se le pueda imponer naturalmente.
--Ya lo tengo, mi doctor...
--¿Quién?
--Su señor padre, el doctor Luis Sáenz Peña.
Luis Sáenz Peña no era un hombre de política, siendo magistrado judicial desconocía las cosas de política. Pero era un pan de Dios y sería muy maleable. Y lo más importante, con su sola aceptación haría renunciar a su primogénito. Roque Sáenz Peña era un buen hijo y como tal no tuvo más remedio que aceptar la intención de su padre de encabezar la fórmula del Acuerdo.
Persuadirlo de su respuesta afirmativa fue asunto muy fácil. Una reunión en el mes de febrero de 1892 con Mitre alcanzó para dejar terminado el asunto. A todas las objeciones del anciano magistrado (tenía 70 años) el expresidente supo contrarrestarlas con un abanico de ponderaciones laterales pero altamente efectivas. No se puede decir que Mitre influyó en la decisión de Sáenz Peña padre, más bien la tomó por él.
Don Luis aceptó encabezar el binomio (junto a José Evaristo Uriburu) de los Mitristas y Nacionales vinculados por el Acuerdo. Al día siguiente, al mismo tiempo que Roque Sáenz Peña renunciaba a la candidatura en una noble carta de amor filial, el Modernismo se derrumbaba, entendiendo sus simpatizantes que lo viejo—Roca, Pellegrini, el Régimen—seguiría al mando.

miércoles, 26 de mayo de 2010

DOSCIENTOS SESENTA Y OCHO


La chica espera y se ríe.
El timbre sonará en segundos, aunque yo no lo sabía.
El día se acaba en los jardines de la Universidad Nacional de San Luís,
y el futuro empieza a tallarse;
sobre un pizarrón negro,
sobre un banco verde,
sobre la malicia de los poderosos y la desidia de los gobernantes.
Adentro la educación,
afuera la noche y la oscuridad.
Gobernar no es poblar,
es educar.

DOSCIENTOS SESENTA Y SIETE


La mañana es apenas fría,
pero ellos tienen un sol que nunca los abandona;
en alguna parte que yo no veo arde y quita escarchas lejanas.
Siempre el calor está oculto a los ojos de los solitarios.
Ya no hay mucho que decir,
el tiempo es todo el lenguaje que necesitan,
para saberse ídolos del amor,
de la vida compartida.
Hasta la próxima esquina,
y hasta el fin de sus días.

lunes, 24 de mayo de 2010

DOSCIENTOS SESENTA Y SEIS

Lo único que tiene dueño son los pensamientos, que devienen ideas, que terminan en hechos. La lucha es porque no se puedan patentar. Para que esos hechos no sean beneficios para pocos.
Las cosas son de la Naturaleza. Y la Naturaleza es de todos. ¡Carajo!

viernes, 21 de mayo de 2010

DOSCIENTOS SESENTA Y CINCO

En 1910 asumió la presidencia de la república Argentina el doctor Roque Saenz Peña, que dentro de la falange conservadora que venía dirigiendo los designios del país, era uno de sus representantes más modernistas. Y cuando hablamos de aquel modernismo como rasgo de una postura política, nos estamos refiriendo a la voluntad de ese sector de la oligarquía tradicional que comprendía la necesidad de impulsar mecanismos cabalmente democráticos para regir los destinos de la nación. Si hasta el mandato de Sáenz Peña hijo las triquiñuelas electorales, el voto de los muertos, y, principalmente, el patoterismo mafioso habían sido la condición latente para el desarrollo de un sistema democrático de entre casa, en el devenir de su gobierno fue que el radicalismo encontró las tan buscadas respuestas a su histórico pedido de normalidad constitucional y de transparencia política. Si bien se menciona a la ley de Sufragio Universal como lo que pone fin a las estratégicas abstenciones electorales radicales, habría que dar un importante crédito al compromiso político asumido por Sáenz Peña, el cual garantizaba la limpieza que la U.C.R reclamaba desde la Revolución del Parque.
El pueblo decidió (sin las ataduras del fraude, en todas sus posibles formas de materialización) que en 1916 Hipólito Irigoyen fuera presidente, pero Roque Sáenz Peña decidió que el pueblo decidiera. Y no es un detalle menor (dejado de lado por muchos fanáticos de la historia del surgimiento del liberalismo democrático y su partido impulsor y triunfante: la U.C.R).
La llegada de Irigoyen a la presidencia debía ser de sumo interés para el movimiento obrero; a quienes se les presentaba la posibilidad de solidificar las organizaciones sindicales y políticas de los trabajadores. Sin embargo los hechos iban a demostrar que habría que recorrer un gran trayecto todavía para que el brazo sindical pudiera empezar a estrecharse con los representantes gubernamentales, en una relación de mutua sesión y concesión. Porque el partido socialista rector continuaba caracterizando a la Unión Cívica Radical como un mero “alarido” popular sin gestos de partido orgánico, una nueva manifestación del artilugio estatista conservador para impedir la verdadera pugna: socialistas versus conservadores.
La represión “ejemplar” de 1919 es otro eslabón (puede que el más brutal) en la cadena de sindicalización espiritual del movimiento obrero que se había iniciado en los festejos del Centenario. No fue el movimiento obrero el derrotado en el apaleamiento de 1910, sino el sesgo anárquico imperante que éste incluía en sus filas; representantes del llamado universal a la revolución social antiestatista.
En los albores del periodo de entre guerra fue el momento de comenzar la transición que pondría las bases para entender las relaciones de poder en nuestro país a partir de la década del 40.
El humo de los disparos ya es un recuerdo más de los violentos episodios que vivió la semana pasada esta capital. Con una actividad laboral “normalizada” es momento de hacer memoria y balance del papel jugado por cada uno de los protagonistas de lo que alguien llamará dentro de algún tiempo: la Semana Trágica.
La fabrica metalúrgica Vasena e hijos, la federación Obrera Regional Argentina del noveno Congreso (F.O.R.A 9º), la federación Obrera Regional Argentina del quinto Congreso (F.O.R.A 5º), el Estado y sus instituciones de represión, la Liga Patriótica, y la movilización obrera espontánea. Todos estos serán los actores principales de un conflicto con inicios inscriptos en la superficie de la urgencia obrera de la época, pero larvado con demandas y reivindicaciones añejas y enclavadas en un contexto internacional.
La posición rígida de la empresa metalúrgica en cuanto a las condiciones laborales de sus empleados y la huelga encabezada por la F.O.R.A 5º (federación a la cual pertenece el sindicato metalúrgico) desde el mes de diciembre de 1918, chocarán para formar una inmensa bola de descontento clasista que sembrará de muertos las calles de Buenos Aires.
Entre los tantos pedidos reivindicatorios solicitados por los huelguistas se encontraban la reducción de la jornada laboral a las 8 horas; el aumento salarial; el pago de horas extras; la supresión del trabajo a destajo; y la reincorporación de trabajadores cesanteados por actividad gremial.
En respuesta a que se suman capataces al paro, la empresa recluta rompehuelgas. Esto lleva a la confrontación del día 6 de enero en el barrio de Pompeya, previa muerte de un agente de la policía el 4 del mismo mes. Dos días después del choque en aquel barrio las fuerzas policiales van a llevar adelante la “venganza” contra los obreros. Esta se hace en el momento en que los empleados en huelga intentan explicar a los choferes contratados por la empresa el mal que le hacen a los derechos del trabajador. Cuando los hombres “alquilados” por la Vasena ven acercarse a los huelguistas abren fuego (habían sido armados) y reciben a su vez el apoyo de la policía. El tiroteo duró dos horas y hubo cuatro muertos y cuarenta heridos.
Los reflejos del gobierno radical muestran que no tardó en buscar un compromiso de concordancia entre las partes; pide, a través del jefe de la policía, el doctor Denevi, y funcionarios de Trabajo, que Vasena atienda una comisión de huelguistas, y que acepte una serie de concesiones a los obreros. El empresario se niega rotundamente a tales pedidos oficiales y requiere mayor protección policial.
Ahora el gobierno de Irigoyen sabe que se encuentra en una situación delicada. El conflicto Vasena amenaza con hacerse general. Su diputado Oyhanarte declara responsables tanto al burgués Vasena como a los anarquistas que encabezan la F.O.R.A del Quinto Congreso. La figura de “agitadores armados” sirve para manifestar las simpatías del radicalismo por el sindicalismo imperante en la F.O.R.A del Noveno Congreso, rechazando entre líneas la dirección anarcosindicalista de la F.O.R.A 5º. Se evidencia la tendencia del Irigoyenismo a conciliar con quienes buscan conciliar, y a aplastar a quienes buscan remover el orden social establecido. Es la Federación Obrera del quinto Congreso la que responde al llamado de la revolución total proletaria. De hecho esta divergencia de los fines del sindicalismo fue la causante de la escisión de la F.O.R.A en la del 5º y la del 9º Congreso.
La F.O.R.A 5º amenaza con la huelga general, lo cual hace que el partido socialista (dentro de la otra central obrera) busque impedirlo yendo por el camino pacífico. No lo logra. La Federación Obrera con base anarquista declara el 8 de enero el paro general por tiempo indeterminado a partir del día siguiente.
Naturalmente se pliegan todos los sindicatos afiliados a esa central, y además adhieren sindicatos autónomos. También los comerciantes de Pompeya cierran las puertas de sus negocios como protesta ante la masacre policial.
El 9 de enero estalla la violencia obrera. Salen piquetes huelguísticos; se incendian chatas de la fábrica Vasena en el riachuelo; se tiran piedras contra los talleres, donde estaban reunidos los hermanos Vasena y sus socios ingleses.
En el resto de la ciudad se hace sentir la huelga. El transporte se detiene hacia las 14hs. El gobierno reacciona y destituye al “frágil” Dr.Denevi por Elpidio González. Éste ordena el acuartelamiento de la policía e informa la posible intervención del ejército.
Mientras tanto se inicia el cortejo fúnebre de los cuatro muertos el día 6 de enero, que al pasar por la fábrica Vasena recibe el fuego de sus ocupantes, reaccionando los obreros con un intento de incendiar el establecimiento. Ya a las 18hs. los soldados hacen uso de las ametralladoras pesadas, y en la hora 19, cuando se despedían los restos en el cementerio de la Chacarita, el ejército rodea y descarga sus armas provocando nuevas bajas obreras: veinte muertos y decenas de heridos.
Hacia el 11 de enero y luego de haber participado pasivamente de los violentos episodios desatados por la F.O.R.A anarquista, la F.O.R.A sindicalista decide levantar el paro, esto ante la aceptación al diálogo que los empresarios metalúrgicos prometían a Irigoyen. No sin antes, éstos últimos, lanzar a las calles “teñidas de anarquía” sus propias milicias privadas. Ligas denominadas Patrióticas y dirigidas por el grueso de la derecha conservadora de la época. Verdaderas máquinas de asesinar obreros, judíos, inmigrantes, y todo aquello que pudiera ser embrión revolucionario.
La Semana Trágica de 1919 mostró de manera inequívoca los límites del Irigoyenismo para mediar en los conflictos sectoriales, y las preferencias que el futuro de la organización gremial argentina tenía por el camino del reivindicacionismo consensuado y el diálogo acomodaticio. De allí en más el anarquismo como movimiento impulsador se irá desvaneciendo hasta ser solo manifestaciones aisladas de carácter terrorista, y poco persuasivas para el verdadero interés del obrero asalariado: la progresiva mejora salarial, el alcance del confort producto de su trabajo, una porción del pastel amasado por el capitalismo imperante.

lunes, 17 de mayo de 2010

DOSCIENTOS SESENTA Y CUATRO


El cerro macizo está latiendo sobre mí.
Y yo, que soy un aguijón oradante,
escucho el respirar de la montaña.
Una vertiente de agua de hierro trota hacia la luz,
sangre impotable y vengativa;
las entrañas del Tomolasta son negras,
cálidas,
lastimadas por mil escalpelos durante dos siglos de filo.
Alguien se llevó su preciada savia áurea,
el oro de los hombres ambiciosos.
Otro murió en la más aterradora negritud.
Camino a la boca, mancillo por última vez la herida bicentenaria.

domingo, 16 de mayo de 2010

DOSCIENTOS SESENTA Y TRES

No se trataba de una queja organizada. No había una deliberada intención de luchar contra la clase acomodada, era más bien el resultado de una mecha que se había encendido por un aumento permanente de la temperatura ambiente nacional.
Si bien el 29 de mayo de 1969 la CGT cordobesa amaneció con una huelga general, la postura de estudiantes, y sobre todo del resto de una sociedad cansada del autoritarismo, no tuvo conexión con una planificación mentada con premeditación. Fue un fruto que las pocas manos que manejaban la huerta se olvidaron de poner en su canasta para comerlo en el postre de la cena; y así llegó la hora en que se cayó por el propio peso de su madurez, estado más próximo la podredumbre.
Fuera de los reclamos sindicalistas a las compañías automotrices fuertemente asentadas en Córdoba, principal centro industrial que llegó en tiempos de apertura Frondizista, fue una demanda mayor la que guió la súbita embestida popular.
Después de logrado el desempate de la década precedente (1955-1965) por parte del general golpista Onganía, éste fue constituyendo una red de conducción autoritaria que atacó los lugares comunes de costumbre, como la expresión, la universidad, y la economía, pero que se hizo una firma espiritual de gobierno. Y en parte avalada por buena parte de la sociedad, hay que decirlo, que aceptada ver en los pelilargos universitarios y en las nuevas costumbres como las minifaldas, una manifestación del peligro rojo. Esto sumado a cierto diagnóstico represivo de la modernización intelectual, como útil éste para lograr la paz que diera años prósperos.
Cuando el reflejo del Mayo francés llegó a las costas rioplatenses, lejos de ser un simple contagio producto de una moda de la acción mundial imperante, activó los pedidos que se venían incubando espontáneamente.
Decir explosión interior es reafirmar que el malestar era mucho más oculto, mucho más esencial que el perjuicio de coyunturas económicas localizadas.

DOSCIENTOS SESENTA Y DOS

Días y días de un cielo encapotado, invernal, que suelta su furia fría e inaugural. El trabajo se esmera en ser todo lo mísero que puede ser, y su gente lo atraviesa cortándole el cuello a los demás.
Los diarios mienten una realidad tras otra, la realidad corroe al más optimista y la televisión descarga su caja de basura diaria e indiferente; hace oídos sordos a la cultura y la educación cívica y moral del pueblo.
Los basureros se pelean por las sobras con los desposeídos de cada amanecer, y vos te vas convirtiendo, lentamente, en un cofre que guarda la alegría como el botín de Eldorado.
Tenés que hacer algo. Tengo que hacer algo. Hacemos.
También sabemos que no te queda otra que pasarla bien.

sábado, 15 de mayo de 2010

DOSCIENTOS SESENTA Y UNO

En el bar La Perla la tarde del miércoles se va poniendo cada vez más fría. El cielo pálido tiene un mar encerrado y que busca salir, mucha agua se estuvo fugando durante todo el día, dándole su trampa favorita a las baldosas flojas de Buenos Aires.
José Iglesias mira la avenida Rivadavia desde el único cuadro que lo tiene como estrella; desbordado de una luz y un brillo que jamás hubiera conseguido en su Cueva. Con esa sonrisa inconsciente que comparte con gente como los linyeras de la plaza, o el Houseman de Parque Patricios, o el Mané Garrincha y la alegría del pueblo. Una mueca de alegría que solo los privilegiados pueden sostener contra toda la miseria que les tiren.
Coches, y colectivos, y taxis, y gentes. En la mitad de la semana del trabajador meticuloso, el frío del otoño remolón empieza a conquistar el aliento y los ánimos del hombre-máquina. Algunos siempre dan batalla.
El negro acomoda su maletín en una mesa alejada del bullicio y clava su mirada en un televisor que tiene a kilómetros de él. Despliega un arco iris de reflejos esmerados, pero inútiles, falsas esperanzas relucen también falsamente. Sin nadie que las quiera, siquiera, ver.
El negro construye su descanso con mucho esfuerzo, desoye las urgencias que le gritan órdenes, los alaridos de su lejana tierra oscura y musulmana. Parece concentrarse en su Dios, que vaya a saber qué promesas le habrá hecho para dejarlo abandonado en este bar blanco e indiferente. Tan lejos de su lugar.
En el bar La Perla, el del deseo de naufragar, el hielo de la tarde logra pasar por entre las hendijas del vidrio limpio y vigilante.
Nadie se salva. Ni el negro, ni la camarera, ni yo.

viernes, 14 de mayo de 2010

DOSCIENTOS SESENTA


En el borde se está siempre.
Al pie de una nueva vida,
de que nos asalte un cambio trascendental,
de que cambien todos los planes,
de que seamos otra gente distinta a la que éramos minutos antes.
Una noticia terrible, un aviso fatal,
una situación propicia,
el destino justo cuando peor estábamos.
Todo puede pasar al borde.
Lo bueno y lo malo.
Lo bello y lo vil.
No alcanza con estar atento,
mirando el horizonte,
sospechando el futuro,
todo surge o se desmorona con una fugacidad aplastante.
No hay nada que hacer,
salvo disfrutar cada instante.
En el borde.

DOSCIENTOS CINCUENTA Y NUEVE


Libre como las nubes que le faltan a su escenario,
cansado de ir por su futuro incierto,
pero decidido a seguir en el viaje.
El camino es un pavimento ardiendo de soledad,
una ruta clara y gris,
una historia invisible y a ser contada,
una promesa sin asidero de fe.
La montaña se burla y le charla el paso,
pero él no le presta oído,
porque sabe que le miente sobre fracasos y malos augurios,
le advierte que no va a llegar a ninguna parte.
No deseo llegar sino ir, dice el vagabundo,
andar hasta que todo acabe para mí.

miércoles, 12 de mayo de 2010

DOSCIENTOS CINCUENTA Y OCHO

Al calor de la popularmente soñada vuelta del General Juan Domingo Perón, yace en una vereda de la avenida Avellaneda el cuerpo sin vida del secretario general de la Confederación General del Trabajo de la República Argentina. José Ignacio Rucci acaba de ser masacrado por Montoneros.
Desde el mismo momento en que empezó a saberlo el pueblo todo, el hombre supo que moriría asesinado en alguna esquina. La consigna repetida hasta quebrar la resistencia anímica de la víctima fue tan clara como confiable: “Rucci traidor, a vos te va a pasar lo mismo que a Vandor”.
En las radios, en la prensa, en los actos, en las plazas públicas a la hora en que juegan los niños, en las cañerías de una ciudad que no sabe lo que le espera. En todos lados aparece la cara del sindicalista, y siempre hay unas marcas en su cuello, un plomo en su carne, unas letras gélidas que marcan las dos fechas inexpugnables en la vida de una persona. Es tan certero el porvenir que la gente pide flores para Rucci, y habla de Rucci, y trata de pensar como lo haría Rucci, y trata de sentir como lo haría el desgraciado.
El secretario peronista no siente mucho más de lo que le permiten sus obligaciones. Sabe que está amenazado y sigue adelante; quiere honrar a sus asesinos, asegura que nadie hace nada sin razones. Algún motivo tendrán quienes preparan la operación siniestra.
No va a poner la otra mejilla, sino el cuerpo entero.
La conducción nacional de Montoneros se ha reunido y ha votado la muerte del gremialista; es el mes previo a la emboscada. Quieren hacerle saber al General que ellos están y que se van a quedar, que necesita escucharlos. Una serie de alias forman el entramado de inteligencia, acción y reacción: “Pepé”, “Negro”, “Nicolás”, “Marquitos”, “el Pelado Carlos”…
Se sabe quién va a morir, se sabe quién lo va a matar, se sabe quiénes van a mirar todo, simplemente. Pocas veces el cinismo humano se presenta tan soberbiamente.
José Ignacio Rucci sale de la casa de Flores . Camina hacia su Torino rojo. Y no llega.

Informe de la morgue judicial sobre el cadáver del líder sindical asesinado

1) Herida contuso-cortante de unos 4 centímetros y medio en la cabeza.
2) Otra herida similar en la frente.
3) Un hematoma en ese mismo lugar, probablemente por la caída.
4) Herida cortante superficial en la nariz.
5) Herida de bala en la cara.
6) Herida de bala en la cara lateral del cuello.
7) Herida de bala en la base del cuello.
8) Herida de bala debajo de la nuca.
9) Herida de bala en el hombro derecho, con rotura de clavícula.
10) Dos heridas de bala en la región mamaria derecha.
11) 16 heridas de bala en el tórax.
12) Heridas de bala en la mano izquierda.
13) Fractura de húmero.
14) Herida de bala en la rodilla izquierda.

lunes, 10 de mayo de 2010

DOSCIENTOS CINCUENTA Y SIETE

En la centuria del 1800 Mijail Bakunin era un ruso de la denominada Intelligentsia. Un término que nació en la rusa zarista del siglo XIX y que definía a los jóvenes intelectuales que egresaban de las universidades rusas con ideas modernizadoras e imbuidas de Las Luces. Esta forma de llamarse pronto se expandió a toda Europa, y cantidades de hombres de las artes y las ciencias se proclamaban la Intelligentsia de sus patrias.
Además de Bakunin, cuyo profundo deseo era la destrucción del nuevo Estado moderno, la supremacía del colectivismo, y el ateísmo más estricto, dos hombres rusos influyeron en muchos rusos más jóvenes. Peter Laurov y Meter Tkachev. Estos se habían exiliado en Suiza desde donde adoctrinaban a los enérgicos y románticos estudiantes rusos. Les aconsejaban unirse al campesinado, por ser éste el verdadero motor espiritual de la Rusia histórica.
Por el trabajo de esos dos pensadores nació un movimiento llamado “Populismo”. Los educados rusos en el exilio volvieron, se juntaron con los instruidos en Rusia, y se internaron entre los campesinos pobres. Pero su visión sentimental de aquel campesinado descrito por sus maestros pronto se desvaneció, aquellos desconfiaban de las intenciones de los cultos que regresaban a unírseles y no aceptaron su liderazgo.
A la sombra de algunas tibias reformas políticas del Zar Alejandro II, el movimiento populista se fue haciendo cada vez más radical y violento. En 1879, y más próximo al fervor terrorista de Bakunin, se viró hacia un nuevo grupo llamado “La Voluntad del Pueblo”. Estos ya eran terroristas anárquicos que buscaban la abolición total de cualquier forma de gobierno.
A partir de las últimas dos décadas del siglo XIX se dedicaron a cazar al Zar Alejandro II. Le dispararon a quemarropa y se arrastró por el suelo para salvar su vida; pusieron bombas en la vía por la cual pasaba su tren, pero únicamente estalló el carro que transportaba su equipaje; dinamitaron el subsuelo del comedor del palacio pero esa noche el Zar llegó tarde a cenar, y el atentado mató a sus once sirvientes; alquilaron una tienda en una de las calles por las que solía pasar y construyeron un túnel por debajo, pero fallaron al momento de su paso. El 13 de marzo de 1881 lo asesinaron con una granada casera que también mató a su asesino. Desde un primer instante el Zar resultó gravemente herido pero no titubeó ante sus matadores. Mutilado, le dijo a sus cosacos, “Vamos al palacio, a morir allí”. Y así fue, una hora y media después.

domingo, 9 de mayo de 2010

DOSCIENTOS CINCUENTA Y SEIS


¿Dónde está la vida buena?
¿Quién la tiene guardada?
Hay alguien que parece saber cuál es el camino,
hacia qué lugar hay que ir.
Y está en un pueblo pequeño,
va montado en un sueño modesto,
quizá llegue.
Cuento con eso.

sábado, 8 de mayo de 2010

DOSCIENTOS CINCUENTA Y CINCO



El canto de los pájaros se va extinguiendo,
la llama se muda de mundo,
y el cielo cierra el día.
Algunas estrellas vienen a clase,
y yo sueño un mañana en la ceguera que me deja el fugitivo sol.
En otro lugar va a empezar la melodía.

viernes, 7 de mayo de 2010

DOSCIENTOS CINCUENTA Y CUATRO

Me acerco y miro la planilla que hojea el encargado de anunciar las salidas y las llegadas de los buses. Allí figuran todos los servicios al interior con su retraso y su posible hora de partida. El que tenía que salir 20:50hs., el mío, no aparece ni como preparando su salida. Finalmente, el muchacho toma la birome y anota la hora 21:30 al costado del horario primerizo de mi ómnibus. A esa hora sale mi visita a la tierra del vino.
El plan de viaje es dormir hasta las seis de la mañana y a partir de ahí ir viendo el paisaje de San Luis hasta el arco de Desaguadero, y allí lo que tenga para mostrar Mendoza hasta la llegada a la capital de la provincia.
El primer tramo es puro campo pampeano y cordobés, cosa que conozco y sé que no voy a aguantar despierto todo el viaje, ya que me levanté a las seis de la mañana para laburar. Entonces duermo lo familiar, disfruto lo novedoso.
¡Cómo me gusta la ruta! Viajar largos trayectos mirando pasar los campos y los pueblos, las gentes, las vacas, las soledades, la pobreza del interior. Apoyarme contra la ventana levemente y contemplar la vida distante del otro país, lejos de la gran ciudad y el vértigo de su ritmo. Recorrer distancias es inventariar simplezas. Sobre todo en Argentina. En otros países viajar es cambiar de histeria, en el nuestro es ver las arrugas en los pies del gigante, palpar la aspereza de unos cayos duros y laboriosos. Sueño despierto con hacer del entramado de rutas de este país una cinta de moebius, y yo en ella, vagando por entre los valles y los montes, los ríos y los lagos, las lagunas y los esteros, las quebradas, los desiertos, los edificios altos y el mar, y otra vez los valles.
En San Andrés de Giles paramos a cenar. Una porción de lomo con puré a cargo de la empresa de transporte, un faso para algunos y un poco de aire para otros. Yo me compro unas pastillas de miel para batallar una fastidiosa carraspera que me jode a mi y va a incomodar a los demás como que no la aplaque a tiempo. Durante la cena escuché los comentarios que sobre las obras en la construcción de la nueva línea de subte hizo un empleado del obrador de plaza Miserere. Le pregunté cuándo se planeaba la inauguración pero no lo sabía, me dijo que él se iba después de concluir su trabajo en ese tramo. Mi otro compañero de mesa debe haber dicho a qué se dedicaba pero yo no lo escuché. Ellos nunca supieron a qué iba yo a Mendoza.
En el micro hay un par de hinchas de Independiente que también van a ver el partido con el Tomba. Me llamó la atención la presencia de dos parejas que hablaban todo el tiempo en inglés; los varones eran claramente extranjeros, las mujeres me quedan mis dudas. ¿Mendocinas exiliadas en la otra América que sedujeron dos frívolos yanquis? : podía ser. A poco de salir del parador me quedé dormido. Según el plan y según mi cansancio también.
Lo que me dice que estoy en los pagos puntanos es un cartel que anuncia una agropecuaria de Villa Mercedes. Y eso es San Luis. El paisaje es poco atractivo, midiéndolo según el parámetro de la belleza natural. Es campo que sucede a campo que sigue después de una extensión de campo. Más delante se levantan unos grandes montes que se asemejan a las dos jorobas de un camello deforme, una más grande que la otra. Son masas de tierra gigantes, salpicadas de algún verde. La imagen es como un rebaño de diez ovejas enanas y un pastor como Goliat, al que le alcanza con la impetuosidad para mantener a sus vigilados junto a él. Un edificio pelado se ve a lo lejos, ha de ser el único construido en la ciudad que lo alaba como a un dios. No sé qué lugar será, intuyo que no San Luis capital, sería muy poco soberbio tener una cabecera de provincia con un solo edificio.
Pasan las horas y llegamos al río Desaguadero. Un arco es la puerta de la provincia de Mendoza, allí se anuncia a qué casa entramos y las virtudes de ésta: la tierra del vino, se nos aclara rápidamente. El lugar es como un oasis en medio del desierto, hay vida en cuarenta metros a los cuatro puntos cardinales, luego el rojizo marrón domina nuevamente el panorama. Hay unos coches viejos, unos camiones que descansan en la banquina mientras sus conductores duermen tras las cortinas cerradas, un perro que caza la misma mosca de todos los días, como dos papeles interpretados diariamente de acá hasta el fin del mundo, hay empleados de la gobernación que nos cachean el convoy mientras se rascan la rutina solitaria. El Desaguadero es una mancha marrón que está quieta, sin corriente que la lleve a ningún lado. Mira las faenas de los hombres y duerme junto al puente su siesta eterna. Nadie se ve pescando hasta donde llega la vista.
Ya no puedo ver ese paraje, avanzamos a velocidad y nos internamos en unos campos pelados que defraudan lo que yo esperaba hallar. La ruta es una raya derecha, sin toboganes, al borde del aburrimiento que mora más allá de la alambrada. Así será un gran tramo del recorrido mendocino. Después sí, los viñedos que justifican tanta fama, y los hombres, que arrodillados al sol de la mañana, hacen su trabajo con las uvas. Gente que no sabe nada más allá de su existencia, probablemente pobres y explotados, dorados por tanto resplandor, firmes en su empeño de honrar su destino quieto: los hacedores de eso que se conoce como la tierra del vino. Si pudiera bajaría un segundo de este viaje para mirarle la cara a la vida de mi país, la que es un índice estadístico en el lugar de donde vengo. Hasta que alguien se baja del caballo y le dice una palabra, entonces surge la gente de mi patria.
Atrás quedaron las vides y sus palos sujentado el futuro. Ya se ve la cordillera, la verde y la nevada. Todos parecen abrir los ojos y afirmar ahora sí estamos llegando a Mendoza, al lugar de los folletos y los carteles. Donde vinimos. Lo otro estaba en el camino, como un obstáculo para ser dormido. Al entrar en la terminal se pierden las montañas entre algunos inoportunos edificios, pero pronto se la puede ver otra vez, no tan distante como el horizonte que dejamos atrás, más cerca que su Aconcagua imponente. ¡Mendoza!, dice el chofer. Cosa que no hacía falta.
Me sorprendió la terminal de ómnibus, es bastante grande comparada con otras de ciudades más importantes y tradicionales. En el hall central me detuve a informarme en el mostrador del ente turístico de la provincia, allí me atendió un pibe que me mostró un plano de la ciudad y me dio un folleto con la totalidad de los lugares para ver y de las líneas de colectivos que la circulan. En tono claramente irónico comentó la errónea idea de que el fútbol no genera turismo. “Ya atendí a cuarenta personas que vinieron a ver el partido”, me dijo con gesto entre fastidioso y agradecido.
La verdad es que podría haber caminado hasta el centro, no son más de diez cuadras. Creo que por el vértigo que quería imprimirle a las horas que iba a estar en la ciudad me tomé un bondi por el corto recorrido. Me bajé en la avenida principal y caminé por ella hasta la peatonal mendocina. Por Remedios de Escalada de San Martín fui hasta Sarmiento. Muy impresionante el tamaño de la calle solo para peatones, casi una avenida peatonal. Debe ser como tres o cuatro veces el ancho de las Florida y Lavalle porteñas; también más grande que las rosarinas y la santafecina. Está muy bien pensada, porque fuera del espacio cedido a las mesas de los bares y confiterías, mantiene un importante carril para los paseantes, e incluso no incomodan la presencia de artistas callejeros que venden sus trabajos.
No vi un lugar tan limpio como su fama me lo había advertido. No es una roña total pero tenía sus papeles en el piso y sus cestos desbordados, al mejor estilo Corrientes y Callao. Durante largo rato no entendí las canaletas profundas que separa el cordón de las veredas de las veredas propiamente dichas, un mozo me explicó más tarde que éstas eran vitales para la época de deshielo. Era completamente razonable haberlo intuido, pero yo me olvidé de la vida invernal de esta ciudad a los pies de la cordillera.
Caminé una hora por los aledaños del centro y me fui a sacar la entrada para el partido. El lugar donde se levanta el estadio mundialista es el parque San Martín. Es una extensión natural extraordinaria, son cuadras y cuadras de vegetación frondosa. Cuando termina la avenida Civit empieza el parque, allí hay una puerta gigantesca de hierro por la que pasan los vehículos. Comienza la avenida El Libertador: un largo tramo de doble sentido con bosque a ambos lados. La cancha queda sobre esta avenida, justo enfrente de la facultad de medicina de la Universidad de Cuyo. Hasta este lugar solo llegan un par de colectivos. Lo que sigue es el Cerro de la Gloria que contiene el zoológico de la ciudad. Una masa verde que en la época del año de mi visita se asemeja a un enorme morro brasileño. Más allá, la propia cordillera, el Aconcagua, Chile.
Volví caminando por la avenida El Libertador, deshandando el camino que hiciera en colectivo. Mucha gente corriendo, muchos tomando mate, muchos mirando el sol y la tarde primaveral. Y muchos hinchas de Independiente que pasaban en sus coches rumbo al estadio, a comprar sus entradas, y vitoreaban al equipo al verme a mi con la camiseta roja.
De regreso al centro entré a almorzar en un bar en la calle Sarmiento. Lomo con puré, una gaseosa, y luego un té con limón. No tomo vino ( el parejero mantiado y yo no tengo cubija, diría Larralde).
Eduardo Galeano me acompañó hasta que me fui para el estadio. Úselo y tírelo es el nombre del libro crítico de los abusos del hombre sobre la naturaleza, una compilación de historias de dichos, posturas y discursos oficiales sobre la importancia de cuidar el medio ambiente y de talar el Amazonas. Siempre con la astucia y la bilis del uruguayo.
Compré una tarjeta de colectivo con tres viajes y me tomé el primer 03 ramal 112 que vino. Hasta el Malvinas Argentinas.
No quiero detenerme demasiado en el partido en sí. Y no por haber perdido, yo disfruto de ver a mi equipo en todo momento, en cualquier circunstancia, con cualquier resultado puesto. Incluso el 1-3 con el recién ascendido y pobre Godoy Cruz Antonio Tomba, que, hay que decirlo, ganó con total justicia, pese a los errores defensivos de los míos. Perdimos y listo. Seguimos apoyando, alentando, yendo.
Salí de la cancha triste por la derrota, acompañado por una multitud de paisanos del interior que vinieron a ver al equipo que siempre tienen a la distancia; no insultaron ante la frustración, silenciosos se fueron mascando su desilusión pero sé que felices por haber estado. Caminé por el bosque del parque San Martín y cuando llegaba a la avenida que salía a la ciudad corrí los últimos metros para no perder el colectivo que iba a paso lento por el embotellamiento. Después me di cuenta que había perdido, al correr, el libro de Galeano. Por lo que me quedé sin final.
Cuando llegué al centro la peatonal era una multitud de turistas paseando y comprando en los negocios, las mesas de los bares superpoblados, los vendedores y artistas ambulantes haciendo sus cosas entre los rumores y el tintineo de los cubiertos. Decidí irme para la terminal, pensé que allí habría una vida intensa y que podría quedarme hasta la hora de salida del ómnibus. Me equivoqué, el movimiento era importante pero se intuía su lento apaciguamiento después de la medianoche, luego este lugar sería un desierto de negocios cerrados, sin kioscos, sin locutorios, sin bares para trasnochar. Con algunas personas esperando su micro sentados en los bancos, seguro durmiendo sobre sus equipajes. Así vi el futuro de la terminal. Comí una cena simple y rápida en el bar que todavía estaba atendiendo y me volví para el centro de la ciudad.
La avenida principal poco a poco se fue despoblando, igual la calle Sarmiento y sus aledañas. La plaza Independencia quedó sola de paseantes, solo los colectivos siguieron su rutina de pasar semivacíos, atados para no escaparse. Hay varias líneas que funcionan a electricidad, y lo hacen abasteciéndose de un cable general que corre arriba de las calles, y al cual se une otro cable que baja desde cada colectivo.
Recalé en la estación de servicio del Automóvil Club Argentino que está abierta las 24hs. Me quedé un rato leyendo el libro que me compré, para el viaje, al llegar al centro desde la cancha. A falta de mejor lugar tuve que entrar a husmear las estanterías de libros de Musimundo, increíblemente las librerías todas estaban cerradas hacia las 20:30hs. De tanto en tanto sacó la vista de las páginas y contemplo la frivolidad de cuatro chicas rubias, lindas, coquetas, y más preocupadas por su imagen y los que las observan, que por lo que hablaban en su charla. Viajé tan lejos y la vanidad vino conmigo, y se sentó en esa mesa. Aunque de seguro también tiene acá un hábitat natural, como en todas partes.
Vuelvo a caminar por la principal y se me ocurre ir al cine. Averiguo dónde hay uno y allá voy, por suerte es a un par de cuadras. Es el cine Universidad y está solventado por la propia Universidad Cuyana, de otra forma no se explica las películas que tiene en cartel: tan poco “modernas” y “comerciales”. Dos filmes de los tildados cine arte, de la industria francesa e italiana. Somos nueve los que esperamos para entrar, pero resulta que no llegamos a los doce necesarios para autorizar la función. Por lo que se cancela y nos devuelven la plata de la entrada. Nos quedamos parados en la vereda, mirándonos unos a otros. Igual parece que la mayoría deben ser de acá porque no tienen mucha sorpresa por el mal trago, estarán más acostumbrados a este tipo de situación, supongo. En Buenos Aires es impensado no poder ver una película por falta de espectadores. Yo estoy un rato perplejo y meditabundo, buscando una idea de qué hacer hasta las seis de la mañana. Vuelvo a transitar la avenida Remedios de Escalada de San Martín viendo que opciones de acción hay, o más bien, cuáles van quedando. Ya casi ninguna, no queda mucha gente ni mucho que hacer. Vi un ciber que me rescató de la incertidumbre y me alojó durante dos horas.
A las cinco y media llego a la terminal y ya es otro el panorama. Se nota que hay regresos en masa, a Bs. As. pero también a Córdoba, a Santa Fe, y a otros puntos del interior. También a Chile. Abren los negocios y empieza el día domingo, que acá no parece ser tan de descanso. Los miles de turistas exigen una laboriosidad impropia de los lugares del Gran Buenos Aires, por ejemplo. Empiezan a llegar los micros que se van llenando rápidamente. Surgen todos los hinchas del Rojo que habían aguardado toda la noche en bares, hoteles, casa de amigos y parientes, y sé de un grupo que lo hizo en el casino. Las camisetas y todo el rojo mancha la terminal de Independiente de Avellaneda. Un conjunto de diez hinchas abordan el mismo servicio que yo. No nos hablamos pero nos miramos cómplices del viaje, del sentimiento, de la derrota que no tapa la pasión por ir a ver a nuestro cuadro. En todo el trayecto, que será largo y tedioso, irá cambiando la mueca torcida por el semblante de la esperanza, del sábado que viene y el rival que pagará estos platos rotos. Eso se espera, siempre lo hace el hincha.
Me duermo a poco de salir de la terminal y recién me despierto en Villa Mercedes, donde sube gente. Me vuelvo a dormir hasta la llegada a Río Cuarto donde descubro la calma dominical de la esbelta terminal riocuartense, y la sequía que domina el río, por donde caminan por su cauce un par de pobladores locales.
Ahora Venado Tuerto.
Ahora Pergamino. Donde está jugando Douglas Haig en el preciso momento en que salimos otra vez a la ruta.
Llegando a las diez de la noche aparece la furia de la autopista del oeste, el caos de mi ciudad, el inminente regreso.
Doce menos cuarto y camino por la calle 29 de Septiembre de Lanus. Entro a casa donde hay silencio de madrugada. Mañana a trabajar temprano.