Algunos no lo creen pero lugares así pasan en Buenos Aires.
Después de la reunión de la revista en el lugar detestable de comida rápida, algunos se fueron a sus casas, las chicas se juntaron en la esquina y decidieron escaparse de la jauría de machos cabríos, y otros miraron el cielo aburridos y se fueron a dormir.
Uno de los columnistas menos comprometidos con la contraculturidad propuso ir a una fiesta en el barrio de Palermo. Los demás, los que quedamos en pie de batalla, agarramos viaje. La cosa venía de joda y bebida gratis. Fuimos.
Pagamos un tacho entre cinco y nos bajamos a dos cuadras para no hacer alarde de adinerados. Caminamos hasta la dirección fantasma y nos paramos en la vereda de enfrente a mirar el lugar. Había un tipo de campera negra en la puerta de un pasillo que parecía ir hasta el otro mundo. Nos cruzamos para entrar. Pasamos nomás sin que el grandote nos dijera nada ni nos pidiera nada.
Adentro no se veía mucho. Al menos los primeros pasos. Después el humo se disipó un poco y la vista se acostumbró a la penumbra del antro.
La música era marcha a todo trapo. Luego de una pieza como zaguán vacío había otra llena de gente bailando a pastilla. Ahí estaba la máquina de pasar música y el que la elegía: un pendejo de pelo rapado y cervezas alrededor. Bailaba mientras ponía y sacaba discos y compactos; hablaba con otro que tomaba vino blanco de botella de tres cuartos. Del pico.
Por otro pasillo se llegaba a la cocina, donde el dueño de la casa y de la fiesta mezclaba bebidas blancas, vino, cerveza, y otras cosas que no distinguí. Todos hablaban a los gritos para tapar la música y tomaban lo que les daba el anfitrión generoso. Una especie de Nerón rodeado de su consorte de aduladores, críticos benefactores, homosexuales lampiños, y mujeres putas y de las otras. Sin ningún Séneca.
En la pieza de al lado muchas mujeres y hombres de distinto sexo (una forma de decir que no sé qué era qué cosa) estaban tirados en el piso charlando, bebiendo, pero vestidos, siempre a los gritos. En una punta había un metegol y dos jugando un mano a mano. Seguí de largo.
Más al fondo (enorme caserón) encontré más habitaciones que estaban a los costados del pasillo central que llegaba a un patio que se veía allá lejos. En la primera me encontré un pibe con los pantalones desabrochados y el cierre bajo, y una piba que, tomada del brazo por el pibe, decía que no con la cabeza. No muy convencida. Mientras negaba y se decidía entre negar del todo o cambiar de opinión, le miraba el calzoncillo que estallaba hacia delante. El muchacho hablaba bajo y acariciaba el pelo de la chica, mientras que con la otra mano apretaba el antebrazo de ella.
Tres pasos en diagonal vi una puerta entreabierta y adentro una cama rechinando por el subir y bajar de dos personas. Ya que estaba me quedé mirando unos minutos. Se asomó un brazo con pelo negro tupido, después se metió debajo de la colcha. Luego salió otro brazo negro pero no tan tupido. Se vio la planta de un pie con callosidades que raspaba la sábana, y ahí se asomó un pibe de barba candado. También emergió de los abismos Dionisos otro pibe pero sin barba.
Ahora la música sonaba como lejos, no tan alto.
En la última habitación había chicos y chicas sentados en sillas de madera blanca, charlando muy animadamente mientras sonaba la música de un grabador portátil que estaba en el piso. La pieza tenía solo sillas, sin ninguna mesa. Una biblioteca empotrada a la pared, inmensa, llegaba hasta el techo altísimo, con cinco libros solitarios. Después tierra por todos los estantes, muy visible, gris, quieta, de hace siglos.
Me miraron sonriendo y me saludaron con la mano, medio que me invitaron a pasar y presentarme. Les dije que estaba buscando a alguien y seguí hacia el fondo.
En el patio apenas se escuchaba la música. Varias reposeras y varios sentados en ellas. Algunos descalzos pero con las medias puestas, la mayoría sentados con todas las partes del cuerpo arriba de la lona verde. Hablaban y tomaban cerveza y vino tinto. En un extremo dos pibas jugaban al ajedrez en una mesa de piedra con el tablero dibujado, como las que hay en las plazas.
También me invitaron a sumarme al diálogo. Volví a mentir con la búsqueda.
Cuando iba de regreso al Kilombo inicial no pude evitar mirar en las dos habitaciones del sexo cómo iba la cosa. En la de los homo seguían moviéndose a buen ritmo debajo del acolchado; en la otra el pibe tenía los pantalones abrochados y el cierre subido pero seguía al palo. Charlaban muy arrimados pero sin rozarse siquiera. Ni me miraron.
Cuando entré en la cocina el Cesar seguía sirviendo vasos y vociferando a todo el mundo a manera de charla civilizada. La música volvió a ser estrepitosa y ya era regatón. En el pasillo había un par de vómitos chicos y estratégicamente ubicados, para no joder el paso.
En la habitación del disck jockey seguían bailando muchos, y otros estaban tirados en el piso fumando tabaco común y tomando cerveza.
Casi no había mujeres en polleras. La mayoría tenía pantalones y unas pocas vestían esos pollerones largos hasta el tobillo, finos y negros.
No lo dije pero a cinco metros de la puerta de entrada ya me perdí con los que había llegado. A uno de lentes lo vi después con un vaso de plástico en la mano, en un abrir y cerrar de alguna puerta. Los demás ni idea.
No pagué nada. Tampoco tomé nada, yo nos tomo cerveza ni vino, algún trago sí, pero en esta fiesta no se preparaban mezclas elaboradas. La música no me gustó. El ambiente no me gustó. Esa idea de juntar desconocida gente en un lugar oscuro, ruidoso, humeante, mayormente sin chances de entenderse con nadie, no me gusta para nada. Para algunos esas “reuniones” grupales son manifestaciones de contracultura y espíritu under, para mí son una bosta.
Salí a la calle y enfilé para la avenida Santa fe. El grueso de la puerta no me dijo nada. Le deben haber pagado para hacerse pasar por duro un rato.
viernes, 16 de enero de 2009
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