domingo, 15 de marzo de 2009

CIENTO CUARENTA Y TRES

Anoche tuve un sueño. Vi miseria y soledad en gente que caminaba por calles repletas de bolsas de basura, ajadas, despedazadas. Sentí un viento frío en mitad de un verano, y segundos después, un calor agobiante en medio de un invierno. Otoños con árboles brotados de hojas pero sin sol al atardecer, y con luz hasta la medianoche; primaveras de chopos desnudos y lluvias eternas.
En el sueño todo iba en una dirección distinta a mí. Incluso lo que debía estarse quieto se movía: hospitales que se corrían arrasando todo a su paso, escuelas que se derrumbaban sin motivo alguno. Los monumentos de hombres notables eran decapitados por espadas que volaban en el aire, sin ninguna mano asiéndolas; viajaban planeando la ciudad a máxima velocidad, sacándole la cabeza a todo y a todos.
En un instante me arrimé al río y era negro, no estaba sucio, era simplemente negro. Pero se veía el fondo, y allí había cadáveres de hombres, y de mujeres, y de peces, y de barcos. Todos juntos, mezclados, sin provocarse ya. Sobre la costanera el cielo no estaba, y es imposible de explicar, pero no había un cielo. No sé qué había, qué era eso.
Caminé por avenidas con filas de ancianos vestidos con harapos, revolviendo tachos de desperdicios, trepándose a los quietos camiones de basura y metiéndose entre sus porquerías para salir con algo muerto que sirviera de comida. Felices si hallaban algo. Sí, felices.
Anoche tuve un sueño. Estaba en un bar donde tres negros mataban a golpes de puño a un chico blanco. Y el joven golpeado gritaba incitándolos a terminar con su vida. Sonreía bañándose en sangre. El mozo servía un café en la mesa de al lado y exclamaba ¡Dónde iremos a parar,la gente ya no se queja por ser asesinada!
Hoy me desperté y medité largo rato sobre mi sueño. Me pregunté para qué escribir sobre el presente, incluso sobre el pasado. Mejor narrar el futuro, donde tal vez una mentira agradable coincida con una realidad similar.
Anoche tuve un sueño. Y era el año en que cumplía setenta abriles. Salí a mi calle y alguien que no conocía me dio un billete de la lotería del día anterior, me dijo "Tomá, este es el que ganó ayer, ahora sos rico". Pregunté cuánto dinero había ganado. "¿Dinero? Hace años que no se sortea dinero. Nadie quiere dinero. No se usa. Es una maldición, trae desgracias a quien lo ostenta. El primer premio de ayer son semillas para plantar, árboles para tu futuro.". Y se fue.

CIENTO CUARENTA Y DOS

Se llama Gabriel Rodriguez y solo quiere morir.
Primero murieron sus padres. Esto fue cuando él tenía 40 y 42 años. Lógico, ley de vida.
Después se fueron sus hermanas; Sandra a los 75 y Karina a los 79. El tenía 63 y luego 73. Ya se habían muerto sus dos cuñados hacía un tiempo atrás.
Cuando pisaba los 80 se fueron yendo todos sus amigos: Cristian el primero, Adrián y Sergio después. Les siguieron Eugenio y Gustavo. Y el último Fernando. Obvio que nadie quedaba de los mayores de ellos; ni padres, ni hermanos, ni tíos, ni primos. Toda esa gente que él conociera de toda una vida.
Cuando cumplió los 95 solo compartía sus días con los hijos de sus amigos y familiares, y con los hijos de esos hijos. Solía ir a sentarse a las plazas en las tardes de invierno, abrigado, rodeado de adultos con sus caras de niños de otra época. Los niños de cuando él era simplemente joven. Y así ver pasar el tiempo en todos ellos, hablando de fútbol con Lucas y Juan Cruz, de recuerdos gratos con Tahiel y su hermana Aylen, madre de dos hijos. Cualquier cosa era motivo para reirse con Rocio y su esposo, cuando ellos lo visitaban uno que otro sábado. Sentar en sus rodillas al hijo menor de Lucas López.
Estando en su casa un verano, viendo pasar las horas, se enteró del agravamiento de la enfermedad de su sobrina Melina. Ella murió un año después, tres antes que un ataque cerebral se llevara a Alejandro. Ambos ya mayores.
Las noticias hablaban de él. De su presencia imperecedera, de sus siglos de vida. El mundo le guardaba aplausos y elogios, nadie se compadecía sin embargo. Solo la lluvia eran las lágrimas que la existencia tenía para él. Quizá solo la naturaleza fuera quien comprendía su tragedia.
Un otoño de ya no sé qué año, se vio rodeado de gente extraña, en un funeral sin tanto dolor como él llevaba consigo. En un cementerio del norte de la ciudad bajaban al descanso a una anciana de apellido Curti. De regreso a su casa entendió por fin que ya no había Bermúdez, ni Benitez, ni Vazquez, ni López, ni ningún apellido que en verdad le perteneciera. Amarante y Pérez ya eran palabras vacías de contenido y significación; incluso Rodriguez dejó de movilizar algo en su interior. Escuchó nombrar, en la cola de un banco, el llamado de un tal Ernesto Gastrel. Entrecerró los ojos y recordó que alguna vez le importó ese apellido. Ya no sabía qué era.
Se olvidó la fecha de su nacimiento.
El día oscurece. La tarde trae frío y llovizna, y el parque se cubre de agua helada y un viento más gélido aún. Todos corren a guarecerse; hombres, mujeres, niños, también abuelos deseosos de prolongar su tiempo. Él se queda sentado, sin moverse siquiera, sin mostrar ni el más imperceptible interés en lo que ocurre con el aguacero y el frío y el viento, y nada de nada. Solo espera un rayo fulminante, un golpe de la naturaleza, una redención por ese mal qua haya hecho alguna vez, y que lo condenó a vivir sin final. Solo él.
Se va la tarde. Llega la noche. Amanece en el banco verde y sucio. Todo sigue igual para él, salvo que todo el resto está más cerca de esa muerte que él tiene prohibida.
Vuelve a su habitación y se encierra con llave. No quiere salir nunca más, no quiere conocer a nadie nunca más, no quiere ver un reloj nunca más.
Se queda solo, esperando la muerte. Deseándola. Como el más preciado de los tesoros.

lunes, 9 de marzo de 2009

CIENTO CUARENTA Y UNO

En el amor no va eso del plan, del cálculo, de la medida consciente. Hay que cruzar la autopista con los ojos cerrados, y listo. Otra opción es el patetismo de los tiempos modernos que corren; van a toda marcha hacia un futuro no muy alentador además.
Cien veces llegué a mitad de la calle y me arrollaron sin piedad. Seguiré con mi travesía hasta que se me agote la paciencia en el amor.
Espero que nunca.