domingo, 30 de agosto de 2009

CIENTO SESENTA Y CUATRO

Si te quito los ojos de encima, un instante, es solo para buscar, por las ventanas del bar, algo que me impida enamorarme de vos fatalmente.
Mi búsqueda dura segundos. Hay una maldita y secreta devoción que me obliga a mirarte.
Y vos te vas a ir, y yo no te voy a ver nunca más. Y voy a quedar enamorado y solo, para toda la eternidad.
La belleza es un arma de doble filo.

CIENTO SESENTA Y TRES

Los actos definen a la gente, no los objetos.
Esto que parece una obviedad es algo que la mayoría de los pendejos que se piensan ideológicamente activos, no logran entender. No creo que sea tanto por no querer como por no estar ni enterados de ciertas cosas.
Ya son como un millón de remeras con la cara del Che. Las veo en todos lados; a la vuelta de cualquier esquina, dentro de cualquier bar, en la tribuna de fútbol de casi todos los equipos argentinos.
Nadie sabe mucho de la vida de Ernesto Guevara. Lo que sí saben es el mito, la leyenda que la mismísima burguesía moderna y apabullante construyó para beneficio propio. Esa que lo convierte en héroe de una revolución, en maestro de la guerrilla justiciera, de la búsqueda del ideal del hombre libre y autodeterminado.
Inofensivas salvas en 2009. Un circo de colores y piruetas, sin nada que amenace seriamente el orden de cosas capitalista, indecente escarnio de los pobres y desprotegidos por un sistema que se alimenta, precisamente, de esos fantasmas corpóreos de los tiempos que corren.
Y siguen sucediéndose las imágenes de la barba y el habano, y, claro, las mismas frases del Comandante del Movimiento 26 de Julio. Todo robado por los enemigos del hombre que el piberío venera, pero lo hace de forma vacía, sin contenido, como a un totem, fetiche de la palabrería de moda.
No hay que ponerse remeras con la cara de Guevara. No hay que hablar de una revolución lejana y con solo ecos en el día de hoy. Hay que hacer. Actitud Che Guevara sería la consigna.
A la puerta de un espacio abierto para dar conciertos de bandas de música, un borracho se cayó, ebrio en extremo, en mitad de la calle. Los colectivos y coches le pasaban raspando, y a nadie le importaba demasiado, incluso había cierto placer morboso en calcular el aplastamiento del linyera perdido. Decenas de rostros del Che Guevara miraban, desde tantas remeras, el episodio. Inmutables adoradores de un martir de la acción blasfemaban la vida y el sentir del prócer cubano. Uno que no tenía ninguna insignia del ilustre rosarino, cruzó la Niceto Vega y arrastró, como pudo, el cuerpo inerte hasta el cordón de la vereda. Todo ante la mirada de asco y repulsión de los revolucionarios de jugandito.
El atrevido que desafió la mirada sojuzgadora del entorno, se limpió las manos del hediento resabio del contacto, y volvió a apoyarse contra la pared negra de la esquina concurrida.
La mejor ofrenda que el líder de Santa Clara podía esperar. Actitud, acción, piedad por los desválidos, solidaridad por los expuestos a los poderosos, no remeras, ni anillos, ni tatuajes.
Aquella noche de sábado, el aparato capitalista, burgués, fetiche, y aglutinante de pareceres y posturas, hizo una mueca de desconfianza. Un estertor que le dibujaba una alarma en el plan universal. Mínimo, vano, pero delicioso de verlo con dientes apretados.

viernes, 28 de agosto de 2009

CIENTO SESENTA Y UNO

Imagina un lugar donde nadie esté pidiendo monedas a la salida de un bar. Imagina un lugar donde nadie esté abriendo bolsas de basura, como si fueran regalos de navidad, al pie de un árbol, en una calle atestada de gente que va y viene. Imagina un sitio donde al llegar el invierno haya algo más que un puñado de chapas para aguantar los vientos helados. Piensa en un espacio donde nadie, pero nadie, tenga que preocuparse por la salud de sus hijos, donde conseguir un médico no sea una posibilidad de algunos pocos. Imagina un lugar donde la educación no falte, para nadie. Un lugar donde la esperanza de vida se alargue y la mortalidad infantil se achique, y el hambre sea una cosa del diccionario, y la pobreza un mal de otro tiempo, lejano, distante.
¿Qué darías por un lugar así? ¿Qué vale un lugar así? ¿Aceptarías un control férreo sobre tus actos y tus pensamientos, sobre tus pareceres y tus análisis de cuanto te rodea?
Quizá tu respuesta esté sujeta a lo que tenés en este lugar en que vivís, que tiene poco y nada que ver con aquel que te invité a imaginar.
Para muchos la elección se reduce a otear las cartas y ver qué chances hay de pasarla bien.
No hay ideología, hay cálculo.

jueves, 27 de agosto de 2009

CIENTO SESENTA


Oteando al enemigo espera la miseria de un tiempo asimétrico.
Agazapada en una trinchera de negros escondrijos,
esa que se renueva cada atardecer,
y que tan eficiente es contra los embates de la bienandanza.
Unos soldados roñosos y hambrientos guardan con celo extremo
su posición en la batalla social más vieja y ruín.
Enfrente,
el enemigo brilla en su cuartel luminoso.

domingo, 16 de agosto de 2009

CIENTO CINCUENTA Y NUEVE

Una vez esta vida me regaló un par de horas que son un tesoro hundido en el fondo del mar. Fue una tarde que se empezaba a vestir de noche, el lugar fue una cocina que ya se había vuelto casi mi cocina, con una mesa larga y un almanaque fisgón de cada encuentro nuestro. Unos mates medio ninguneados por unas cabezas atentas a los dados traicioneros; una música de fondo que sumaba bienestar y no restaba calidez con melodías torpes y entrometidas, como otras. Dos amigos que me atendían a su modo cada cual: uno me llenaba el vaso con mi bebida preferida, el otro me destrozaba con su azar infatigable e infaltable. Y Ayde que deambulaba con Joni Mitchel, laboriosas, a mi alrededor.
Así pasaba el domingo, que entre aquellas paredes descascaradas, se me volvía viernes por la tarde. Grato. Feliz. Un mundo por el cual agarrarse a trompadas con Dios.
Hoy ya no tengo aquel mundo. Un mundo ha muerto. Ahora hay otra cosa que es distinta, que es un gigantesco espacio al que le falta un sentido.
Mi amigo Jorge era ese sentido. Y ya no está. Cacho se fue sin decirme chau, y lo que es peor, me ganó el último partido del tablero de los triángulos. ¡El muy turro!

sábado, 15 de agosto de 2009

CIENTO CINCUENTA Y OCHO

¿Qué me mirás? Decí algo, defendete. ¿O esta vez no tenés ningún artilugio sofístico para persuadirme de que tenés la razón? ¿Qué me vas a decir?
Yo te voy a decir dos cosas. Sos un soberbio que nunca da el brazo a torcer, que siempre cree que lo que dice es la verdad. Nada se te puede cuestionar, tu palabra es lo único que escuchás, lo único que te importa. Siempre querés y creés tener la razón. ¡Dale haber, hablá!
-Es cierto. Tenés razón. Lo acepto.

miércoles, 12 de agosto de 2009

CIENTO CINCUENTA Y SIETE

Hasta aquí sé perfectamente que todos los lectores de estos escritos (o lo que sean) creerán que yo soy un tipo desequilibrado, o cuanto menos, extraño. Suele pasar.
Yo les digo dos cosas: lean algo de Platón, quizá su famosa alegoría de la caverna.
La segunda: yo salí de la caverna, abandoné sus sombras, entendí la verdad de la milanesa. Pero le hice un corte de manga al Griego y al antro de las sensibilidades no vuelvo más.
Deserté a la misión.
¿No será mucho?

CIENTO CINCUENTA Y SEIS

El torrente es de color variable, la marea no tiene flujo y reflujo. La vida de sus aguas es eterna, sublime. No es que no haya un color, hay todos los colores que se pueda querer. Que alguien como usted pueda desear. Yo sé cómo es alguien como usted, lector. Lo he visto en mil imágenes, en mil sonidos, en mil actos, en mil canciones, en igual cantidad de libros y obras de teatro.
No hay una sola iglesia, hay miles, más bien millones. Tantas como fieles. En cada actitud hay un templo, y ellas son las mismas que sirven para negociar con el Señor almidonado algo que tengamos en mente.
No hay descanso en el río que miro desde mi silla de madera, a través de una ventana limpia que da al abismo de las aguas. Todo fluye, y corre, y se agita, y envuelve cada cosa, cada ser, cada alma que persiste en su tarea idiota de estar, de ser, porque sí. El odio avanza arrasando los muelles que un amor torpe se empeña en erigir; la tristeza siempre aparece, en algún recodo sucio y medio oscuro; la risa está demente, se afianza en hombres y mujeres que no tienen mucho para reir.
El miércoles es un día magnífico para jugar a la cámara Gesell en el bar. Ver a los locos sueltos y decididos, creyendo estar siguiendo juiciosos designios. Todo es un fraude de los dos rivales, que tienen todo el negocio acordado y repartidos los dividendos.
No hay opciones. Ni siquiera existen situaciones en las cuales elegir (yo no escojo éstas líneas, aunque me jure que sí). El suicidio es un engaño, no libera.
El cordero se acuesta en Broadway. Cree que lo van a proteger. Lo van a sacrificar en su propio nombre: es una ofrenda a sí mismo.

domingo, 9 de agosto de 2009

CIENTO CINCUENTA Y CINCO

Se arregló el calefón. Tibias aguas viajan por tuberías frías pero llegan cálidas a mi piel agradecida.

martes, 4 de agosto de 2009

CIENTO CINCUENTA Y CUATRO

Si uno va por la avenida La Plata y presta la suficiente atención verá que al cruzar la avenida Cobo con dirección Caballito, o la calle Zelarrayán si se dirige hacia Pompeya, hay un pasaje que desemboca en una plaza muy pequeña, la cual se ve como muy lejana a la vista del viajante. Casi como que apenas se distingue su fisonomía, y uno cree que se trata de una plaza. Es más una intuición que una certeza.
No es solamente por estas dos calles que se puede llegar a esta curiosa plaza, también tiene dos entradas más en su otro extremo. Dos entradas que comparten con sus primas de enfrente su angostura, y lo que es más preciado, su enigmático misterio. Su tenebrosa leyenda.
Antes de caer en la descripción del mito que aquí les traigo ubiquémonos geográficamente en el espacio físico que lo origina: La plaza Butteler. La placita Butteler, como la llaman cariñosamente sus vecinos, está entre las calles Zelarrayán y Senillosa y las avenidas La Plata y Cobo, en la medianera entre los barrios Boedo y Parque Chacabuco. Aunque si se desea ser estricto hay que ubicarla en Parque Chacabuco.
Su entrada se hace a través de cuatro pasajes que la abordan por cada una de sus esquinas y que llevan el mismo nombre: Butteler. Nombre que a su vez se hace extensivo a la plaza. Una quinta calle la rodea de manera prolija y siendo también estrecha solo permite el tránsito de un vehículo por vez y no muy grande.
En ella todo es insignificante. Su dimensión apenas permite catalogarla de plaza, está más próxima a ser una pobre plazoleta. La desolación es su cuadro reinante, unos pocos y aburridos juegos infantiles la cuidan de la nada; desposeída de césped, tan solo muestra unos canteros de tierra sin vegetación alguna. Casi sin árboles es puro cemento. Las tardes de cielo celeste y despejado el sol castiga a quien en ella se encuentre, como un desierto de arena gris, abrasador, agobiante. Hay que decir que pocos la visitan con regularidad, sus vecinos, que la aprecian, suelen ser sus únicos ocupantes. Van por las tardes, cuando va cayendo Febo, a sentarse en sus bancos con algún mate, para estar con ella como quien vela al costado de un enfermo Terminal. Nadie llega desde otros barrios cercanos, quienes viven a algunas cuadras ya la tienen por lejana e indiferente. No existe un paseante ocasional que la elija para consumir su tiempo de descanso. Quizá algún linyera, un vagabundo rotoso, entre por su esquina y la circunde silenciosamente, guardando para sí su profunda conmiseración por esa miserable imagen, casi superior a la propia.
Ningún día parece ser un lindo día en la placita Butteler. Por las noches sus contados faroles la convierten en un lucero a la mirada de quienes pasan por Cobo, distante a millones de años luz de sus vidas en la gran urbe.
Así se erige este ignoto paraje de la ciudad de Buenos Aires.
Yo la conozco porque he soñado con ella. Despierto he soñado, con los ojos bien abiertos. Porque he ido hasta ella. Años mirándola desde la ventanilla del colectivo 112, con irresistible curiosidad, con cierta admiración por su peculiar trazado y existencia.
Un día llegó que bajé sin importarme nada de nada. La recorrí. Observé sus minutos y me dio su tiempo infinito. Un viejo que fumaba su pipa sentado en un banco me reveló su misión y su razón de ser, el porqué de su triste ajuar. Me habló de encumbrados ecos desde la condena indeseada, la del tormento de Belial. Me dijo que ella era la sala de espera hacia azote eterno. El espacio donde aguardaban las almas sin redención el camino al dolor inextinguible, a la casa del Gran Rival. Me susurró: “La última parada antes del infierno, pibe”.
Según una leyenda no se trata del averno propiamente sino de un espacio para aguardar el castigo infernal. Como un entrepiso entre la vida y las tinieblas, un lugar donde quienes ya han sido condenados esperan ser llamados por el Señor de la Oscuridad. Estos seres son fantasmas que caminan alrededor de la plaza, o simplemente yacen sentados en sus bancos. Algunos van y vienen por los estrechos pasajes pero sin la posibilidad de cruzar las avenidas La Plata y Cobo, ni la calle Zelarrayán tampoco. Allí, en los bordes, se topan con los cuatro porteros espectrales de la plaza, quienes tienen en su poder la lista con los nombres de los aguardadores. No es posible evadir a Zagah, ni a Bafomet, ni a Belfegor, ni a Adramelech: los cuatro guardianes de la Butteler.
El viejo mencionó que durante el día es posible ver las almas de los desdichados, pero luego, pasadas las veintitrés, se desvanecen y solo queda el viento que transporta sus murmullos y lamentaciones. También me dijo que siempre se encuentra presente entre los juegos infantiles la figura de Bael: el gran pendenciero del infierno. Diablo menor que recorre el lugar reclutando devotos y que ofrece a cambio la inmunidad en el tormento por venir. A un precio que el anciano no quiso decirme. Dijo no saber exactamente la hora pero sí que en algún momento entre la medianoche y poco antes del amanecer, el Señor de la Oscuridad envía a un bufón de su corte llamado Anamalech, el cual tiene por encargo conducir a los condenados en la hora de su descenso final.
Me fui de la plaza y no volví más. Desde el colectivo vi durante el resto del verano al viejo, sentado en su banco y fumando su pipa, después ya no lo hallé más. Se puede suponer que ahora elige otros lugares para echar su humo, o que ya no sale de su casa en las tardes frías de invierno. También pienso que estaba chiflado y engatusó curiosos hasta que lo internaron por el resto de su vida. La cuarta conjetura no la voy a mencionar por pura superstición.
Esta es la leyenda de la plaza Butteler. No muy propagada por sus escasos conocedores ni muy tenida en cuenta por los vecinos del lugar, quienes no ven en su plaza nada extraordinario, más que un espacio público para ir al atardecer a tomar unos mates mientras cae el sol del arrabal.

domingo, 2 de agosto de 2009

CIENTO CINCUENTA Y TRES

En pleno invierno, el calefón de mi cocina, que tiene más años que andar a pie, se rompió.
El frío del agua es una navaja que sale de adentro de cada canilla y tajea la piel del insensato que se quiera lavar. Yo ni loco.
Mejor me voy a duchar a la casa de mi hermana, o a la casa de mi vecina, a de algún amigo que me preste agua caliente cayendo desde arriba.
Lo único que acepto en otorgar es mi ano al chorro gélido del bidet. Y juro que es sentirse violado por un pinguino que se asiste con un picahielos; no son más de cinco segundos antes de que el entumecimiento deje paso a un dolor cada vez más agudo. Mi cara en el espejo del lavabo me suplica que desista de mantener mis posaderas impecables. Yo no le hago caso, y a fuerza de lágrimas logro un culo limpio y cristalino.
Espero poder arreglar el calefón antes que mi hermana se canse de levantar mi toalla del suelo; de que mi reflejo se canse de mi negativa; y de que mi ano se canse del picahielo.