viernes, 16 de enero de 2009

CIENTO OCHO

Ella probablemente haya sido uno de mis grandes momentos. Era alta, bastante más que yo, sin que eso suponga gran esfuerzo de la genética. Gustaba de salir los sábados por la noche a emborracharse en bares y tugurios pasados de moda. No andaba coqueteando ni vestía bien, no se pintaba, no usaba ningún tipo de anillos, aros, colgantes, nada de nada. De lejos casi parecía un hombre, ya que los jeans gastados y el pelo corto iban acompañados de dos lunares que tenía por senos.
Como todas las flacas tenía la fosa de Mindanao entre las piernas, cosa de la cual se jactaba. Aunque sostenía que todo el placer que necesitaba en una cama se lo podían conseguir cerca de la superficie. Gracias a Dios.
Leía mucho y escribía otro tanto, lo hacía bastante mal. Le faltaba gracia, y carecía de pasión, que es lo peor que le puede pasar a cualquiera que se ponga a escribir. Porque lo peor no es escribir cosas torpes y feas, sino carecer de apasionamiento por el momento de la creación, aunque sea la más cursi. Estudiaba algo que tenía que ver con la Psicología pero no era Psicología la carrera, no me acuerdo qué ni dónde. Jamás hablabamos de cuestiones de estudio en las veces que estábamos juntos. En realidad no hablábamos mucho cuando nos veíamos, íbamos a museos o al cine a ver películas de autor, de origen asiático o africano. Todo lo hacíamos en silencio, nos decíamos lo indispensable. Nunca nos contábamos los problemas del trabajo, de la vida de cada uno, ni mucho menos de la familia. En medio de nuestra especie de relación murió su papá, cosa que me enteré cuando me la crucé en un bar dos años después de distanciarnos.
Una vez fuimos a una pinacoteca donde se exhibían impresionistas. Se la pasó todo el paseo diciendo que era una mierda, en especial los cuadros del sin oreja y los del enano deforme; la gente culta y que gustaba de ese estilo nos miraba mal, como a dos intrusos ignorantes y maleducados. Cuando nos íbamos le dijo al de la entrada que deberían devolver la plata.
Tenía una franqueza brutal que por momentos la hacía desubicarse según los cánones sociales de la modernidad. A veces, en quince minutos, tenía ganada la repulsión de todos los presentes del lugar donde estábamos; otras veces, en el mismo plazo, era la más respetada de la reunión. Así pasaban las cosas con ella. La primera vez que nos acostamos, después de un rato de practicarme sexo oral, se incorporó y dijo: “Bueno...vamos a ver qué podemos hacer. Porque tenés el pito, por lo menos, cuatro centímetros más chico que mi novio anterior.”. Al final de esa velada sexual no dijo nada, la cuarta vez que lo hicimos me dijo que estaba bien hecho el trabajo.
Después se fue de viaje, a recorrer América Central. Me preguntó si quería ir con ella, y yo le dije que tenía obligaciones acá, que no me podía borrar así como así. Que tenía un trabajo, unos estudios en curso, todas huevadas que no me dieron grandes satisfacciones pasado el tiempo. Atado a la estúpida y cobarde voz de la conciencia le dije que la gozara por mí; estoy seguro que la disfrutó por mí, por ella, y por todos los santos. Sin lugar a dudas se debió acostar con la mitad de Honduras, Costa Rica, y El Salvador.
En aquel bar de Paternal donde nos reencontramos, por casualidad, dos años después, charlamos cuatro horas. Me dijo que había recorrido centroamérica con una piba peruana y un uruguayo de Canelones. Le comenté, en una salida de las que nuestros códigos autorizaban, que al yorugua lo habrían dejado flaquito. Me dijo que sexo no falto en todo el periplo pero que al botija no lo tocaron ni una vez. Obvio que le creí. Sin vueltas le propuse ir al hotel más próximo, y ella con menos rodeos me dijo que estaba con Celestine, y me presentó un negro francés que estaba en Argentina trabajando para la empresa francesa Danone.
Y esa fue la última vez que la vi.

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