Ezequiel la venía masticando desde un tiempo atrás. Al entrar en el negocio sabía muy bien que tenía que vigilar cada movimiento del ruso, que el tipo por plata vendía a la madre sin ponerse colorado. Si no fuera un pendejo acostumbrado al roce de la calle lo hubiera querido dar vuelta al segundo día. Además tenía cierta fama de borrego avispado, reputación que se ganó arriba de los colectivos, cuando vendía relojes despertador. Ahí hay que estar bien parado, son muchos los vendedores y todos creen tener más chapa que el del costado. Las cosas se arreglaban a puño limpio abajo del lugar de trabajo. Y ahí Ezequiel supo mandar unos cuantos al hospital regional, y eso siempre se sabe entre la costa y el cementerio.
Amir era el más grande de toda la plaza, de edad y de talla. Aunque esto poco importa entre gente que acostumbra andar, como mínimo, con un cuchillo de cocinero en el bolso. El apellido Chenko se encargó de cambiarle el nombre por el alias ruso, que desde que empezó a tener barba fue su verdadero nombre. Cuando hacía lo que hoy hacen los pibes de doce años, solo que en aquella época se empezaba a los quince por lo menos. Hoy los padres lanzan a los pibes a pelearse contra todos ni bien saben que en la escuela cumplieron con lo básico: leer y escribir. Esto para saber contar porque eso es lo que más van a hacer en la vida que les espera. No grandes sumas ni importantes valores, pero sean cartones, botellas o las monedas de las ventas, habrán de tener que ser duchos con las operaciones más sencillas: sumar, restar, dividir, multiplicar...
El Ruso es alto y robusto, dueño de dos manos grandes que se intuyen pesadas de solo mirarlas; pelo enrulado y un poco largo pasándole el final del cuello sin bajar mucho más. Siempre con lentes de sol que le cubren la mitad de la cara, la otra mitad es territorio de un espeso bigote negro que parece hacer de arcada por donde pasa una voz ronca. Cicatrices tiene varias, pero todos admiran una en particular. La que le hizo, en la ingle derecha, un guardia de la cárcel de Batán en una pelea ilegal. En una prisión se entiende por pelea ilegal a la que no es espontánea por un desorden de los reclusos provocando la participación de la seguridad. Es un arreglo de palabra entre preso y carcelero. De éstas hay no tantas y se mantienen ocultas, hay que ser muy guapo para aceptar cruzarse con un botón en esa condición; porque se descuenta que si se gana la pelea igual se va a perder otra más clandestina, en alguna ducha, de madrugada. El Ruso la perdió pero se cargo un par de dientes del perrero.
El vehículo que ya estaba trabajando era propiedad del ruso, al igual que todos los disfraces, la cabaña expendedora de los boletos, y la caramelera. Con la entrada de Ezequiel se agregaba otro ómnibus, algunos trajes más y se ponía otra cabina, más rudimentaria, para vender las vueltas. Todo esto era una parte de la plata que ponía el pibe para entrar como socio cincuenta y cincuenta; otra parte del total que desembolsaba era por el hecho de participar en la propiedad del fondo de comercio. Porque el trato era que, pese a que iban a atender un recorrido cada uno, los beneficios de cada trayecto se juntaban en dos partes iguales, una para cada uno luego de descontados los gastos municipales, de mantenimiento de los coches, y del personal de animación.
Durante parte del otoño y todo el invierno el negocio permanecía cerrado, digamos sin funcionar. Arrancaban a mediados de noviembre con una locomotora y ya en diciembre sumaban la otra para empezar a trabajar al ciento por ciento; era entre enero y marzo que la cosa se movía muy bien, y en ese verano mejor que nunca. Con el país saliendo de la recesión y el cambio tres a uno, irse a Brasil era para unos pocos. La gente se volcó de nuevo a las costas propias. “Y como sube el agua sube el barco”, decía el Ruso.
jueves, 15 de enero de 2009
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