viernes, 16 de enero de 2009

CIENTO CATORCE

Hoy es un gran día para parar a alguien por la calle y decirle que alguna persona en este mundo lo ama de manera irrenunciable. Aunque nos mire con cara de indiferencia y hasta de rencor, sin entender por qué nos comportamos de esa extraña manera.
Podría cruzar el salón y decirle a la mujer que escribe su cuaderno en aquella mesa frente a la ventana, que tiene unos pies preciosos, y en serio que los tiene. En otra actitud irregular a los ojos del habitual hábito de cualquier persona.
Quizá me arrime a la mesa del ciego que se toma un café mientras deja descansar a su bastón plegable, y le mienta descaradamente. Y le diga que no se pierde mucho que apreciar de nuestra vida de imágenes.
Otra buena manera de extrañar lo estático sería besarle la mano a la moza cuando me venga a cobrar. E irme sin decir nada, por supuesto. Dejando un beso por toda propina.
La gente cree que yo soy extraño, un sujeto con algunas desviaciones de conducta, una persona simpáticamente diferente. Y yo creo que todos están en vías de extinción, cada cual actuando como el siniestro y universal mandato occidental lo suscribió el día que Henry Ford inventó el consumo de masas.
Lo que ningún historiador perspicaz les dijo es que lo que se consume es su alma singular.
Todos los habitantes de este mundo cuenta entre los principales atributos de su pareja a la inteligencia. Aclaran, a quien lo quiera escuchar, que lo que más le atrajo de su compañero es su inteligencia. Lo que significa que toda la humanidad nada en océanos de inteligencia. Disculpen, pero yo, la verdad, prefiero que lo que me atraiga de una mujer sea su belleza, o lo que a mí me lo parezca como tal. Si es no tan inteligente no importa, y si es bastante ignorante viviremos de espaldas a las altas ciencias humanas, a los múltiples conocimientos universales, al placer de saberse erudito.

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