domingo, 27 de noviembre de 2011

TRESCIENTOS TREINTA Y UNO

Sin perder de vista que estamos en el terreno del mito, podemos simbolizar en ella a todas las mujeres luchadoras, libres, insurgentes, y sobre todas las cosas soberanas de su más íntima posesión. Aun sin un nombre. Lo cual quizá dignifique aún más el carácter de rebelión ante lo impuesto.
Tespio es el rey de la ciudad de Tespias. Que está situada a los pies del monte Helicón. Tiene cincuenta hijas (un empecinado que jamás entendió que no estaba en su esperma engendrar varones), y como siempre ocurre en la mitología bellísimas todas ellas. Lo cual las convertía en motivo de disputa para todo amante griego que se creyera merecedor de su amor; claro que esto representaba una dificultad para el propio Tespio, quien autorizaba o desautorizaba candidatos a su antojo patriarcal, suponiendo saber qué era lo mejor para su primogénita.
Heracles, ya crecido y fortachón, llegó a Tespias para terminar con el León que azotaba los ganados de la región, y que tenía su guarida en el Monte Helicón. Y en esos menesteres estaba cuando recibió el ofrecimiento real de yacer con las 50 hijas del Supremo, y así adquirir éste cincuenta hijos del mismísimo Heracles.
Dicen que, prolijamente, todo aconteció en cincuenta noches seguidas. Otros, los más machos y agrandadores de historias, dicen que fue en una sola noche.
No obstante, hubo una de las cincuenta hijas del rey que no accedió a los caprichos paternos, y se negó a entregarle su virginidad al célebre cazador ocasional. “Mi cuerpo es mío, y se lo entregó a quien yo quiero” (las comillas son de éste autor).
Luego, Heracles encontró la pista del León y lo mató, liberando del terror a los tespianos.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

TRESCIENTOS TREINTA

La mirada dijo algo de cansancio y mucho de resignación, de saberse ocupando un lugar de rechazo, de intromisión, casi de delincuencia.
La mirada dijo más que las pocas palabras que él pudo decir, que ni fueron para mí, como tampoco esos ojos derrotados con párpados cansados del día largo. Yo la vi igual, porque me quería enterar cómo trataban en este bar a esa parte de la socie ...dad que no es sociedad, sino una especie de extranjería nacida en suelo propio. Pero que al ratito ya se les exige reverencia y certificados invisibles de posesión, y claro, de pertenencia.
No tuve ni tiempo de empezar una defensa, caí derrotado en silencio, quedé dolido entre todo el barullo de este lugar exclusivo para muchos, ajeno para una gran mayoría. El mozo ejecutó sus órdenes con una impiedad que abruma cualquier sensibilidad, por más chiquita que fuera; con un automatismo casi rayano el servilismo feudal de otras eras: las de ayer o anteayer, según qué lugar de este mundo miremos. No le dio ni la chance de declararse trabajador, miniatura de trabajador, tristeza de trabajador. Pero laburante aún desde lo purrete. Lo ubicó con un ademán, le reprochó su falta de comprensión de la realidad, de su realidad, grabándole una culpa en la conciencia temprana, que quedará fijada en la memoria, y, muy probablemente, en su destino.
La pequeña lámpara que vino a ofrecer este niño, en esta tarde de lunes sin primavera, no tiene un genio que cumplimente deseos. Es vano frotar su plástico tibio solo de estar apretado en su mano, frío testigo de la indiferencia diaria y maquinal.
La realidad es peor que cualquier ficción, que cualquier engaño. Esta paliza física y moral de pobres contra pobres; humillación de oprimidos sobre oprimidos. Esta obediencia debida social, ciega, sorda, y cobarde, es mucho peor que cualquier horror inventado por un macabro narrador.
En una mesa distante, unos vasos se jactan de un brindis que celebra migajas, algo que los que imponen nuestro lugar en este mundo consienten en dejar caer de sus alforjas repletas de posibilidades.

sábado, 22 de octubre de 2011

TRESCIENTOS VEINTINUEVE

El problema de las distancias no es siempre el problema del transporte. Para el Domingo Faustino la distancia, la extensión, el largo aliento era lo que mataba el desarrollo de la República.
Eso no en el siglo pasado, sino en el anterior.
Ya en el que nací yo, el tema de las lejanías estaba bastante solucionado, y el país era un todo bien delimitado, y obedecido por sus gentes.
Pero el problema de la distancia no es siempre el problema del transporte. El avión que se llevó a mi hermana hacia el sur inabarcable, no se interesó mucho por las dificultades pasadas por conquistar la Tierra del Fuego; allá por 1986 la noticia de su partida llegó como una inesperada enfermedad terminal, que se presenta inevitable, empecinada pese a nuestros gritos, frustraciones y anhelos.
Cada quien se hunde en la tristeza a su modo. Hay tantas maneras como almas tristes en pena. El viejo Sergio Rodriguez, un hombre de campo que vivió toda su vida en la ciudad, lo hizo a su modo: "Mejor criar chanchos", sentenció serio, y con aire de superado.
Sandra Rodriguez se fue igual. Él no fue al aeropuerto.

TRESCIENTOS VEINTIOCHO

Es una ironía muy fuerte que este cuaderno se llame gloria. De acá lo que se ve son los techos de los colectivos, los coches pasar a toda velocidad por la avenida, rumbo al norte. No sé si para allá estará el norte de toda esa gente desesperada.
La noche no se calla en el café de la armada, los demonios del últino día agitan en todas las mesas, patean todas las cabezas, quiere subvertir todos los órdenes que esta hora tiene al filo del lunes.
Esto es una mierda. Estoy escribiendo mierda, pura mierda. Y ser consciente de eso es peor todavía, más me acribilla el desaliento.
Nada, no dije nada que valga la pena. Todos perdimos el tiempo.
Perdón.

martes, 18 de octubre de 2011

TRESCIENTOS VEINTISIETE

Yo, que estaba solo y tranquilo en este gris silencio de jueves, de pronto fui invadido por una luz que no estaba en los planes de este día. Un fulgor que vive en una mujer, y que sale a atacar desprevenidos. Un brillo que sonríe y produce encantamientos, que le saca palidez al cielo oscuro. Una esperanza para el amor ausente de mi instante diario.

lunes, 10 de octubre de 2011

TRESCIENTOS VEINTISEIS

Es un misterio cómo llegan en cada tarde, y quizá lo sea aún más por qué lo hacen. Pero vienen cotidianamente, meticulósamente, se sientan en cualquier mesa que tenga cosas para contar. Y las cuentan, se las cuentan.
Unos whiskys comparten los diálogos, y miran por la ventana del bar cómo se va el día rumbo a las sombras de la noche. Eduardo estrangula el suyo y lo hace vomitar en su garganta irrefrenable; de a ratos regresa a sacarle esa sangre color madera que el vaso atesora a medio llenar. Los demás escuchan. Asienten. Invaden las historias del forence para consultar algo, para avisar que merecen decir algo que los deje grabados en el relato, de tanto en tanto. El profesor asiente, atiende la interrupción, y luego sigue caminando por su narración, marcando el camino donde ir, la solución que su pensamiento lúcido propone ante lo que la mesa requiere.
Humberto es una mole de paciencia y serenidad, una estampa de luchador de catch, que oculta un peleador pero de la vida y sus villanos predilectos: los años, las frustraciones, los problemas, los laberintos del azar esquivo. Viene a esta tarde como quien va al remanso, para detener un poco la contienda, unas horas. Y yo sé que seguirá de pie hasta el final. Si hubiese sido la piedra movediza de Tandil jamás se hubiese caído.
Mi amigo más añejo es un placebo para quien lo escuche. Mordaz, irónico, desafiante, provocador. En un rato destroza cualquier bajón del ánimo, y lo lleva para arriba a patadas en el traste. A frases hilarantes, a reflexiones de predicador del buena cara. Siempre llega después que los demás, o al menos suele pasar cuando yo escojo ir a revivir mi día al Vía Verona, justo cuando se va yendo la rutina de la ciudad de Lanus.
Así están. Momentos tras momentos, relatos tras relatos, risa contra risa. ¿Para qué vienen todos los días?, se preguntarán los habitantes del bar: sus sillas, sus mesas, sus vasos, los ruidos, los aromas, el murmullo de la isla vecina, Ellas. Vienen porque acá está una forma de entender la vida, llegan porque aquí se explica uno de los sentidos de todo este barullo que dura cien años. El atardecer en el Verona es el tiempo que es revancha ante lo turbio, lo triste, lo ruín.
Ellos son los custodios de ese atardecer vengador. Somos.
Por eso vienen.
Por eso venimos.

TRESCIENTOS VEINTICINCO

Lo recuerdo como una fiesta, algo que me hacía sentir en comunión con un montón de gente, que estaba contenta por algo que yo del todo bien no entendía. El viento, que me pegaba en la cara escapada por la ventanilla, me daba una euforia especial; todos esos saludos en las veredas y en las puertas, el puño en alto, la mano alzada que decía ¡adelante! Un retorno a la democracia que para mí se resumía en mucha gente feliz, cientos de banderas flameando (una en mi mano), y otros tantos colectivos escolares, surcando la noche capitalina de retorno al conurbano.
Esa frase, que con los años venideros se convertiría en un eco de cada tribuna, era para mí una realidad tangible: "La fiesta de la democracia". ¿Pero qué era la fiesta de la democracia para un chico de nueve años? Poder decidir en una elección democrática los destinos del país. Así lo había memorizado en escuchas de las conversaciones de mayores; así se lo escuchaba repetir a hombres y mujeres en comites de partido; de eso hablaba ese hombre flaco y alto, casi pelado, al que todos llamaban Patricio. El compañero Patricio. Mi compañero Patricio, como me gustaba jactarme ante las risotadas de los adultos.
Justamente en los hombros de ese líder, que siempre se mostraba amigable y dispuesto a decirme algo sin la palmadita en la cabeza (nadie más le hablaría a un pibe de nueve años, sentado frente a ese tablón con caballetes, tomando la leche con una hoz y un martillo en la pared, como guardaespaldas firmes y atildados), desde esa torre humana me mostró la historia uno de sus hitos imborrables. Una hoguera que ardía de revancha y desafío, y que no sabía aún cuánto iba a tardar en extinguirse; como esa realidad, que de tan sumergida que había estado, parecía nueva en esos primeros ochentas, todavía dolorosos ochentas.
"El compañero Herminio sabe cómo motivar al pueblo", decían los muchachos que le daban a los bombos. Y yo, que desde el techo de la multitud volaba en un aire cargado de festividad y desahogo, buscaba encajar en aquellas imágenes otras más extrañas. Como la de mi viejo anunciando peligros y calamidades en el comedor de mi casa. Sin importarle que yo abriera los ojos y mirara a mi madre, pidiendo una explicación, una confirmación, una refutación. Que, por cierto, no llegaba.
Lo recuerdo como una fiesta. Eso era para muchos y muchas. Por qué se veía así lo entendí en ese libro rojo que gritaba nunca más, varios años después de la noche de Iglesias y su cajón.

domingo, 2 de octubre de 2011

TRESCIENTOS VEINTICUATRO

Un insulto largo y musical era su respuesta favorita al acoso de los niños y adolescentes del barrio. Nunca le hizo daño a nadie, más allá de a esa aristocracia estúpida y falsa, que caminaba las calles de sus cuadras sin vestidos de Channel ni guantes de seda al atardecer. Que solo verlo le producía una sana repulsión ante la miseria ajena, amenazante sin decir ni mu.
Historias de su infancia inundaban las charlas de sobremesa al costado de la parrilla del Tano; inventadas crueldades de padrastros golpeadores, madres escapadas, y hasta el mítico estigma de ser obligado, a los tres años de edad, a beber biberones de alcohol en lugar de leche saludable.
Yo nunca supe como cierto nada de aquello. Sí he sabido gritar ese nombre colorido y desamparado a la vez, odiado por su portador, un hombre grande y errante, que humillado por una sociedad de jueces sin estrado ni toga, fue abandonado por todos los ángeles de la guardia, pero respetado y querido por algunos feriantes y todos los basureros de la ciudad de Lanus. Su ciudad triste y cotidiana.
Miles de sábados a las tres de la tarde, entre los restos de frutas y verduras como resabios de una feria que ya no viene, nos jurábamos sangre de tomates podridos, de naranjas pasadas de vida, de manzanas verdes ennegrecidas por las zanjas de eterno luto. Y entre tiro y tiro el grito acostumbrado, el desprecio más inocente de todos: unos pibes provocando al pobre Florido. Solo diciendo su nombre, vuelto en él una llaga sangrante y doliente.
¡Pero porque no te metés con la puta de tu madre, con la puta de tu madre! ¡Guacho!
Florido. El hombre más inofensivo de los viejos peligrosos de mi infancia, mucho menos que mi vecino más decente del barrio.

lunes, 12 de septiembre de 2011

TRESCIENTOS VEINTITRÉS

Sueño con linyeras,
los aseo, los escucho, aspiro su hedor.
Las dos de la madrugada.
Sueño con linyeras,
los miro, los comprendo, acepto sus penas.
Las cuatro de la madrugada.
Sueño con linyeras,
son viejos, son jóvenes, hay una chica.
Las seis de la madrugada.
Sueño con linyeras,
son fantasmas, son lo peor de la sociedad, son los despreciados.
La hora de trabajar.
Se desvanecen los linyeras,
me aseo, soy joven, soy un fantasma,
me despreciarán.

viernes, 12 de agosto de 2011

TRESCIENTOS VEINTIDOS

La sangre es mala. Va y viene, inquieta, ponzoñosa, por las venas sumisas, frágiles de tan invadidas por torrentes de agitación. Desborda y arma revuelo piel adentro. Hasta que al final el cuerpo cae al suelo rendido por tanta maldad.
Un ángel vestido de bata celeste le dijo al Señor E que demasiada preocupación colmó la paciencia de su corazón. Pero que fue solo un aviso.
El hombre que explota, que quiebra la propia ley que lo apaña, que menosprecia a todos los que le hacen ganar dinero, ee sujeto vil está preocupado. Ha de ser por las indecorosas intenciones de sus empleados de exigir mejor paga; ha de ser por una mota de polvo descubierta sobre su escritorio impoluto; ha de ser por el desagradecimiento que tiene que soportar a diario por sus obreros, que le deben la gratitud eterna por el trabajo, piensa él (y todos los de su clase).
El Señor E estuvo conversando con la muerte. Y yo espero que no haya podido convencerla de nada.
El Señor E estuvo internado, y ahora está en su Palacio San José, mirando sus posesiones lujosas, sus sentidos de vida dentro de números de cuentas bancarias; aún sigue preocupado por todo lo que podría no tener si no es tan recio e insensible, tan soberbio y arrogante.
La muerte, que tal vez tampoco lo quería, lo observa y menea la cabeza, sin entender la necedad de algunos hombres.

martes, 2 de agosto de 2011

TRESCIENTOS VEINTIUNO

"Antes que termine la noche me tenés que escribir un poema". "No puedo escribir así, de esa forma. Yo escribo cuando me sale, cuando lo necesito". "Algunas palabras para mí tenés que haber sacado después de seis horas compartiendo la cama". "Si me das un tiempo, unos dias, para que pase la pasión y quede el recuerdo de la pasión, así puede que me salga algo. Yo uso los recuerdos". "Bueno, yo tampoco soy de acostarme con extraños, suelo necesitar un tiempo también, y acá estoy, viéndote pasar desnudo por el comedor de mi casa". "Quiero mi poema antes de que Horacio tire el diario por debajo de la puerta".
El pronóstico dijo temprano a la mañana que después del mediodía iba a llover a lo grande. Incluso con vientos fuertes y hasta con buenas chances de piedras. Un lunes magnífico. Un comienzo de semana con esperanzas de una gran tarde de café y bar, mirando caer al cielo, y a los porteños apurarse para llegar a ningún lugar a salvo. Huyendo de su trabajo, de su jefe, de su cliente, de su vecino, de sus miserias. Todo bajo una tormenta de esas que ahogan a la Juan. B. Justo y desenmascaran a los funcionarios y sus patrañas.
Este depósito da a un callejón abandonado y solitario, a una pared blanca y a un mariscal Biondini que escupe una falsa argentinidad para que se regodeen algunos nazis melancólicos y de cotillón. El mediodía llega cuando miro ese escenario, mientras el último sol que tendremos me pega en el mate cocido cargado de amargura. El augurio de agua empieza a mirarnos a todos cara a cara, y se larga justo cuando mi plan cambia de forma inesperada, aunque nunca es tan así.
El mensaje dice que me quiere y que la llame. Apenas me conoce. El texto atrevido manda en cana a la que escribe y sus intenciones; yo no comprendo pero me froto las manos enguantadas, no me importa no entender. Cuando entendí a una mujer fue cuando peor me fue.
Acordamos hora bien avanzada la tarde, esperando, sin admitirlo, que el mundo se estuviera aniquilando y nosotros, solos, en esa casa y en esa pieza; con ese fuego, y con el nuestro. Arreglamos que sería un buen rato, esperando, sin reconocerlo, que fuera mucho más que ello. Transamos que yo me ducharía al llegar, esperando, sin aceptarlo, que ambos nos empaparíamos al mismo tiempo bajo nuestra misma lluvia.
Llovió, y llovió, y llovió. Lo que quedaba del lunes cayó agua del cielo. Sin prisa pero sin pausa, sin furia pero sin tregua; tic, tic, tic, sobre las calles, sobre los árboles, sobre los taxis, sobre los techos, sobre mí.
Cuando llegué ya me esperaba con una toalla y todos sus ganas de que me quitara la ropa.
No le dejé un poema sobre la mesita ratona. Apenas este diario de un lunes no tan lunes.

lunes, 11 de julio de 2011

TRESCIENTOS VEINTE

La espiga sabe lo que hace,
cuando crece porfiando los vientos y las lluvias.
El sol sabe lo que hace,
cuando se guarda tempranito,
en la tarde del invierno frío y sombrío.
La luna sabe lo que hace,
si no me deja ver su espalda mortecina,
en la madrugada de mi soledad.
El viento sabe lo que hace,
al apalear los polvos en los caminos de mi pueblo.
El camino sabe lo que hace,
cuando se va olvidando de ser,
lento en el tiempo apresurado.
Esa estrella sabe lo que hace,
cuando se tira, furiosa,
sobre la noche sin testigos.
La bandada sabe lo que hace,
si se va al llegar su día preciso.
Mi poema sabe lo que hace,
si se deja hacer,
sin sentirse preso de las miserias del narrador.
Ya quisieran los hombres tener tanta sabiduría.

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lunes, 4 de julio de 2011

TRESCIENTOS DIECINUEVE

El cielo es inmenso en la noche del verano caluroso. Las estrellas son lunares que brillan en la cara del tiempo inabarcable, ninguna caerá hasta bien entrada la madrugada, solo para ser vista por los enamorados más perseverantes.
En los mares del sur el frío es un intruso que, furtivamente, se instala entre la medianoche y el amanecer; la arena quieta acompaña la charla de los amantes, ausculta cada beso para vislumbrar la vida de la pasión, y se callan las olas, más calmadas, aburridas, menos provocadoras.
La pregunta es una tradición escrita en la piel de las noches en las playas, en todas las playas de todos los mundos. La pregunta, el juego inquisidor, la mirada hacia lo incomprensible, que busca y jamás halla. Algunos creen que solo sirve para propiciar el amor, dar impulso a la irremediable caricia, al inextinguible abrazo.
Él mira. Ella mira. Él hace la pregunta que repite ese instante una vez más. Ella, desesperadamente, se atreve a preguntar otra cosa distinta. Mirá el cielo infinito. "¿Creés que habrán otras gentes como nosotros, por acá?".

domingo, 3 de julio de 2011

TRESCIENTOS DIECIOCHO

A esta ciudad le hace falta un bar en el puerto. También necesita un puerto como es debido, con sus muelles como portales del río, como traductores entre la marea y los hombres que la miran con curiosidad; un paraíso pobre, de esos que viven mejor de noche que de día, sucios y repugnantes, con mesas en demolición y servilleteros amarillentos de marcas de antaño.
Un changador de ojos achinados y piel siempre sudando, junto a despachantes corruptos e inescrupulosos. La madera ennegrecida plagada de copas, y de bastos, y de espadas. Poco oro. Así estaría bueno vivir en Buenos Aires. Una ciudad con un patio de atrás, con toldo y esos borrachos equilibristas en sillas enclenques. Un lugar que yo podría considerar casi como mi casa.
En cambio, lo que hay es una prohibición de arrimarse a las aguas. Terminales con gruas cuyos dueños nunca vienen, bohemia privatizada, multitudes de contenedores como un laberinto de metal, sin Teseos ni Ariadnas. Barcos lejanos y ajenos, sin nombres que poder deletrear. Ninguna cultura que nos envie sus emisarios, ningún mensaje de Odessa, ningún frío del Báltico. Ninguna ciudad anclada en nuestro jardín de agua dulce.
No tengo un bar en mi puerto.
No hay historias si no hay bares en los puertos.

miércoles, 29 de junio de 2011

TRESCIENTOS DIECISIETE

Un viento frío cruza la avenida y se mete en el café en penumbras. La lluvia no cesa, los abrigos no tienen tregua en este invierno que arranca a pura puñalada de picahielo.
El jazz arrecia contra las mesas y las sillas de madera rústica, va creciendo con su atolondrada capacidad para vomitar notas a máxima velocidad; el gordo dueño del bar es un fanático del blow, de los fierros dorados que se hicieron mayores en los rincones más neoyorquinos de Nueva York. Y todos los mediodías le da batalla al ruido de colectivos y taxis, de motos y de coches, de frenos chirriando, de bocinas incordiando el arte de sus negros.
Jueves de junio. Gotas que perforan la piel de los caminantes apurados, que jamás pueden aprovechar todos los toldos de la San Martín, en esta Paternal congelada.
Mi café con leche se aburre en la taza, se va enfriando mientras mira el techo blanco y apenas perceptible; yo escribo sobre el descanso de mi trabajo, le robo su razón de ser a una hora que a todos les sirve poco y nada. Viajo a cuadros lejanos y solitarios, sin admiradores ni aduladores vanos; los reconfiguro para mi voluntad y mi estado de ánimo. Alguien dice "hay que seguir", luego de vaciar su vaso de vino tinto. Es una señorita no tan linda y no tan joven.
El gordo va levantando pocillos y copas, una televisión sordomuda mira la gris claridad que viene del pavimento mojado. Otro vagabundo pasa despacio y sin preocuparse por el agua constante e insensible, va rumbo a elegir un nuevo rumbo, para el resto de la hora y lo que resta de su tiempo en estos pagos.
El día se ahoga en su mansedumbre de cotidianidad. Y yo no tengo cómo rescatarlo en tan solo sesenta minutos de estar afuera de la guerra más oculta de la modernidad.

viernes, 24 de junio de 2011

TRESCIENTOS DIECISEIS

El paraíso, de pronto, empezó a olvidarse de su color, de sus flores, y sus aves multicolores; el cielo oscureció en un degradé que fue apagando la claridad que acariciaba la cabeza de Adán y la suave piel de su compañera, en tan dulce soledad compartida.
La propia Eva comenzó a inquietarse, incómoda, porque ese aroma bello ahora parecía huir de ellos. Y efectivamente desaparecía del aire, dejando paso a un hedor cada vez más hondo en todos los rincones del paraíso.
La primera mujer también fue la primer criatura en soportar las vicisitudes de la propia naturaleza; abnegada, sumisa, esposa, solo atinó a elevar la mirada al tiempo que cambiaba el lugar de su hoja de parra, llevándola del bajo vientre a la nariz.
En las alturas no tan altas de este tiempo de regocijo humano, un Dios incrédulo posó su mirada celestial sobre sus hijos; Eva no dijo nada, Adan sentenció la suerte de ambos y de toda la humanidad para el resto de la eternidad: "Yo no fui" , exclamó pícaro e irresponsable.
La mentira infame, absurda, e insostenible despertó las iras del Creador. Expulsó a sus primogénitos del Eden, condenándolos a vivir, de allí en adelante, en pueblos y ciudades infectos, contaminados y apestosos.

domingo, 29 de mayo de 2011

TRESCIENTOS QUINCE

No puede ser que acabe todo, así como así, sin nada más que esperar. Es una brutalidad que no se justifica con ninguna razón suprema; para qué quiero saber de cada piedrita de este mundo, para qué conocer todo en su intrínseca razón de ser. Si apenas puedo hallar una que me permita seguir adelante en este paisaje que al final se irá sin mi. No soy nada más que una lógica de la propia naturaleza, uno de sus tantos magníficos caprichos cotidianos.
El amor es lo único que sirve. Y un poco menos el arte.

lunes, 23 de mayo de 2011

TRESCIENTOS CATORCE

Es una epidemia de cemento y suciedad,
y un túnel preso de multitudes.
Una avenida que se quiebra rumbo al sur
y una calle que rebalsa de vanidades.
Un tren que no quiere frenar,
y un andén lánguido y furioso.
Colectivos como moscas
que pasan y quedan,
y trafican sueños y rutinas en los arrabales del día.
Su resaca en cada equina espera que la junten al amanecer.
Vidas de bingos a punto de salir.
Ciudad del pueblo de Lanús.

jueves, 3 de febrero de 2011

TRESCIENTOS TRECE

Es imposible el silencio.
Es inasible la calma.
Hasta el propio sol pareciera aturdir con su llegada,
que no comienza de apoco a mostrar las cosas,
sino que se cuela entre los edificios
con rapidez y violencia.
La ciudad me recibe de regreso,
y la muy falsa se alegra de verme.

miércoles, 19 de enero de 2011

TRESCIENTOS DOCE

El nombre es todo lo que le queda al barrio industrial. Los silos abandonados de la aceitera Santo Pipó son nido de pájaros cantores que deambulan por los cielos celestes del pueblo Urquiza, las chicharras quiebran el silencio de una tarde que se queda sola, todos en el pueblo se meten a esperar que baje el sol. Los caminos rojos y resecos aguardan una lluvia que humedezca un poco, y dé un rato de fresco. El colegio, la canchita donde los chicos del pueblo meten esas fintas y gambetas que nunca llegarán a primera, justo al costado de la iglesia, que no sabe nada de catedrales y basílicas imponentes, el único mercado, el único taller que repara coches, todo es un ardor inaguantable, incluso para los que aquí ven pasar el tiempo, como una oruga con paciencia.
Casi ningún ómnibus para en General Urquiza. Suelen pasar a gran velocidad y solo intuyen un cartel que anuncia que allí hay un pueblo, unas gentes que viven camino abajo dos kilómetros de la ruta 12. Entre cientos de pinos, arroyos que le murmuran su existencia a humildes puentecitos de madera, entre el mundo que pasa y el río Paraná.
Un colectivo verde viene cada tanto a llevarse a quien quiere ir a Santo Pipó; para algún trámite, algún trabajo, alguna compra. Lo otro que queda para salir de Urquiza es llamar al remisero de la terminal de Pipó, para que venga a buscarnos.
General Urquiza es un lugar donde su gente solo espera que pase el tiempo. Mirando el sol subir y bajar en el horizonte, contando nubes que dan sombra a veces, charlando de nada o de los chicos que se fueron, y viendo jugar a los que se irán. Nadie que no haya nacido en el monte puede entender que sitios como Urquiza pervivan a través de los años.
¿Cuánto tiempo durará Urquiza? ¿Cuándo los viejos mueran quiénes volverán para que los días sigan pasando por este pueblo? Parado en la ruta, esperando algún micro que se detenga, el pensamiento me hace regresar al pueblo para tratar de responder esas preguntas.

sábado, 15 de enero de 2011

TRESCIENTOS ONCE

Las dos invasiones llegaron juntas, de hecho una fue uno de los motivos de la otra. Buscar metales preciosos, tierras para explotar, indios salvajes para esclavizar y cristianizar.
Hablamos de la llegada a Sudamérica, no ya a las islas del Caribe, donde los impulsos originales se mezclaban con lo que se iba hallando y salían relaciones y formas nuevas de percibir y tratar al “nuevo mundo”.
Después de que Almagro y Pizarro se destrozaran mutuamente, como Montescos y Capuletos de la tierra prometida de Eldorado, la guerra entre los peninsulares pasó a encomenderos y jesuitas, los hacendados y los religiosos de Ignacio de Loyola.
Nadie pensaba mucho en los indios. Para los dos bandos eran piezas de una estructura que tenían pensada y sabían cómo hacerla funcionar. Los guaraníes eligieron la que menos sangre les exigía.
Si los primeros sacerdotes que llegaron con Cortez habían sido severos y déspotas al querer evangelizar, provocando rechazo y resistencia, los jesuitas encontraron la forma de cristianizar sin atrocidades, de convertir sin violencias extralimitadas. Ordenando, culturizando, tolerando. Pero siempre mandando.
Montaron pueblos de indios, reducciones, donde Dios enseñaba las cosas buenas del orden occidental, y a cambio los liberaba de las manos voraces de los dueños de latifundios brasileros y paraguayos; el trato era obedecer y servir en La Misión, con su orden familiar y espiritual (el sacerdote indio karaí fue despojado de sus dotes y privilegios), más una incipiente capacidad de producción de yerba y otros productos.
Intolerable para los ávidos encomenderos que necesitaban a los indios de las misiones para sus plantaciones, y que atacaban insistentemente con sus ejércitos mercenarios que incluían indios contratados, y los tradicionales bandeirantes del Brasil. Pronto también lo fue para la Corona.
La Compañía de Jesús de San Ignacio Miní fue fundada por los sacerdotes José Cataldino y Simón Masceta, y lo hicieron en la región del Guayrá en el Brasil, en el 1610. Ya en 1632 habían emigrado a la actual provincia de Misiones, huyendo de los ataques de los cazadores de esclavos portugueses conocidos como mamelucos. Allí erigieron un poder que creció, resistió, y perduró hasta fines del siglo XVIII (1767), cuando Carlos III firmó su expulsión de los dominios de la Corona.
Las invasiones portuguesas y paraguayas de 1816 y 1819 destruyeron su obra material y apenas dejaron lo que hoy se visita como patrimonio cultural de la humanidad.
Autonomía y control, tal fue el pecado que fue construyendo la Orden. Y que terminó por destruirla.

viernes, 14 de enero de 2011

TRESCIENTOS DIEZ

En un baño de la terminal de ómnibus de Retiro, alguien, Rubén, escribió: “Adiós Argentina, gracias”. Era el único mensaje que tenía la puerta del retrete, lo demás, sandeces, burdo grafiti de los figurones de los toilettes, que creen atrapar la posteridad con su rúbrica torpe y chabacana.
¿De dónde era Rubén? ¿Cuánto tiempo había estado en Argentina? ¿Se iba para nunca más volver? Lo que estaba claro era el deseo de manifestar gratitud por algo o por alguien, por un país ajeno a él, o por un pueblo también ajeno, al menos al momento de su llegada.
Todo viajero debiera poder decir gracias a quien lo hospedó, lo alimentó, lo recibió, le abrió sus cotidianidades y sus propias miserias y bajezas.
Retiro siempre es esa puerta de salida y de entrada que tiene un gracias escondido en alguna parte de su cuerpo. Todas las terminales del mundo son testigos de la conexión entre los hombres y mujeres de rincones diferentes.
Es noble pero se equivoca Don José Larralde cuando relincha “Yo he conocido el mundo en este mismo lugar”.
Una y otra vez vamos a ir en busca de la emoción de conocer y descubrir. Allá iremos. Allá voy. Y siempre voy a escribir gracias.