lunes, 30 de noviembre de 2009

CIENTO OCHENTA Y UNO

A unos cincuenta metros el convoy parece avistarme llegando por el norte, ahí sí comienza la esperada renuncia a permanecer varadas en la calle. Algunas vacas se alejan del camino a paso lento, casi como calculando el tiempo que tardaré en llegar al lugar donde se encuentran; otras, sobre todo los terneros, huyen al trote, como corriendo a pedir ayuda. Saltan el pequeño alambre que separa la vegetación intocable por ley del parque, siempre mirándome con recelo, con respeto, y, entiendo que con temor. A la distancia prudente que su instinto les marcó me ven llegar al sitio antes ocupado por ellas; yo empiezo a sonreír porque comprendo que soy predador superior, y en ese caso un sujeto temible, agresor en potencia, y a fin de cuentas, y razón no les falta, un extranjero de su hábitat natural: este paraje árido y colorado que es un extenso semi desierto al circuito serrano que separa San Luís de San Juan. Ellas siempre están por acá, yo vine hoy por vez primera.
Acomodo mi bolso sobre mi cadera derecha, me levanto la campera atada a la cintura que se me está cayendo, y ya llego al punto de conflicto. En una muestra sencilla y casi ridícula de camaradería y comprensión, me voy corriendo hacia la margen opuesta a donde se escabulleron los animales dueños del lugar, como para mostrar intención de pasar solamente, sin ofensas ni malas acciones. Desde una veintena de metros, la tropa me mira seriamente, atentamente, y ahora curiosamente; no parecen tener miedo, no se alejan más. Mi sonrisa se transforma en risa para luego ser carcajada. Levanto la mano en la más inhóspita soledad y saludo a la vacada.
La carcajada se vuelve ahogo repentino. El ruido no es de vehículos ni es de temblores orogénicos. Es de una robusta vaca que sale mugiendo a voz del infierno desde los matorrales aledaños. Yo dudo un segundo, dos, trato de entender la realidad de lo que está pasando. Al tercero las dudas se fueron lejos de mí, me sacaron como quince metros de ventaja; el animal corre en mi dirección con grandes vozarrones de la naturaleza de su comunicación, me grita podría decir, y se me viene encima sin pausa y con prisa. El susto me invade, empiezo a correr a todo lo que puedo mientras miro hacia atrás, la madre de los terneros no se detiene, sigue rauda y veloz en mi búsqueda. La vaca, que es considerablemente más grande que todas cuanto estuvieran en el camino, me ataca con decisión, sigue mugiendo como tronando insultos de Ser enojado en extremo, sospecho que es la madre de todos los otros, sospecho que lo que dice en su esperanto vacuno y gutural es “¡No te metas con los pibes!”. Y me corre, no para. Yo cuento, al cálculo de boca de jarro, unos treinta metros de persecución concreta y sin intenciones de abandono. Durante unos segundos clavo mi vista en el horizonte y pienso en correr hasta Chile, me recuerdo a Canessa cruzando Los Andes con terquedad y sabiduría; luego volteo la vista y descubro que la vaquillona enfurecida y protectora desistió la corrida, y retorna a su lugar junto a sus hijos e hijas; me detengo y miro a la distancia, ella me mira parada en mitad del ripio rojo y marrón, desafiante, amenazante. Los terneros y las demás van saliendo de la vera del camino y se unen a la portentosa.
Continuo caminando, lo hago de espaldas al futuro, verificando mi seguridad. Los latidos ya se fueron normalizando, la calma ha vuelto.
A como doscientos metros del episodio entre curioso y vergonzoso caigo a la realidad inverosímil: una vaca puntana me acaba de correr treinta metros, o por lo menos veinte. Todo ha pasado un viernes 27 de junio del 2008 de nuestro Señor, en el árido, solitario, y espectacular Parque Nacional Las Quijadas.
Caminando, con solo el sol como testigo de mi travesía en la San Luís agreste e invernal, sacando fotos, meditando sobre el tiempo que tomará ir y volver a pie, escapando de vacas salvajes, lamentando no haber traído agua, imaginando el paso de algún coche que me lleve de regreso a la ruta. Así llega el mediodía del 27 de junio del 2008.
Adelante, ahora estimo que a unos dos kilómetros, empieza una serie de curvas y contra curvas que hacen al viajero penetrar en la cadena montañosa de Las Quijadas.
No se me ocurrió mejor forma de comenzar este pasaje de mi relato de viaje, perteneciente al segmento que se podría llamar “La visita de un obstinado a Las Quijadas”. La verdad es que no sé a cuánta gente le pasa una cosa así, y juro que yo no hice nada que ameritase lo sucedido.

CIENTO OCHENTA

El Señor E volvió a visitarnos en el subsuelo. Dijo que está cansado de siempre lo mismo. Nosotros también. Aunque el único que lo manifiesta soy yo; será porque soy el único, precisamente, que tengo algo llamado conciencia de clase. Y no me sale olvidarme la diferencia que hay entre él y yo, ni tampoco desconocer que mi bienestar está chocando siempre contra sus ambiciones desmedidas y delictivas.
Todos los demás quieren ser él, como él, lo que él es; yo quiero alejarme de cualquier mínimo rasgo que me pueda hacer confundir con Mister E.

CIENTO SETENTA Y NUEVE

Trescientos metros metidos abajo del cerro Tomolasta la señal del teléfono móvil se desintegra. No hace falta comprobarlo iluminando la pantalla, el cerro es un gigante de dos mil cuarenta metros y yo estoy a tres cuadras de la entrada del yacimiento minero de La Carolina.
Tomás me narra la historia de los buscadores de oro de La Carolina, el pueblo que fundó hace más de dos siglos el virrey Sobremonte.
Todo comenzó a fines del siglo dieciocho con los españoles, siguió con alemanes e ingleses hasta el 1900. Terminó hace cincuenta años con la última de las siete concesiones que explotó la mina de oro del pueblo. Ésta fue la que le dio el postrero nombre y el que pervivió hasta hoy: Mina Buena Esperanza.
Mi guía personal Tomás (le pagué cuarenta pesos para que me abriera la mina), me vistió de minero y me internó en ese corredor profundo y oscuro que tuvo su gloria y tristeza, que fue hogar de la fiebre del metal dorado durante más de cien años, hasta su secado y abandono absoluto por inservible. Lo que queda: un túnel extenso de trescientos metros, dos bifurcaciones de veinte y cincuenta metros, y un tercer tramo de cuatrocientos metros al que se le hundió el techo y jamás pudo volver a ser visitado. Y el carro original de extracción del preciado oro, estacionado en la puerta, solo él rozado por la luz solar, y como un vestigio pobre y miserable de un pasado de actividad intensa y orgullosa.
Caminamos hacia el interior chapoteando en el agua rojiza que sale de una vertiente natural al final del estrecho pasillo. Tiene ese color por el óxido de hierro que la colorea y la hace impotable. Las botas me van bien y el casco apenas ilumina medio metro delante de mí. Tomás me muestra el camino con una poderosa linterna ya de estos tiempos. Paramos cada tanto para ver los lugares donde se arrancaba el oro del útero del Tomolasta, y para descubrir las estalactitas en las paredes. A ciento cincuenta metros viene el primer cruce de pasillos, una encrucijada verdaderamente de película de aventuras y suspenso. Tomamos de uno por vez.
Hacia la izquierda el túnel termina a veinte metros, justo debajo de la excavación vertical que sirve de respiradero. Tomás me aclara que el oxígeno no falta jamás, ya que el circuito de pasillos tiene varias salidas y entradas de aire como chimeneas.
En la bifurcación a la derecha podemos ir hasta cincuenta metros, justo hasta donde, hace ciento treinta años, quedaron sepultados cuarenta y cinco hombres, al derrumbarse este tramo del túnel.
Tomo fotos y escucho las explicaciones técnicas del guía sabelotodo. Sé que no las recordaré todas, ni algunas siquiera.
No puede dejar de asombrarse el que entre a la mina de oro de La Carolina La Buena Esperanza. También sorprende enterarse que hasta algunos años atrás, en las aguas que se escapaban de la mina y bajaban como riachos por la margen del pueblo, muchos hombres encontraban modestas cantidades de oro, con la cual llevaban una vida de subsistencia. Pero vivían al fin de su búsqueda.
El pueblo de La Carolina está a 83 kilómetros de San Luís capital. En medio de las sierras centrales conforma un lugar de mucha paz y tranquilidad. Llegar hasta él es un paseo formidable, en cierta forma recuerda al trayecto salteño a Cafayate. La ruta provincial 9 va haciendo un slalom entre cerros y montañas; a veces gira todo a un costado para esquivar a un coloso verde y marrón, luego dobla para el otro lado para sortear a un hermano de aquel. En ocasiones, si se mira atrás, se descubre el camino dejado abajo como una línea gris que no se decide a mantenerse recta.
El valle de Pancarta es el resultado de esas cadenas serranas amontonadas, y está entre El Trapiche y La Carolina, pero antes de ésta última.
Filósofo, poeta y patriota de nuestro país. Nació en La Carolina en 1797. Su casa natal fue integrada al primer Museo de la Poesía, en el que se reflejan su obra y espíritu revolucionario. Contiene una biblioteca con manuscritos originales y libros de poetas de San Luís y el país. La localidad recibió sus restos en agosto del 2007, repatriados desde Chile donde había muerto.
Hablamos de Juan Crisóstomo Lafinur, el hombre ilustre de La Carolina. Su hijo predilecto. A cada paso hay una referencia a él, las que colocaron sus habitantes, porque lo estiman en su genio y figura, y las que puso Adolfo Rodríguez Saa para congraciarse con posibles votantes.
Almuerzo en el restaurante El Tomolasta. Le tomo una fotografía a una familia de mendocinos que están terminando su comida y escribo en mi cuaderno naranja Gloria las notas del día de ayer, aquellas del regreso en camión desde Las Quijadas. En la tele con sistema satelital juegan Nadal y Kiefer un partido por Wimbledom. Pido al mozo cambiar de canal y miro el descenso de Nueva Chicago y la alegría de los mil rayitas.
Pago y me voy a caminar por el pueblo bicentenario.
Ando por calles de tierra que se aburren ante casas de piedra humilde. Los dos hostales del lugar están cerrados, la escuela 214 descansa del griterío que albergará cada día, en este día sábado. Veo a esos mismos pibes, serán todos o casi todos los del pueblo, jugar y correr por los caminos montañosos, se persiguen con palos y ramas de árboles, gritan y saltan. No sé a qué juegan, no son los juegos que yo jugaba. Pero también horadan el silencio de la tarde como lo hacía yo en mi niñez al sol.

domingo, 29 de noviembre de 2009

CIENTO SETENTA Y OCHO

El cementerio de Cachi domina el pueblo. Está en el monte que se ve desde cualquier punto del poblado; desde abajo se muestra como una acrópolis griega, una construcción enteramente blanca que se alarga unos treinta metros, aunque desde abajo tan solo puede verse la mitad.
El camino hacia el lugar santo es a través de un sendero de tierra y piedra, más piedras a mayor altura. Hay que seguir derecho de la plaza y doblar en la calle De los Ríos. Allí derecho se cruza un puente por el que pasa un solo vehículo por vez, ahí comienza el ascenso. No es empinado, va subiendo de a poco el kilómetro de distancia hasta llegar a la cima, desde donde se observa todo el pueblo de Cachi, algún pueblo aledaño, y el cordón montañoso, incluyendo el único pico que está nevado. El Cachi nevado según los lugareños.
Al llegar arriba del camino pedregoso se sale a una gran explanada también de piedra apisonada. Ahora sí se puede apreciar y medir el largo frente edilicio del cementerio; es como un cabildo pero sin su torre central para oradores. Tiene ocho o nueve arcadas (me olvidé en verdad la cantidad) que simétricamente dan resguardo a una galería de dos metros de profundidad. Desde donde estoy parado puedo ver la reja de entrada entreabierta, una de sus pestañas, y más allá cruces, lápidas y algunos nichos.
Me quedo contemplando el pueblo en el absoluto silencio del valle extenso, de espaldas a las arcadas blancas. Luego de un rato me volteo y entro por la abertura, haciendo sonar la bisagra de la reja. Ese único ruido se desplaza por entre las montañas y los pastos crecidos. El cementerio está un poco descuidado, concluyo que podría estar mejor. Camino hasta el fondo, unos treinta metros, y aprecio las montañas y sus picos.
Cuando estoy volviendo escucho un tintineo metálico leve, un sonido que solo se escucha en ese lugar. Es una campana pequeña (igual a la que tenía mi escuela primaria, allá en Lanús) que cuelga de una madera cruzada en la última arcada hacia la izquierda. El viento, cuando es fuerte, apenas hace chocar la bolita metálica que golpea la campana, y en ese momento se levanta un viento fuerte. Me tapo los ojos del polvo del suelo que se hace remolinos y miro la campana; no puedo resistir la tentación, y la toco.
¿Empezar a hablar del cementerio de Cachi es una manera de empezar por el final, no?

La niebla que dejé en Buenos Aires llegó a Salta. A las siete de la mañana salimos con la empresa de micros Marcos Rueda a la ruta 68, apenas se puede ver treinta metros delante. El colectivo se empieza a llenar hasta agotar la capacidad de asientos, los pasajeros suben igual aunque deban ir parados; el trabajo espera allá en la alta montaña y al pie de los ríos secos, en los pueblos calchaquíes. Hay maestros de escuela, artesanos, vendedores ambulantes, campesinos: la mayoría bajará antes de Cachi.
Para cuando doblamos en la ruta provincial 33 la niebla es menos espesa y comienza a disiparse. Yo, que había entablado conversación con un lugareño de Cachi, me levanto para dar mi asiento a una señora muy mayor. Arrugada, cansada, pero con varias bolsas que lleva a su puesto de trabajo en el parador Aguas Negras.
Por suerte para mí la niebla se disipa totalmente. Justo a tiempo para ver la Quebrada de Escoipe; allí comienza la parte del viaje que saca suspiros de admiración. Quedaron atrás los tabacales que no vi por estar ocultos en la niebla.
Estos valles son la parte de atrás de la ruta a Cafayate, completan el circuito calchaquí que tantos llegan para recorrer año tras año. El corredor Salta-Cafayate-Angastaco-Molinos-Cachi-Salta. Con los agregados del dique Cabra Corral y el ascenso hasta San Antonio de los Cobres (ese es el trayecto del clausurado Tren de las Nubes).
Son distintos los valles hacia Cachi. Menos rojizos, más verdes, por momentos más altas las cumbres. La Cuesta del Obispo lleva el serpenteante camino a 3348mts. sobre el nivel del mar; un camino de ripio en su mayor parte, tan solo con algún pedazo de un mejorado muy desmejorado. Por eso el viaje es largo, casi cuatro horas de ir a velocidades inferiores a los ochenta kilómetros por hora, cuidando no desbarrancarse en las curvas sin pared de contención, tocando bocina antes de llegar, dejando pasar primero al que viene de frente, mientras se aguarda en el costado. Porque no pasan dos colectivos al mismo tiempo en algunos puntos. De vez en vez frenando hasta velocidad de peatón para badear un arroyo que, insolentemente, cruza el camino con buena correntada. Viene de lo alto de la montaña y debe tener temperatura bajo cero. En una curva pronunciada disminuimos la velocidad hasta detenernos por completo; miró por qué y entiendo. Hay que cruzar el río que corre por el medio del valle, entre los gigantes. El puente es de madera y pasa un vehículo por vez. Además el chofer debe acertar a las huellas de madera donde deben ir cada rueda. Lo pasamos escuchando cómo crujen los maderos y se golpean unos a otros.
Un cartel enorme hecho de troncos bien barnizados anuncia que entramos en el Parque Nacional Los Cardones. Pasando el Valle Encantado no es necesario el cartel, los campos se ven desbordados de cardones enormes, de más de dos metros y medio de altura. Hay como una comunidad de estos espinados verdes que parecen saludarnos cuando pasamos, dada su natural conformación se asemejan a personas levantando su mano o las dos. Hola, dicen cientos de cardones.
Luego de subir sin pausa se llega a unas colinas por las que se avanza en línea recta. Tractores, aplanadoras y camiones trabajan en el mantenimiento del camino, que en este tramo parece una gran avenida de ripio, ya que tiene cuatro carriles. Igual muy rápido no es aconsejable ir, el polvo se cuela por cualquier hendija del vehículo. Los hombres trabajando saludan a nuestro chofer con la mano en alto, y los camiones con un juego de luces. Nosotros seguimos viaje por entre campos de tierra seca, a la que le crecen pequeños yuyos feos, triangulares, y distantes dos metros entre sí. La alambrada nunca cesa de recordarnos la era en que vivimos, sube y baja a la par de los montes, se sumerge en arroyos, jamás se da por vencida. Así lo manda su dueño.

Cuando bajo del cementerio una nube de polvo me cubre por completo, el viento le ayuda a convertirme en un fantasma con gorra roja, un pombero de lentes y camiseta.
De regreso en el pueblo recorro el sitio a paso lento y bajo el tibio sol del otoño salteño. Callejas prolijas con casas de material al estilo del periodo español, con rejas, puertas de madera, y veredas angostas y altas. Una especie de La Boca pero sin riachuelo.
La plaza es una manzana y reúne lo mejor del pueblo: la oficina de turismo, las dos casas de comida, los artesanos, el honorable consejo deliberante, un monasterio antiguo, un museo arqueológico, una telecabina, el banco Macro (está en todos los pueblos, chiquito o grande siempre hay uno).
Cachi no tiene terminal de ómnibus, de hecho la empresa Marcos Rueda es la única que llega. Sus micros se detienen en la calle frente a la oficina de la compañía; allí salen también para Salta y para el pueblo de Molinos, cincuenta kilómetros hacia el sur por la ruta nacional 40.
Hay un detalle que se escapó a mi previsión o a mi falta de ella más bien. No hay micros de vuelta a la ciudad de Salta en el día de hoy; los servicios salen a las siete de la mañana de la capital y llegan a las once y media a Cachi. El retorno es al otro día a las nueve de la mañana. Por lo que el regreso será en remís compartido, cosa que me mantiene intranquilo un rato, ya que el único turno que quedó es a las 18:30hs. A las 19 será de noche y estaremos en precipicios negros y fríos.
Me relajo y disfruto sin pensar en la vuelta.
Entro en el Comedor del Sol. Voy al baño y me lavo las manos y los lentes, la polvareda del monte me dejó gris y casi sin visión. Cuando vuelvo miro la carta y pido un lomo a la frontera (lomo, dos huevos fritos, papas fritas, y cebolla y otras verduras). Le pregunto a la camarera del lugar cuándo se toca la campana que está colgada en el cementerio, me dice que cuando se realiza el entierro de un poblador, en el último adiós. Me descubro irrespetuoso y profanador. Igual, nadie sabe quién fue el que la hizo vibrar en todo el valle, por la mañana.
Escribo mientras espero el almuerzo. Como. Vuelvo a escribir. Suena Folklore. Afuera, la marcha peronista, a todo volumen, inunda el pueblo con justicialismo y proselitismo rudimentario. Es época de campaña, claro. Lo alarmante es la poca necesidad de ser creativo para conseguir un voto: un comité abierto, gente sonriendo, la marcha a todo trapo, y la foto del candidato con cara de salvador. Por lo menos no estaba colgada la del General montado en su corcel blanco.
Esto es Cachi. Humilde lugar después de soberbio trayecto.
En un equipo de audio portátil con CD suena cumbia, un chico de unos doce años es el disck jockey encargado de entretener el patio del colegio. Los chicos de las salitas rosa y celeste acatan las órdenes del profesor de gimnasia, juegan en dos colchonetas en las cuales se tiran de mil maneras. Las maestras van y vienen preparando todos los detalles para el honor a la bandera. Es 20 de junio, el original, no el homenaje corrido para ser feriado turístico.
La escuela Victorino de la Plaza (de quién habrá sido la idea de poner ese nombre con tan poco que ver en un pueblo de montaña) está embanderada de pe a pa, las paredes de sus galerías están repletas de los trabajos manuales de los alumnos, alusivos a Belgrano y su gesta. El resto lo cubren las obras de las maestras. En el patio, en medio del cuadrado que forman las cuatro galerías, hay guirnaldas, papeles celestes y blancos, y una mesita. Se acerca la hora de la merienda. Veo pasar una pava tamaño familiar, una cacerola extra large, y abundante pan. Las cosas son transportadas por los alumnos de los grados superiores, que desempeñan a su vez una suerte de auxiliares de los docentes. Como si fueran los hermanos mayores del alumnado. En cierta forma lo son en un pueblo de dos mil habitantes.
Termina la clase-juego de educación física. Uno de esos auxiliares ayuda al profesor a guardar las colchonetas. Me sonríen y saludan cuando me ven parado, observando la rutina del colegio. Todos me saludan: chicos, maestras, mujeres de limpieza, y el Director del colegio, que me pregunta desde dónde los estoy visitando. Las puertas del colegio estaban abiertas y entré sin preguntas de nadie, soy un ajeno que presencia la vida de la escuela en una fecha patria. Nadie está pensando en pedirme que me retire.
Luego de un rato me voy caminando despacio. No creo que los días sean distintos al de hoy en la escuela de Cachi. Un comedor escolar, una guardería, un albergue por una horas, una sala de espera para esperadores de algo. En definitiva, mucho más que una escuela de pueblo adentro.
Cruzo la plaza y entro al museo arqueológico Pío Pablo Díaz. No sé si el lugar estará como lo soñó quien le da su nombre, pero a mi me sorprende la instalación cuidada, sus salas señalizadas en dos idiomas y aclimatadas a las exigencias de sus piezas, su material contenido. Puede ser que porque esperaba mucho menos, eso es algo que suele pasar en lugares distantes, medio olvidados por la gran ciudad.
Hay herramientas de agricultura y ganadería, armas de guerra, vasijas, adornos y collares incaicos. Vuelve la referencia.
Compro un bono contribución y salgo a tomar el último sol que queda. También tomo un helado, de los últimos gustos que quedan también. Camino por el pueblo. Va acercándose la hora de irme de Cachi.

sábado, 21 de noviembre de 2009

CIENTO SETENTA Y SIETE

Cómo expresar la sospechada locura de un interlocutor, o cómo decir que un tipo está lo que se dice Limado.
Algunas formas no tradicionales de evidenciar al orate.

Se le venció la garantía.
Tiene el satélite con demora.
Tiene la bombilla tapada.
Se le llenó de agua en el radiador.
Le falta un agujero en la quena.
Perdió la partitura.
Tiene una cuerda rota en el arpa.
Está sin rueda de auxilio.
Tiene la platería incompleta.
Está con el boleto mínimo.
Se le pasó la parada.
Le falta una rosa en el ramo.
Se le hizo agua el cubito.
Perdió el frío en la heladera.
Tiene el cable sin pituto.
Se le fue el gallo de la veleta.
Le falta el enano en el jardín.
Se le velaron las fotos.
Le robaron la batuta en la orquesta.
Tiene el taco sin tiza.
Le falta una vela en el paquete.
Tiene el Jack sin sorpresa.
Se le desarmó el Kinder.
Tiene el periscopio tapado.
Se le trabó el molinete.
Le falta el actor principal.
Tiene el barrilete en los cables.
Ya no arma la setenta.
Perdió la locomotora.
Tiene el salero tapado.
Le falta un gajo en la Tango.
Alguien le rayó el queso.
Se le borró la senda peatonal.
Se le secó la pomada Cobra.
Tiene el Arca sin Noé.
Se le vació la garrafa.
No le explotó el triangulito.
Tiene una baldosa floja.
Le crecieron los niños cantores.
Tiene la mesa sin croupier.
Le remataron el boliche.
Tiene fuga de cerebros.
Tiene un solo remo en el bote.
Tiene el terreno baldío en venta.
Se le voló el cucú del reloj.
Tiene la fuente sin angelito.
Le renunció el jockey del caballo.
Tiene una gatera vacía.
Le falta un broche en la soga.
Se le fueron un par de porristas.
Le falta el pastor del rebaño.
No encuentra la llave de paso.
El capitán le abandonó el barco.
No se le abre el paracaídas.
Se le apagó el espiral.
Se le fue el conejo de la galera.
Le talaron los pinos del bosque.
Se le tapó el snorkel.
Tiene un Titán menos en el ring.
Se le cortó la luz en el Faro.
Se quedó sin señal de ajuste.
Se le fue un reno del trineo.
Se le fundió la lamparita guía.
Le empezó a hablar el mimo.
Se le paró el teleférico.
Se le secó el oasis.
La tortuga le abandonó la caparazón.
Le faltan todos los pochoclos de la manzana.
Se le zafaron los troncos de la balsa.
Le filtra el agua en la presa.

sábado, 14 de noviembre de 2009

CIENTO SETENTA Y SEIS

El pasillo está casi vacío, solo un pordiosero tirado junto a la pared. Con el cuello torcido, babeante, desvanecido, hasta quizá esté muerto. El y yo somos lo último. Y las bestias.
La luz del tubo fluorescente blanco no termina de relampaguear, proyectando rayos de claridad fugaces a los distantes molinetes abandonados. Los papeles no vuelan, no hay viento aquí abajo, no hay ya nada acá. Solo yo y mi andar alucinado. Arriba la noche hace estragos en lo que queda de una ciudad en ruinas; los animales, antes domésticos y dóciles, se han reencontrado con la naturaleza de sus instintos, y sus patitas son asesinas. De todo lo que reste por asesinar en estos tiempos, y de ellos mismos cuando el hambre lo decida salvajemente. Todo vestigio del pasado en cautiverio será un recuerdo difuso e inverosímil.
Pienso en que si un perro entra en la Estación me destrozaría sin problemas. Necesito ir a cerrar la reja que da a la avenida que nunca duerme, pero tengo miedo de enamorarme de la fe de la luna muerta que busca sobre los escombros, y querer salir a buscar gente viva. Decido no ir y que la suerte sentencie si vienen o no mis mascotas hambrientas.
Me siento al lado del hombre hediento y abrazo mis piernas, juntándolas contra mi pecho. Hace unos días que perdí todo miedo, me dejé convencer por la razón, que me dicta lo que debo ir haciendo para ver cuánto puedo durar.
El olor a orina de mi compañero ya no me molesta en absoluto, y tampoco me atormenta el silencio. No deseo que diga algo el hombre, no me agobia escuchar solo los aullidos lejanos de las desesperadas hienas. Después de todo ellas están tan abandonadas como yo en este mundo del tiempo después, tienen tanto derecho como yo a gritar su furia. Aunque yo ya no lo hago.
La luz indecisa se inclina por la noche, y muere. La oscuridad está ahora sobre este pedazo de pasillo. Para adelante, hacia la combinación que lleva a la otra línea, se ve una claridad firme, alumbrando los carteles publicitarios, las flores secas del puesto, la escalera que se hunde más abajo todavía. En la otra dirección, que me regresa a las vías muertas, ya no hay visión posible. Pero de allí nada puede venir, pienso. Da igual.
Cierro los ojos y escucho una respiración que no es la mía. Es el hombre que lucha por una vida que ya no tiene hace muchísimo tiempo. Abro los ojos y trato de ver qué hace, cómo pelea, qué intenta; apenas puede mover levemente la cabeza doblada sobre el zócalo, sin levantar una mano, sin una inclinación de una pierna siquiera. Pongo la mano sobre su pecho húmedo y tiene una vida que pende de un hilo. Una hiena, con mostrarle los dientes ya lo mataría. Incluso si yo dejo de pensar en él como un ser viviente dejará de respirar. Tal vez debiera hacerlo. Sé que nos necesitamos: en unas horas uno será alimento del otro. Puedo dejar hacer a la muerte o ahorrarle tiempo. Como sea debiera esconderlo en un lugar seguro, donde no llegue el olfato recuperado de los perros acechantes.
Me olvido unos momentos de la situación y me pierdo mirando fijamente la pared oscurecida. Persiste la respiración de fondo, y yo medito cuánto tardaré en volverme un asesino; no, no es esa la palabra. Un animal que busca comida en donde sea, como hace miles de años he sido.
Los ruidos de las salvajes pisadas apuradas me sacan de mis pensamientos. Tapan los gemidos de mi compañero y saben dónde tienen que ir. Me subo al techo de un puesto de llaves al paso y me petrifico, tratando de no ser descubierto. Las hienas llegan y devoran a mi presa, que apenas se queja en unos segundos de agonía sumisa. La voracidad de los dientes no conoce de pausas, se disputan la carne cinco supervivientes de la superficie. Ante mi silencio y mi desilusión se quedan con mi comida, nada dejarán para mí.
El tubo renace y me presenta a los restos del vagabundo. Poca sangre en el suelo, ropa desgarrada y huesos amarillentos es lo que veo desde mi guarida elevada. Al menos las hienas se fueron sin percatarse de mi presencia. Ahora deberé bajar a las vías muertas y caminar hasta la estación siguiente, puede que haya algo en alguna vieja máquina expendedora en la Terminal. Tal vez otra gente. Y siempre las mascotas de la superficie dispuestas a bajar por mí.

lunes, 9 de noviembre de 2009

CIENTO SETENTA Y CINCO

Hoy quiero ira.
Quiero un mar de sangre en las calles.
Quiero la sangre de todos los inocentes pintando las veredas,
la sangre del trabajador y del vago,
la del rico y la del pobre.
Quiero la roja sangre de todo lo que tenga roja sangre.
Quiero que todo muera,
los justos y los injustos,
y los que aman la vida,
y los que son indiferentes.
Quiero el final del suplicio del enfermo.
Quiero calles desiertas,
ya sin testigos por el resto de la eternidad.
Quiero saciar mi ira,
con estas palabras odiosas que poco dañan.
Hoy quiero tener un sueño despreciable.
Es impulso liberado y nada más.
Es echar una red para atrapar un pequeño pez.
Es gritar y aborrecerme al instante.
Cambio toda la luz del mundo por la mayor oscuridad,
solo porque de allí sé que ellos no podrán escapar.
Y tendrán tanta miseria como yo.

CIENTO SETENTA Y CUATRO

Es el pueblo judío tragando la arena del desierto.
Es la boca seca del náufrago y su desesperanza.
Es la víctima que no lo sabe, y que no lo espera.
Es la ruina de la civilización maya,
y es el dolor de Amarú.
Es el miedo del antílope en la sabana africana,
y es la tierra agrietada de sed.
Es un millón de años luz de distancia del paraíso,
y es el fondo del mar.
Es el sembradío ardiendo en llamas,
y mil espejos rotos dentro de la casa.
Es el alud a cien metros de la cima.
Es el significado de la palabra estoico.
Es el eco de un pasado de gloria.
Es alegría, más tristeza, más paciencia.
Es la gente de Racing.

sábado, 7 de noviembre de 2009

CIENTO SETENTA Y TRES

El chavón churro y el Señor E convergen en este mediodía de octubre, en minutos cercanos, y en distintas posturas, y diferentes escenarios. Cada cual haciendo lo que su razón de ser le dicta de manera inquebrantable. En la vereda y en el subsuelo; con gestos ampulosos y estampa de sabelotodo, y con timbre de voz decidido, enérgico, infame. El juego de siempre para uno, y la liviandad absoluta para el otro.
Apoyado sobre su moto, el chavón churro despliega todo su arsenal de confianza en sí mismo, de palabrería insensata, de vida al margen de la realidad. No habla conmigo, lo hace con otro compañero de laburo, y le cuenta algo de todo lo que está haciendo. Nada de nada. Subsistir de manera inescrupulosa, viviendo de los ingresos de la anciana madre, y siempre rumiando ideas fabulosas y sin futuro cierto. Un caño y otro, y otro, y nada que justifique su existencia. Pasando la vida sin un movimiento. Solo pensamiento, desvarío de la piedra eterna.
Casi a la misma hora el Señor E se avino a su actuación de costumbre: gritos de descontento, ofuscación impostada, reproche sobre razones débiles con ausencia de fundamentos. Todo una perorata que tiene por finalidad que sus empleados más esforzados no osen asomar la cabeza del hoyo subterráneo; que la existencia les siga pasando por hacer lo máximo sin pedir lo mínimo, sin un reclamo ni una queja, ni un amague de reclamación.
Se trata de amedrentar para cercionar toda voluntad de acción. Mostrar los dientes mucho antes de asumir la pelea como un hecho consumado y sin retorno.
El encargado que escucha las críticas con cara de disculpas que no debiera pedir. Y que ni siquiera trasladará a sus subalternos sudados y enajenados entre las 8 y las 18. Sabe que no puede hacerlo, que recibiría un aluvión de insultos si derramara sobre ellos la fantochada del Señor E. Traga saliva y empieza a digerir la bronca, y con ello se gana el salario de perro más limpio entre la jauría roída. Se acomoda la estrella de David que porta en el brazo y que lo convierte en guardián del guetto, velador de los vejámenes de E. Piojo resucitado, entregador de la dignidad ajena.
El chavón churro se sube a su moto y justo cuando paso por la vereda de enfrente, me saluda desde su sitial de fantasía. Rey de su reino imaginado.
El Señor E no me dirige la palabra nunca. Es peligroso, lo sabe. Solo me mira sombrío, al pasar, como si yo solo fuera un obstáculo físico en su contexto de amo y señor; queriéndome intimidar el ánimo, el pensamiento y la actitud. No puede. Yo lo miro, como siempre que se cruzan nuestros instantes. Le digo "Buenas tardes", amablemente, educadamente, irrespetuosamente. Y gano la única batalla que tal vez esté a mi alcance ganar.

jueves, 5 de noviembre de 2009

CIENTO SETENTA Y DOS

Yo precisaba otro bar, otro disparo, otra forma de liquidar mi buen momento de hace unos días, de los últimos tiempos. No ésta pulcritud de rigidez y coraje, ésta corte infame del bienestar perdurable. Sonrisas en los vidrios me acechan amenazantemente.
¿Por qué nunca se puede caer libremente en la tristeza que tanto ennoblece al pobre perro, silenciado por un brutal rebencazo? Déjenme escuchar el encogimiento de mi alegría en silencio.
El golpe es más duro de lo que creí. Pero el error, mío una vez más, es construir templos de humo para adorar dioses fraudulentos. Como pretender poner las esperanzas de todo el porvenir en una gota de agua, recostada sobre el asfalto de un mediodía cualquiera, de un enero indistinto.
Otra vez la ardua misión de buscarme entre los pedazos de mí mismo que se esparcen derrotados. ¿Quién es ese sujeto que logra enderezar el bote rumbo a la caída del río? ¿Por qué no pude estar siempre al mando de los remos? Viene de no sé dónde y, altaneramente, hace lo que hay que hacer, y pega el grito que siempre amedrenta lo que tenga enfrente. Incluso yo mismo.