miércoles, 30 de junio de 2010

DOSCIENTOS OCHENTA Y CINCO


En el segundo piso estalla el amor,
o el sexo sin freno,
o las dos cosas a la vez.
Hogar de deseos perversos,
casa de tiernos engaños,
ciudad de satisfacciones compartidas.
Yo ya dije lo que debía decir;
ahora, lector,
su turno.

DOSCIENTOS OCHENTA Y CUATRO


Podría hacer un inventario de tus pecas
pero sé que no abandonaré la última
podría dejar en cada una mi súplica
y hacer de cada lunar una Meca.

Enmarañarme entre tus rulos
que tras de ti me lleven obligado
para en tu espalda terminar recostado
abrigándome tu cabello oscuro.

Entre sueño y sueño un entremés
para girar descubriendo una cintura
posarme y ver en ella con galanura
los dos senderos hacia tus pies.

Podría quebrarme ante esta locura
tomando tu cuerpo de arremetida
dejando a mi acción fementida
cargando penas por tu hermosura.

viernes, 25 de junio de 2010

DOSCIENTOS OCHENTA Y TRES

¿Dónde están los escritores que escriben y se callan la boca?
Es una pregunta cuya respuesta cae de maduro: están callados, en sus cuevas, pergeñando nuevas ideas, nuevos tesoros.
Esos son mis hombres favoritos. No siempre mis escritores favoritos. No es lo mismo.
El genio de Borges descarrilla cuando pretende, en su chochera, erigirse en juez de todo y de todos; Cortázar es brillante pero se opaca en todo su esmero público y propagandístico de ser un buen hombre de izquierda (esos adoradores de las Revoluciones pero que no tirarían ni un tiro).
Ni que hablar de los pésimos que se creen grandes intelectuales, obligados, por una consecuencia ficticia y universal, a explicarle al mundo sus problemas y sus soluciones.
¿De dónde surge esa presunción de que los hombres de letras tienen una opinión que es aconsejable atender si se quiere modelar un planeta perfectible? Se les pone el micrófono, se les pide posturas, se los enfrenta como titanes del pensamiento (un perfecto idiota puede ser un gran tramador de historias). Y ellos aceptan, y piden la palabra, y dan conferencias esclarecedoras, y hasta se jactan de estar enfrentados unos con otros, todo en nombre del bien de la humanidad.
Lo más patético es que esa visión mesiánica intelectualoide se suele fundir con su profunda convicción en el modelo planetario neoliberalizado, que, claro, les da sus ganancias, sus renombres, sus prestigios, su muñeco corporeo parado en las vanidosas ferias literarias.
Último round del show de los figurones: dos franceses vendedores y bien vendidos. Michel Houellebecq y Bernard- Henri Lévy se pelean en un libro hecho para mediatizar su pelea, como si fuera un regalo lleno de sapiencia para el planeta y los lectores.
Uno se anuncia filósofo y profundo, el otro misógino y maldito. Garantía de no sé qué.
Probablemente lo que venga sea un futuro mejor, al menos para las editoriales y la industria del libro idiota: un escritor filósofo, profundo, misógino, y maldito. Más fácil de distribuir y acopiar regalías.
Al menos ya no tendremos que soportar el debate prefabricado y pretencioso.

miércoles, 16 de junio de 2010

DOSCIENTOS OCHENTA Y DOS


Aquí se puede hablar con el pasado.
Aquí se puede esperar el futuro.
Aquí no hay que guardar silencio,
él es libre como nunca.
Aquí todos somos iguales.
Aquí todos somos distintos.
Desde aquí se puede mover el mundo.
Desde aquí se puede llamar al mundo,
o tocar la paz,
y ver al amor,
todo lo que quiera quien se detenga aquí.
E, incluso, aquí se puede orar.
Porque aquí está Dios,
y ésta es su Iglesia.

DOSCIENTOS OCHENTA Y UNO


"Quítate, que me estás tapando el sol".
Dijo el filósofo enmohecido al todopoderoso rey.
Eso era lo único que podía hacer por él.
Entre allá y aquí han pasado tragedias humanas,
victorias del ser,
desdichas, virtudes,
devenires.
Ha pasado la historia.
La escena es igual, y no es culpa mía.
Yo tengo que decir casi lo mismo a otro omnipotente estandarte avasallante.
Quítate que me estás tapando el Dios

DOSCIENTOS OCHENTA

Los suicidas burlan a la Santa Sede. Por ello enojan tanto a las Sagradas Escrituras; quiénes son ellos para decidir por sí mismos cómo y cuando se termina todo.
A los suicidas no les interesa burlar a la Santa Sede, porque muchos de ellos amaban a Dios, lo adoraban, lo escuchaban. ¿Quién tiene la culpa de que las palabras, a veces, no basten?

DOSCIENTOS SETENTA Y NUEVE

Hace un tiempo atrás pensé y dije que un hombre solo no hace nada. Lo hice en el marco de la asunción de Barack Obama, que para mi era en una terminal de ómnibus calurosa y pesada.
Agrego: mucho menos si no quiere hacer nada.
Todo fue el espejismo que nuestra esperanza se diseñó en medio de su desierto de malos presagios.

miércoles, 9 de junio de 2010

DOSCIENTOS SETENTA Y OCHO



No hay nada bueno ni nada brilla
cada tres corazones late en una casilla
cables que bajan del cielo para llevarse la luz
la vida ya no se ocupa de sus días en Lanús.

Si es verano la gente porque sí en cada vereda
chupa su yerba al ritmo de alguna espera
ningún sabio local supo más que el autobús
ni más que cualquier borracho y sus curdas en Lanús.

En la avenida principal recorren escaparates
un domingo cada tanto van a ver a los granates
en las plazas dominó, ajedréz, bochas, y mus
y en el Bingo entrada libre pierde sus días Lanús.

Esther escucha a Rivero con un té de canela
y tranquea las calles juntando los sueños de la quiniela
las cabezas recién cantadas van llamando al patatús
la ilusión el timbero arrastra por las calles de Lanús.

Por avanzar el atraco el maula lanza la trompada
dejando algo a la cana la pena quedó pagada
y si alguno se amotina en la mano la llave cruz
va empezando a ser buscado por las chapas de Lanús.

No es el gran poeta aporreado por sus vientos
ni hay un solo escritor cautivo de sus cuentos
pero si ven a la Parca preparando dos vermús
le cambié llevarla de copas por que me deje en Lanús.

DOSCIENTOS SETENTA Y SIETE

¿Qué se hace con una larga noche de domingo con los ojos abiertos a la oscuridad de la pieza?
Todo el silencio de la madrugada es testigo de las horas en blanco, sin sentido alguno, como rediles en río muerto.
Se le saca el jugo a los últimos minutos de esa inmensidad de tiempo vano, tratando de dejar algún rastro de ese idilio efímero entre la eternidad de Cronos y yo.
El lunes pegará más duro esta vez.

DOSCIENTOS SETENTA Y SEIS

El Señor E cree que esto va a funcionar. En verdad, intenta convencerse a sí mismo que puede andar; sabe que su ego extraordinario tendría un golpe fulminante de no ocurrir. Por ello miente y recrea unas posibilidades que están lejanas a la realidad.
El sótano donde vivía el infierno de su codicia ya está vacío y limpio de sus empleados. Ahora deambulan como autómatas sin alma por el nuevo depósito; un sitio pulcro, ordenado, insuficiente para el monstruo comercial que engendró durante años el Señor E.
Sus exclavos sistémicos son vigilados con cámaras bien visibles, y tienen prohibido detenerse, o sentarse unos instantes, tomar un café, mirar unos momentos una pared cualquiera. Tienen vedado el derecho a ser hombres que respiran, hablan con otros hombres, cuentan chistes, coparticipan su vida al compañero de trabajo.
Así son las cosas en este círculo del Hades.
Desensillar hasta que aclare parece ser la única consigna más o menos sensata, para un lugar insensato.

lunes, 7 de junio de 2010

DOSCIENTOS SETENTA Y CINCO



Cuidan a los próceres de los juicios severos.
Cuidan a las sombras de la historia de un resplandor de justicia.
Cuidan al juego de sentir terror de la racionalidad prepotente.
Cuidan a los muertos de los vivos invasores.
Cuidan a la memoria de los olvidos infames.
Cuidan la leyenda de la dama en túnica blanca, tenebrosa,
de tradición urbana.
Cuidan al piso embaldosado de mi paso de turista.
Cuidan a la calma de los ramos de flores de mi curiosidad.
Dicen que cuando la Recoleta cierra sus rejas,
estos fantasmas de siete vidas,
atraviesan los muros para dormir a los pies de Bioy.
Hasta que el sol comience otra vez su declinación.

DOSCIENTOS SETENTA Y CUATRO

Este no es un relato de fantasmas ni de apariciones espectrales. Tampoco se habla aquí de cementerios oscuros y silenciosos en los cuales la quietud se quiebra con inexplicables sonidos de ultratumba, o con los graznidos de algún pajarraco hipnótico. Este no es un escrito que traiga leyendas de algún pasado trémulo y lejano, con sucesos espeluznantes que hielen la sangre de los escuchas, aún hoy a gran distancia de los episodios terribles. No hay voces ocultas que repiquetean en el aire, sin dueño. No vienen a cumplir con sus designios fatídicos hombres de carne y hueso poseídos por alguna deidad infernal; libre está lo narrado de la presencia de oficios religiosos en búsqueda del salvaguardo de la serena vida cotidiana.
Nada de aquello existe, ni ha existido, ni existirá jamás. Son solo las representaciones que el hombre crea para lidiar con sus temores ancestrales, con eso que lo petrifica sin necesidad de embelesos retóricos ni ornamentos narrativos. El ser humano va a morir de una vez y para siempre, haga lo que haga tiene un futuro predestinado con implacable certeza. Cada cual es un cadáver, unas cenizas, el recuerdo que se desvanece en los caprichos del tiempo. La finitud lo aterra y le exige con estridente voz idolatrarla en cada página, en todo guión, en cualquier vigilia; todo para ver si de tanto nombrarla le roba su sentido único, su omnipotencia.
Escritores asesinan a sus personajes para salvarse ellos mismos. Nadie se salva nunca. Siempre fue así, y así también será.
Este escrito no tiene nada de ficcional, le aseguro lector. Si está la muerte presente en él es porque no hay error alguno, y eso usted ya lo sabe, conoce su destino.
Esto no es jugar con la presencia auxiliadora que su fe le brinda. No es mi intención asustarlo en vano, yo no juego a asustar. Yo no juego, sabe. Soy lo que soy desde tiempos fundacionales, y ejecuto el dictamen que llevo tallado en el cuerpo.
Antes que se repita siete veces el sol voy a tener que matarlo, no es nada personal. No le voy a decir que va a venir conmigo, o que me lo voy a llevar, o algunos de esos lugares comunes endilgados a mi faena. Yo no voy a ningún lado ni me lo llevo a usted a ninguna parte, solo le quito la vida. Después alguien decidirá dónde va usted. A mi eso ya no me importa.
Bueno, acá lo dejo lector mío. Ya sabe, tiene una semana. Luego yo.
Suya, la Muerte.