domingo, 27 de diciembre de 2009

CIENTO OCHENTA Y NUEVE

No sabemos que estamos en la vida hasta que la perra pálida y furtiva viene a secuestrar a alguien que nos importa y nos duele. Sin precio de rescate.
Muerte es una palabra antes de aquello. Una imagen en alguna parte, que muestra un sufrimiento lejano. Una estadística de la sociedad. Un cuento idiota de algún escritor idiota. Mil eufemismos dichos por muchos que no tienen bajas en el corazón, asuntos, siempre, de otros.
La muerte es de todos y de ninguno. Hasta que pasa el umbral de nuestro mundo cotidiano, intocable, invencible, de cristal. Y ahí empieza a entenderse de qué va eso de vivir.
Hay que dejar el dolor atrás, se sabe. O adentro, sepultado debajo de un millón de recuerdos gratos. El trabajo más arduo y más impostergable. Yo creo que ahí es cuando el hombre deja de ser niño y se hace adulto; cuando derrota a la muerte de los que más ama.
La Muerte entró en mi casa y se llevó a Pilarica. Ahora sé que se vienen los tiempos de las batallas contra mi anterior infancia.

domingo, 13 de diciembre de 2009

CIENTO OCHENTA Y OCHO

El chubasco cae sobre mi cabeza, apenas me humedece un poco, y ni siquiera me saca algo del calor que me agobia. Igual para la provincia en sequía es una bendición, y solo espera que los amenazantes truenos cumplan lo que prometen a viva voz. Un rugido que se levanta entre los morros de verde piel baja al lago y hace temblar los vidrios del catamarán Arquímedes.
Y por fin llueve con más ganas. Sobre la ruta en soledad, sobre las aguas mansas del dique, sobre las boyas del yacht club de Tucumán, sobre toda la villa El Cadillal. Cae el aguacero sobre los ingenios y los campos de porotos, festeja la tierra en grietas.
La campiña de El Cadillal es un oasis de paz y quietud. Incluso hasta pocos turistas se hallan acá, solo un par y entre ellos yo. Los caballos pastan tranquilos al pie del lago grande y sereno, como un charco para un solo barco; y ese es Arquímedes, el catamarán que da paseos de liviano andar.
Pasa un rato y sale el sol. Los nubarrones se fueron para Salta, andarán por Cafayate, quizá San Antonio de los Cobres, allí donde se juntan las nubes y el tren.
Ahora regresa el calor y la sequedad en la boca. Y más, después de la caminata alrededor de la mancha líquida, hasta el propio dique (Celestino Gelsi, un pasado gobernador).
Me siento a recuperar aliento en el anfiteatro más simpático que he visto, un semicírculo perfecto de butacas de piedra con una forma más exacta aún. El escenario sirve de punto de vista a más de quinientos espectadores que pueden ver el arte sin ninguna incomodidad, con un desnivel que permite la total apreciación de lo que ocurre con los artistas.
El único chorro de agua que sale de la ducha es un golpe de helada mano invisible. Me da sobre la cabeza, y los hombros, después le pongo pecho y el resto de mi sudado cuerpo. No tengo champú, solo jabón para todos mis recovecos. Es lo que hay: la ducha del baño del bar y un elemental equipamiento de limpieza corporal. Con las dos cosas me sobra para quedar limpito, fresquito, casi nuevito.
En una hora sale el micro de las 13:30hs. Después habrá que esperar hora y cuarto.
Aprovecho para mirar un rato más el cielo indeciso, el lago que se mece suave, las montañas que custodian la villa.
El último día en mi visita al Jardín es en un paraje fabuloso llamado El Cadillal. Bello y natural; hasta el postrero instante quiero atrapar cada rincón de magnífica naturaleza tucumana.

sábado, 12 de diciembre de 2009

CIENTO OCHENTA Y SIETE

Hasta el siglo XVII la soberanía, en una de sus atribuciones asumidas, se encargaba de decidir quién vivía y quién moría. Los reyes tenían el poder de vetar la propia vida del individuo. En palabras de Foucault el Soberano tenía el derecho de hacer morir y dejar vivir.
A partir del siglo XVIII, ya en su segunda mitad, se constituyó lo que se llamó Biopoder, o Biopolítica. La vida fue tomada en gestión por el propio poder soberano, ya no se trataba del anterior derecho de producir la muerte y dejar la vida, sino de uno de distinto alcance: el de hacer vivir y dejar morir. Que parece lo mismo pero no lo es.
Fuera de la disciplinarización del cuerpo individual, ésta en función de su capacidad laboral, y entendida como base de injerencia del poder político, aparece la regularización del interés por el hombre-masa, no como un individuo solo sino como un participante de un todo biológico más extenso: la Población.
Cuestiones como los incidentes, la vejez, las epidemias endémicas, son tomadas como aspectos de tratamiento biopolítico, a fin de garantizar la participación del conjunto de la sociedad en las obligaciones que la racionalización económica impone. No se busca dominar la muerte sino la mortalidad.
Ahora, la pregunta que se hace el propio Foucault, y que es razón de su búsqueda analítica es: ¿cómo es posible que el Biopoder, que sirve para garantizar la vida, ejerza el derecho de matar y la función homicida?
Acá aparece el racismo. Y más precisamente el racismo de Estado. Que es viejo y está curtidísimo, pero que antes funcionaba de otra forma y en otra parte del propio poder.
El racismo no es una ideología ni el simple odio hacia otra raza. No hay nada así en el funcionamiento de la Biopolítica. Se trata de una técnica del propio Biopoder para garantizar su propia continuidad, y la de sus subalternos. El racismo, dentro de la lógica de este poder emergido, es el modo en que se hace una separación entre lo que debe vivir y lo que debe morir. Es un corte para regular. "Si quieres vivir el otro debe morir".
A forma de conclusión digamos que hay en el racismo como práctica de los Estados modernos (y ojo que no es solo la eliminación física, también se manifiesta bajo la exclusión, la expulsión, la marginación política, etc.), hay, decía, una lógica que es biológica. No guerrera ni ideológica. La muerte de la "mala raza" hara mejor la vida de la "buena raza"; esta máxima tiene carácter de justificación del homicidio.
Todo esto no lo inventé yo. Lo dijo Michel Foucault, explicando eso llamado racismo de Estado, y su origen y funcionamiento.
Yo, porque estaba aburrido, lo puse en estas líneas.

martes, 8 de diciembre de 2009

CIENTO OCHENTA Y SEIS

El valle de San Javier es similar al trayecto a El Mollar. Un ir y venir de curvas que van escalando la sierra arbolada, haciendo esforzar al colectivo 118, el único que llega arriba.
La avenida Aconquija cruza todo el pueblo de Yerba Buena, atraviesa suntuosas casas con su grupo de bares y negocios acordes a la capacidad adquisitiva de los que allí viven. Se hace la ruta 338 que empalma con la 340 para terminar el tramo que lleva hacia el Valle de la Sala: un puñado de casas que se sitúan bajando un sendero desde la ruta que sigue hacia Raco y el Siambón. Al costado derecho del inmenso parque Sierra de San Javier infinitos árboles dan sombra cuando los días nacen.
Todo es verde en San Javier. Un lugar esplendido para descansar de cualquier vida que uno lleve, un paraje donde la naturaleza nos manda callar de tanto grito y ruido urbano, y donde no tenemos ni ganas de hacer las cosas a gran velocidad. Ideal para andar en bicicleta, o para caminar respirando el aire bien puro y sin el vicio de la gran ciudad. Es difícil imaginar a un habitante de este lugar que esté contento cuando, en los veranos, turistas ávidos de sacar fotografías le invaden la calma de su mundo.
Yo soy uno de esos turistas, pero tengo un gran respeto por el silencio que es propio de San Javier, por su ritmo de vida, por su razón de ser.
Luego de pasar el día escuchando a los árboles mecerse con el viento del verano tucumano, y a los arroyos gemir arrullos solitarios y enigmáticos, emprendo el retorno a la ciudad. Donde nada es quieto, ni suave, ni pacífico.

domingo, 6 de diciembre de 2009

CIENTO OCHENTA Y CINCO

Los muertos no viven en las ciudades capitales, ni en los distritos aledaños, ni tampoco en las grandes metrópolis, que son luceros en la gran noche que los rodea.
Los muertos viven donde nadie puede verlos. Allá lejos, en los inhóspitos parajes de la civilización. Donde llegan a veces los hombres, para apreciar la vida de los muertos, y contar a su regreso cuán cerca estuvieron de ellos. Como si fueran antropólogos aficionados en el más allá.
En los grandes lugares a los muertos se los invoca. Porque es por ellos por quienes hacen las cosas los vivos, los dirigentes del hombre superviviente. Para terminar con la miseria y la desesperanza de los muertos, para trabajar por ellos y sus necesidades, y sus pequeños niños, también muertos.
A cada esquina hay una intención noble de alguna rata no tan noble. Las ratas viven en las capitales, y en los grandes asentamientos, y en aquellas metrópolis poderosas.
Y son quienes nos condenan a ver a los muertos como otra cosa distinta, como gente viva que quiere seguir viviendo, cuando en verdad debieran entender que no tienen chances de ser como nosotros.
Tal vez, si dejáramos morir a los muertos de la tierra roja y árida, de los desiertos de vegetación seca, de los fríos invernales y los ardientes veranos, tal vez todo estaría mejor por estos lados, donde hay un monstruo que ha llegado a cada barrio, y ha empezado a asesinar señoras y señores, chicos y chicas, educados y educadores. En cada suburbio la bestia se mastica un remisero, un trabajador esforzado y obediente. Dicen, todos, que no puede ser, que hay que poner un freno, antes que sea demasiado tarde, antes que la violencia acabe con nuestras vidas.
Los muertos son peligrosos. Quieren resucitar. Quieren vivir. Quieren una parte de lo que es nuestro.
Traigo un mensaje de los muertos. Dicen que nos quedemos con todo nuestro capital, y nuestras grandes orbes, y nuestras vidas aceitadas y sublimes. Pero dicen que no hagamos nada más en nombre de ellos. Y juran que el monstruo que todo lo mata a su paso, camina lento y paciente por nuestras calles y avenidas, y visita hogares de niños y comedores escolares, y habla a micrófonos radiales y ante cámaras de televisión, distribuyendo buenas intenciones, sonrisas y promesas de justicia y bienestar.

jueves, 3 de diciembre de 2009

CIENTO OCHENTA Y CUATRO

Qué lindo que es Andalgalá al atardecer. Cuando baja el calor y el sol deja de castigarlo todo; ahí cuando, como en todo pueblo del norte, renace la actividad y las ganas de moverse. En ese momento Andalgalá se convierte en una afable reunión ciudadana, pueblerina más bien.
Yo llegué a las 21 y el panorama era fabuloso. Me fui a hospedar al hotel Santa Rita y ya no salí. Pero al otro día pude apreciar la cordialidad y el bienestar general que se siente por aquí en las horas que menciono. La plaza se transforma en el patio del pueblo; todo el mundo sale de sus casas y viene a morar sus cuatro costados y su interior verde. Se sientan en los bancos a márgenes de los senderos, o al frente de la fuente siempre activa, o en las mesas que los cinco bares sacan a la calle y a la plaza misma. Porque esto no lo vi en ningún otro lugar, las mesas son desperdigadas por la plaza, adentrándose hacia el interior de ella. Así es que uno puede disfrutar de un café, un aperitivo, o la propia cena, debajo de los árboles y el frescor de la noche menos ardiente. Cosa que todo el pueblo hace.
Las parejas charlan sentadas en los bancos; las familias comen pizza en mitad de la plaza; el grupo de jubilados se toma su café en la vereda frente al Club Social; los pibes pasean en motos pequeñas y ciclomotores; las chicas cuchichean en grupos de arregladas conquistadoras de corazones.
Hasta la una de la madrugada Andalgalá vive en su plaza 9 de Julio. Inclusive los negocios que siguen abiertos hasta tarde.
La chata de Cruz del Sur me dejó en la estación vieja de ómnibus, casi un galpón. Sin luces, llena de polvo, sin las grandes empresas (esas llegan a la Nueva Terminal), con los pasajeros que no son turistas. Allí el pueblo no daba señales de ser agradable.
Caminando llegué a la avenida Núñez del Prado, donde el paseo de compras es lo que hay. Ya se percibía otra realidad, más seductora.
Todo acotado y modesto pero con su brillo intenso; la gente, los coches, su manzana de centro. Andalgalá es otro pueblo de calles de polvo y días de sol avasallante. Pero tiene una virtud propia en hacer muy acogedoras las horas entre las 19 y el nuevo día. Y lo hace muy bien. Dan ganas de dejarse apalear por la temperatura durante todo la jornada, con tal de participar de la tarde armónica y compartida, con las cumbres a la vista y la curiosa nieve del Cerro del Candado, allá lejos.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

CIENTO OCHENTA Y TRES

¿Dónde está el calor de la primavera? ¿Y los días de alegría sostenida por la avalancha de la naturaleza y sus gestos claros? ¿El verde, los pájaros, el canto, las tardes de sol persistente? ¿Las mañanas de luz madrugadora y movimientos libres? ¿Dónde están los duendes invisibles que pintan sonrisas en los muros del alma? ¿Quién los tiene amarrados a un palo, en el fondo de una casa vil? ¿Dónde está toda esa vida que solía volver, al comenzar octubre, del destierro invernal?
El tiempo ha cambiado en éstas partes del mundo. El tiempo ha pasado en vano, nada se ha aprendido del frío del pasado. No me interesa cuántos son en verdad los exiliados de la vida, según el último noticiero. Porque hay un hombre que fue matado por un niño que morirá en instantes, a manos de la multitud vuelta ira.
La primavera de mi ciudad ya no es inolvidablemente feliz. ¿Qué fue de caminar sin miedo?

CIENTO OCHENTA Y DOS

Humahuaca es una ciudad comunista. Es muy bella, rodeada de montañas, hoy soleada. Tiene todo lo necesario para que cualquier persona viva feliz. O por lo menos cualquiera como yo. Es simple.
Salí de San Salvador de noche y empezó a clarear cincuenta minutos después, por lo que me perdí la belleza de los primeros tramos. Ya antes de la Posta de Hornillos era día claro. A partir de allí me acompañaron cerros y ríos secos, valles y más valles; un espectáculo para el espíritu. Y siempre las aburridas vías del ferrocarril extinto, una trochita angosta que resulta difícil imaginar el trabajo que le costaría aguantar al gusano de hierro.
Antes de llegar a Purmamarca se nos voló la tapa de uno de los ventiluces del techo, por lo que tuvimos que parar en la estación del pueblo purmamarqueño donde la gendarmería nos ayudó a tapar el hueco con cartón y cinta de embalar. El lugar es maravilloso, la naturaleza abruma de tan majestuosa. Es como un chico sentado al pie de un gigante de piedra, vegetación y tierra multicolor. Todavía conserva el típico cartel que indica el nombre de la parada ferroviaria, ese que vemos en cada estación del Roca camino a Zapala. Los dos pilotes de piedra con la barra de cemento cruzada que dice “Purmamarca”, todo en un color amarillo opaco. Tomando uno de los tonos del coloso que vigila a unos quinientos metros distante.
Realmente es difícil no emocionarse ante tanta belleza, es quedarse parado solo observando la creación generosa. A veces me da por pensar que estos parajes son el tributo de los Dioses a los hombres, una ofrenda única que Ellos hicieron al principiar los tiempos, y con el cual nos dijeron: “Por esto, ustedes nos adorarán”.
Seguimos camino por la ruta nueve, entre curvas pronunciadas y avisos de peligro de derrumbe. Siempre disfrutando del río secado que corre a nuestro lado derecho. Así pasamos la Quebrada del Inca Huasi.
El lugar donde paramos para el descenso de gran cantidad de los pasajeros es Tilcara. Allí baja casi la totalidad del pasaje. No hablaré ahora de este lugar, porque pienso volver a caminar sus calles de piedra.
Seguimos hacia el lugar, si se quiere, más popular de la provincia de Jujuy. El patrimonio de la humanidad (no sé para qué sirve eso, porque la degradación no para, incluso de estos lugares con tantos dueños) que es la Quebrada de Humahuaca nos espera.
Haciendo un paréntesis de mi relato tengo que mencionar un dato curioso, o por lo menos para mí lo es. Pasando Tílcara hay un cartel verde, de esos que indican las fronteras entre ciudades y pueblos, que dice “Trópico de Capricornio”. Así, simple, inocentemente, científicamente. Porque es curioso que nos adviertan que estamos en el lugar de algo que no se puede ver. La ciencia al servicio del turismo.

¿Qué significa que Humahuaca es una ciudad comunista? Para mí es una ciudad chica, no un pueblo. Vive del turismo y de sí misma, los vecinos se venden unos a otros sus productos y nos venden a los que vamos de visita. Así viven y crecen. Porque este lugar no es, intuyo, lo que era hace tiempo atrás.
Nadie se salva en Humahuaca. Todos viven, todos trabajan para ganar su sustento y no tanto más. Casi no puede haber diferencias sociales. El que vende diarios es su parada no gana mucho más que el que ofrece sus artesanías (hay diferencias pero no instituyen clases antagónicas), ni mucho más que el dueño del hotel, o el que maneja el taxi. Todos están para vivir de lo que hacen sin alcanzar la fortuna que “salve”. La clave puede estar en que el habitante de Humahuaca no piensa en algo así como salvarse, más bien quiere eternizar su lugar, su gente, su cultura y forma de vida.
Un párrafo aparte para el médico, los maestros y el comisario de la jefatura local. Gente que estudió con sacrificio, en lugares distantes, con oportunidades superiores y perspectivas mejores. Y vino acá, donde la vida es universal, quieta, reiterada, como las montañas y los vientos y el sol del verano. El médico eligió servir al prójimo y con ello ganar su vida, no “progresar en la vida” sirviendo al prójimo. La diferencia es explicada por el espíritu humano más elemental, solo presente en algunos.
Al recorrer el norte y sus lugares, sobre todo los pueblos pequeños que existen a más de dos mil metros sobre el nivel del mar, la sensación que me agarra es la de la batalla por la independencia. Es un aire de lucha, de coraje y persistencia, lo que me domina el espíritu. Contienda moral, cultural, hasta si se quiere racial, en el sentido de “Nosotros estamos acá, existimos hoy y ayer, y queremos seguir en nuestra tierra mañana también”. El Inca vive en Humahuaca, y no hay necesidad de maniatarlo a un monumento, a una plaza, al nombre de una calle. Cuando veo esas mujeres grandes, de piel marrón y arrugas de siglos, que caminan con esfuerzo pero sin dolor, ni queja, ni súplica, que vienen cargadas de bultos desde San Salvador con lo que necesitan para trabajar y vivir; cuando las veo bajar del colectivo local y suspirar porque al fin están en casa. Cuando veo con los ojos bien abiertos creo que en algún lugar debieran pagar sus atropellos los omnipotentes, los avaros, los bichos horripilantes que moran en las grandes metrópolis.

lunes, 30 de noviembre de 2009

CIENTO OCHENTA Y UNO

A unos cincuenta metros el convoy parece avistarme llegando por el norte, ahí sí comienza la esperada renuncia a permanecer varadas en la calle. Algunas vacas se alejan del camino a paso lento, casi como calculando el tiempo que tardaré en llegar al lugar donde se encuentran; otras, sobre todo los terneros, huyen al trote, como corriendo a pedir ayuda. Saltan el pequeño alambre que separa la vegetación intocable por ley del parque, siempre mirándome con recelo, con respeto, y, entiendo que con temor. A la distancia prudente que su instinto les marcó me ven llegar al sitio antes ocupado por ellas; yo empiezo a sonreír porque comprendo que soy predador superior, y en ese caso un sujeto temible, agresor en potencia, y a fin de cuentas, y razón no les falta, un extranjero de su hábitat natural: este paraje árido y colorado que es un extenso semi desierto al circuito serrano que separa San Luís de San Juan. Ellas siempre están por acá, yo vine hoy por vez primera.
Acomodo mi bolso sobre mi cadera derecha, me levanto la campera atada a la cintura que se me está cayendo, y ya llego al punto de conflicto. En una muestra sencilla y casi ridícula de camaradería y comprensión, me voy corriendo hacia la margen opuesta a donde se escabulleron los animales dueños del lugar, como para mostrar intención de pasar solamente, sin ofensas ni malas acciones. Desde una veintena de metros, la tropa me mira seriamente, atentamente, y ahora curiosamente; no parecen tener miedo, no se alejan más. Mi sonrisa se transforma en risa para luego ser carcajada. Levanto la mano en la más inhóspita soledad y saludo a la vacada.
La carcajada se vuelve ahogo repentino. El ruido no es de vehículos ni es de temblores orogénicos. Es de una robusta vaca que sale mugiendo a voz del infierno desde los matorrales aledaños. Yo dudo un segundo, dos, trato de entender la realidad de lo que está pasando. Al tercero las dudas se fueron lejos de mí, me sacaron como quince metros de ventaja; el animal corre en mi dirección con grandes vozarrones de la naturaleza de su comunicación, me grita podría decir, y se me viene encima sin pausa y con prisa. El susto me invade, empiezo a correr a todo lo que puedo mientras miro hacia atrás, la madre de los terneros no se detiene, sigue rauda y veloz en mi búsqueda. La vaca, que es considerablemente más grande que todas cuanto estuvieran en el camino, me ataca con decisión, sigue mugiendo como tronando insultos de Ser enojado en extremo, sospecho que es la madre de todos los otros, sospecho que lo que dice en su esperanto vacuno y gutural es “¡No te metas con los pibes!”. Y me corre, no para. Yo cuento, al cálculo de boca de jarro, unos treinta metros de persecución concreta y sin intenciones de abandono. Durante unos segundos clavo mi vista en el horizonte y pienso en correr hasta Chile, me recuerdo a Canessa cruzando Los Andes con terquedad y sabiduría; luego volteo la vista y descubro que la vaquillona enfurecida y protectora desistió la corrida, y retorna a su lugar junto a sus hijos e hijas; me detengo y miro a la distancia, ella me mira parada en mitad del ripio rojo y marrón, desafiante, amenazante. Los terneros y las demás van saliendo de la vera del camino y se unen a la portentosa.
Continuo caminando, lo hago de espaldas al futuro, verificando mi seguridad. Los latidos ya se fueron normalizando, la calma ha vuelto.
A como doscientos metros del episodio entre curioso y vergonzoso caigo a la realidad inverosímil: una vaca puntana me acaba de correr treinta metros, o por lo menos veinte. Todo ha pasado un viernes 27 de junio del 2008 de nuestro Señor, en el árido, solitario, y espectacular Parque Nacional Las Quijadas.
Caminando, con solo el sol como testigo de mi travesía en la San Luís agreste e invernal, sacando fotos, meditando sobre el tiempo que tomará ir y volver a pie, escapando de vacas salvajes, lamentando no haber traído agua, imaginando el paso de algún coche que me lleve de regreso a la ruta. Así llega el mediodía del 27 de junio del 2008.
Adelante, ahora estimo que a unos dos kilómetros, empieza una serie de curvas y contra curvas que hacen al viajero penetrar en la cadena montañosa de Las Quijadas.
No se me ocurrió mejor forma de comenzar este pasaje de mi relato de viaje, perteneciente al segmento que se podría llamar “La visita de un obstinado a Las Quijadas”. La verdad es que no sé a cuánta gente le pasa una cosa así, y juro que yo no hice nada que ameritase lo sucedido.

CIENTO OCHENTA

El Señor E volvió a visitarnos en el subsuelo. Dijo que está cansado de siempre lo mismo. Nosotros también. Aunque el único que lo manifiesta soy yo; será porque soy el único, precisamente, que tengo algo llamado conciencia de clase. Y no me sale olvidarme la diferencia que hay entre él y yo, ni tampoco desconocer que mi bienestar está chocando siempre contra sus ambiciones desmedidas y delictivas.
Todos los demás quieren ser él, como él, lo que él es; yo quiero alejarme de cualquier mínimo rasgo que me pueda hacer confundir con Mister E.

CIENTO SETENTA Y NUEVE

Trescientos metros metidos abajo del cerro Tomolasta la señal del teléfono móvil se desintegra. No hace falta comprobarlo iluminando la pantalla, el cerro es un gigante de dos mil cuarenta metros y yo estoy a tres cuadras de la entrada del yacimiento minero de La Carolina.
Tomás me narra la historia de los buscadores de oro de La Carolina, el pueblo que fundó hace más de dos siglos el virrey Sobremonte.
Todo comenzó a fines del siglo dieciocho con los españoles, siguió con alemanes e ingleses hasta el 1900. Terminó hace cincuenta años con la última de las siete concesiones que explotó la mina de oro del pueblo. Ésta fue la que le dio el postrero nombre y el que pervivió hasta hoy: Mina Buena Esperanza.
Mi guía personal Tomás (le pagué cuarenta pesos para que me abriera la mina), me vistió de minero y me internó en ese corredor profundo y oscuro que tuvo su gloria y tristeza, que fue hogar de la fiebre del metal dorado durante más de cien años, hasta su secado y abandono absoluto por inservible. Lo que queda: un túnel extenso de trescientos metros, dos bifurcaciones de veinte y cincuenta metros, y un tercer tramo de cuatrocientos metros al que se le hundió el techo y jamás pudo volver a ser visitado. Y el carro original de extracción del preciado oro, estacionado en la puerta, solo él rozado por la luz solar, y como un vestigio pobre y miserable de un pasado de actividad intensa y orgullosa.
Caminamos hacia el interior chapoteando en el agua rojiza que sale de una vertiente natural al final del estrecho pasillo. Tiene ese color por el óxido de hierro que la colorea y la hace impotable. Las botas me van bien y el casco apenas ilumina medio metro delante de mí. Tomás me muestra el camino con una poderosa linterna ya de estos tiempos. Paramos cada tanto para ver los lugares donde se arrancaba el oro del útero del Tomolasta, y para descubrir las estalactitas en las paredes. A ciento cincuenta metros viene el primer cruce de pasillos, una encrucijada verdaderamente de película de aventuras y suspenso. Tomamos de uno por vez.
Hacia la izquierda el túnel termina a veinte metros, justo debajo de la excavación vertical que sirve de respiradero. Tomás me aclara que el oxígeno no falta jamás, ya que el circuito de pasillos tiene varias salidas y entradas de aire como chimeneas.
En la bifurcación a la derecha podemos ir hasta cincuenta metros, justo hasta donde, hace ciento treinta años, quedaron sepultados cuarenta y cinco hombres, al derrumbarse este tramo del túnel.
Tomo fotos y escucho las explicaciones técnicas del guía sabelotodo. Sé que no las recordaré todas, ni algunas siquiera.
No puede dejar de asombrarse el que entre a la mina de oro de La Carolina La Buena Esperanza. También sorprende enterarse que hasta algunos años atrás, en las aguas que se escapaban de la mina y bajaban como riachos por la margen del pueblo, muchos hombres encontraban modestas cantidades de oro, con la cual llevaban una vida de subsistencia. Pero vivían al fin de su búsqueda.
El pueblo de La Carolina está a 83 kilómetros de San Luís capital. En medio de las sierras centrales conforma un lugar de mucha paz y tranquilidad. Llegar hasta él es un paseo formidable, en cierta forma recuerda al trayecto salteño a Cafayate. La ruta provincial 9 va haciendo un slalom entre cerros y montañas; a veces gira todo a un costado para esquivar a un coloso verde y marrón, luego dobla para el otro lado para sortear a un hermano de aquel. En ocasiones, si se mira atrás, se descubre el camino dejado abajo como una línea gris que no se decide a mantenerse recta.
El valle de Pancarta es el resultado de esas cadenas serranas amontonadas, y está entre El Trapiche y La Carolina, pero antes de ésta última.
Filósofo, poeta y patriota de nuestro país. Nació en La Carolina en 1797. Su casa natal fue integrada al primer Museo de la Poesía, en el que se reflejan su obra y espíritu revolucionario. Contiene una biblioteca con manuscritos originales y libros de poetas de San Luís y el país. La localidad recibió sus restos en agosto del 2007, repatriados desde Chile donde había muerto.
Hablamos de Juan Crisóstomo Lafinur, el hombre ilustre de La Carolina. Su hijo predilecto. A cada paso hay una referencia a él, las que colocaron sus habitantes, porque lo estiman en su genio y figura, y las que puso Adolfo Rodríguez Saa para congraciarse con posibles votantes.
Almuerzo en el restaurante El Tomolasta. Le tomo una fotografía a una familia de mendocinos que están terminando su comida y escribo en mi cuaderno naranja Gloria las notas del día de ayer, aquellas del regreso en camión desde Las Quijadas. En la tele con sistema satelital juegan Nadal y Kiefer un partido por Wimbledom. Pido al mozo cambiar de canal y miro el descenso de Nueva Chicago y la alegría de los mil rayitas.
Pago y me voy a caminar por el pueblo bicentenario.
Ando por calles de tierra que se aburren ante casas de piedra humilde. Los dos hostales del lugar están cerrados, la escuela 214 descansa del griterío que albergará cada día, en este día sábado. Veo a esos mismos pibes, serán todos o casi todos los del pueblo, jugar y correr por los caminos montañosos, se persiguen con palos y ramas de árboles, gritan y saltan. No sé a qué juegan, no son los juegos que yo jugaba. Pero también horadan el silencio de la tarde como lo hacía yo en mi niñez al sol.

domingo, 29 de noviembre de 2009

CIENTO SETENTA Y OCHO

El cementerio de Cachi domina el pueblo. Está en el monte que se ve desde cualquier punto del poblado; desde abajo se muestra como una acrópolis griega, una construcción enteramente blanca que se alarga unos treinta metros, aunque desde abajo tan solo puede verse la mitad.
El camino hacia el lugar santo es a través de un sendero de tierra y piedra, más piedras a mayor altura. Hay que seguir derecho de la plaza y doblar en la calle De los Ríos. Allí derecho se cruza un puente por el que pasa un solo vehículo por vez, ahí comienza el ascenso. No es empinado, va subiendo de a poco el kilómetro de distancia hasta llegar a la cima, desde donde se observa todo el pueblo de Cachi, algún pueblo aledaño, y el cordón montañoso, incluyendo el único pico que está nevado. El Cachi nevado según los lugareños.
Al llegar arriba del camino pedregoso se sale a una gran explanada también de piedra apisonada. Ahora sí se puede apreciar y medir el largo frente edilicio del cementerio; es como un cabildo pero sin su torre central para oradores. Tiene ocho o nueve arcadas (me olvidé en verdad la cantidad) que simétricamente dan resguardo a una galería de dos metros de profundidad. Desde donde estoy parado puedo ver la reja de entrada entreabierta, una de sus pestañas, y más allá cruces, lápidas y algunos nichos.
Me quedo contemplando el pueblo en el absoluto silencio del valle extenso, de espaldas a las arcadas blancas. Luego de un rato me volteo y entro por la abertura, haciendo sonar la bisagra de la reja. Ese único ruido se desplaza por entre las montañas y los pastos crecidos. El cementerio está un poco descuidado, concluyo que podría estar mejor. Camino hasta el fondo, unos treinta metros, y aprecio las montañas y sus picos.
Cuando estoy volviendo escucho un tintineo metálico leve, un sonido que solo se escucha en ese lugar. Es una campana pequeña (igual a la que tenía mi escuela primaria, allá en Lanús) que cuelga de una madera cruzada en la última arcada hacia la izquierda. El viento, cuando es fuerte, apenas hace chocar la bolita metálica que golpea la campana, y en ese momento se levanta un viento fuerte. Me tapo los ojos del polvo del suelo que se hace remolinos y miro la campana; no puedo resistir la tentación, y la toco.
¿Empezar a hablar del cementerio de Cachi es una manera de empezar por el final, no?

La niebla que dejé en Buenos Aires llegó a Salta. A las siete de la mañana salimos con la empresa de micros Marcos Rueda a la ruta 68, apenas se puede ver treinta metros delante. El colectivo se empieza a llenar hasta agotar la capacidad de asientos, los pasajeros suben igual aunque deban ir parados; el trabajo espera allá en la alta montaña y al pie de los ríos secos, en los pueblos calchaquíes. Hay maestros de escuela, artesanos, vendedores ambulantes, campesinos: la mayoría bajará antes de Cachi.
Para cuando doblamos en la ruta provincial 33 la niebla es menos espesa y comienza a disiparse. Yo, que había entablado conversación con un lugareño de Cachi, me levanto para dar mi asiento a una señora muy mayor. Arrugada, cansada, pero con varias bolsas que lleva a su puesto de trabajo en el parador Aguas Negras.
Por suerte para mí la niebla se disipa totalmente. Justo a tiempo para ver la Quebrada de Escoipe; allí comienza la parte del viaje que saca suspiros de admiración. Quedaron atrás los tabacales que no vi por estar ocultos en la niebla.
Estos valles son la parte de atrás de la ruta a Cafayate, completan el circuito calchaquí que tantos llegan para recorrer año tras año. El corredor Salta-Cafayate-Angastaco-Molinos-Cachi-Salta. Con los agregados del dique Cabra Corral y el ascenso hasta San Antonio de los Cobres (ese es el trayecto del clausurado Tren de las Nubes).
Son distintos los valles hacia Cachi. Menos rojizos, más verdes, por momentos más altas las cumbres. La Cuesta del Obispo lleva el serpenteante camino a 3348mts. sobre el nivel del mar; un camino de ripio en su mayor parte, tan solo con algún pedazo de un mejorado muy desmejorado. Por eso el viaje es largo, casi cuatro horas de ir a velocidades inferiores a los ochenta kilómetros por hora, cuidando no desbarrancarse en las curvas sin pared de contención, tocando bocina antes de llegar, dejando pasar primero al que viene de frente, mientras se aguarda en el costado. Porque no pasan dos colectivos al mismo tiempo en algunos puntos. De vez en vez frenando hasta velocidad de peatón para badear un arroyo que, insolentemente, cruza el camino con buena correntada. Viene de lo alto de la montaña y debe tener temperatura bajo cero. En una curva pronunciada disminuimos la velocidad hasta detenernos por completo; miró por qué y entiendo. Hay que cruzar el río que corre por el medio del valle, entre los gigantes. El puente es de madera y pasa un vehículo por vez. Además el chofer debe acertar a las huellas de madera donde deben ir cada rueda. Lo pasamos escuchando cómo crujen los maderos y se golpean unos a otros.
Un cartel enorme hecho de troncos bien barnizados anuncia que entramos en el Parque Nacional Los Cardones. Pasando el Valle Encantado no es necesario el cartel, los campos se ven desbordados de cardones enormes, de más de dos metros y medio de altura. Hay como una comunidad de estos espinados verdes que parecen saludarnos cuando pasamos, dada su natural conformación se asemejan a personas levantando su mano o las dos. Hola, dicen cientos de cardones.
Luego de subir sin pausa se llega a unas colinas por las que se avanza en línea recta. Tractores, aplanadoras y camiones trabajan en el mantenimiento del camino, que en este tramo parece una gran avenida de ripio, ya que tiene cuatro carriles. Igual muy rápido no es aconsejable ir, el polvo se cuela por cualquier hendija del vehículo. Los hombres trabajando saludan a nuestro chofer con la mano en alto, y los camiones con un juego de luces. Nosotros seguimos viaje por entre campos de tierra seca, a la que le crecen pequeños yuyos feos, triangulares, y distantes dos metros entre sí. La alambrada nunca cesa de recordarnos la era en que vivimos, sube y baja a la par de los montes, se sumerge en arroyos, jamás se da por vencida. Así lo manda su dueño.

Cuando bajo del cementerio una nube de polvo me cubre por completo, el viento le ayuda a convertirme en un fantasma con gorra roja, un pombero de lentes y camiseta.
De regreso en el pueblo recorro el sitio a paso lento y bajo el tibio sol del otoño salteño. Callejas prolijas con casas de material al estilo del periodo español, con rejas, puertas de madera, y veredas angostas y altas. Una especie de La Boca pero sin riachuelo.
La plaza es una manzana y reúne lo mejor del pueblo: la oficina de turismo, las dos casas de comida, los artesanos, el honorable consejo deliberante, un monasterio antiguo, un museo arqueológico, una telecabina, el banco Macro (está en todos los pueblos, chiquito o grande siempre hay uno).
Cachi no tiene terminal de ómnibus, de hecho la empresa Marcos Rueda es la única que llega. Sus micros se detienen en la calle frente a la oficina de la compañía; allí salen también para Salta y para el pueblo de Molinos, cincuenta kilómetros hacia el sur por la ruta nacional 40.
Hay un detalle que se escapó a mi previsión o a mi falta de ella más bien. No hay micros de vuelta a la ciudad de Salta en el día de hoy; los servicios salen a las siete de la mañana de la capital y llegan a las once y media a Cachi. El retorno es al otro día a las nueve de la mañana. Por lo que el regreso será en remís compartido, cosa que me mantiene intranquilo un rato, ya que el único turno que quedó es a las 18:30hs. A las 19 será de noche y estaremos en precipicios negros y fríos.
Me relajo y disfruto sin pensar en la vuelta.
Entro en el Comedor del Sol. Voy al baño y me lavo las manos y los lentes, la polvareda del monte me dejó gris y casi sin visión. Cuando vuelvo miro la carta y pido un lomo a la frontera (lomo, dos huevos fritos, papas fritas, y cebolla y otras verduras). Le pregunto a la camarera del lugar cuándo se toca la campana que está colgada en el cementerio, me dice que cuando se realiza el entierro de un poblador, en el último adiós. Me descubro irrespetuoso y profanador. Igual, nadie sabe quién fue el que la hizo vibrar en todo el valle, por la mañana.
Escribo mientras espero el almuerzo. Como. Vuelvo a escribir. Suena Folklore. Afuera, la marcha peronista, a todo volumen, inunda el pueblo con justicialismo y proselitismo rudimentario. Es época de campaña, claro. Lo alarmante es la poca necesidad de ser creativo para conseguir un voto: un comité abierto, gente sonriendo, la marcha a todo trapo, y la foto del candidato con cara de salvador. Por lo menos no estaba colgada la del General montado en su corcel blanco.
Esto es Cachi. Humilde lugar después de soberbio trayecto.
En un equipo de audio portátil con CD suena cumbia, un chico de unos doce años es el disck jockey encargado de entretener el patio del colegio. Los chicos de las salitas rosa y celeste acatan las órdenes del profesor de gimnasia, juegan en dos colchonetas en las cuales se tiran de mil maneras. Las maestras van y vienen preparando todos los detalles para el honor a la bandera. Es 20 de junio, el original, no el homenaje corrido para ser feriado turístico.
La escuela Victorino de la Plaza (de quién habrá sido la idea de poner ese nombre con tan poco que ver en un pueblo de montaña) está embanderada de pe a pa, las paredes de sus galerías están repletas de los trabajos manuales de los alumnos, alusivos a Belgrano y su gesta. El resto lo cubren las obras de las maestras. En el patio, en medio del cuadrado que forman las cuatro galerías, hay guirnaldas, papeles celestes y blancos, y una mesita. Se acerca la hora de la merienda. Veo pasar una pava tamaño familiar, una cacerola extra large, y abundante pan. Las cosas son transportadas por los alumnos de los grados superiores, que desempeñan a su vez una suerte de auxiliares de los docentes. Como si fueran los hermanos mayores del alumnado. En cierta forma lo son en un pueblo de dos mil habitantes.
Termina la clase-juego de educación física. Uno de esos auxiliares ayuda al profesor a guardar las colchonetas. Me sonríen y saludan cuando me ven parado, observando la rutina del colegio. Todos me saludan: chicos, maestras, mujeres de limpieza, y el Director del colegio, que me pregunta desde dónde los estoy visitando. Las puertas del colegio estaban abiertas y entré sin preguntas de nadie, soy un ajeno que presencia la vida de la escuela en una fecha patria. Nadie está pensando en pedirme que me retire.
Luego de un rato me voy caminando despacio. No creo que los días sean distintos al de hoy en la escuela de Cachi. Un comedor escolar, una guardería, un albergue por una horas, una sala de espera para esperadores de algo. En definitiva, mucho más que una escuela de pueblo adentro.
Cruzo la plaza y entro al museo arqueológico Pío Pablo Díaz. No sé si el lugar estará como lo soñó quien le da su nombre, pero a mi me sorprende la instalación cuidada, sus salas señalizadas en dos idiomas y aclimatadas a las exigencias de sus piezas, su material contenido. Puede ser que porque esperaba mucho menos, eso es algo que suele pasar en lugares distantes, medio olvidados por la gran ciudad.
Hay herramientas de agricultura y ganadería, armas de guerra, vasijas, adornos y collares incaicos. Vuelve la referencia.
Compro un bono contribución y salgo a tomar el último sol que queda. También tomo un helado, de los últimos gustos que quedan también. Camino por el pueblo. Va acercándose la hora de irme de Cachi.

sábado, 21 de noviembre de 2009

CIENTO SETENTA Y SIETE

Cómo expresar la sospechada locura de un interlocutor, o cómo decir que un tipo está lo que se dice Limado.
Algunas formas no tradicionales de evidenciar al orate.

Se le venció la garantía.
Tiene el satélite con demora.
Tiene la bombilla tapada.
Se le llenó de agua en el radiador.
Le falta un agujero en la quena.
Perdió la partitura.
Tiene una cuerda rota en el arpa.
Está sin rueda de auxilio.
Tiene la platería incompleta.
Está con el boleto mínimo.
Se le pasó la parada.
Le falta una rosa en el ramo.
Se le hizo agua el cubito.
Perdió el frío en la heladera.
Tiene el cable sin pituto.
Se le fue el gallo de la veleta.
Le falta el enano en el jardín.
Se le velaron las fotos.
Le robaron la batuta en la orquesta.
Tiene el taco sin tiza.
Le falta una vela en el paquete.
Tiene el Jack sin sorpresa.
Se le desarmó el Kinder.
Tiene el periscopio tapado.
Se le trabó el molinete.
Le falta el actor principal.
Tiene el barrilete en los cables.
Ya no arma la setenta.
Perdió la locomotora.
Tiene el salero tapado.
Le falta un gajo en la Tango.
Alguien le rayó el queso.
Se le borró la senda peatonal.
Se le secó la pomada Cobra.
Tiene el Arca sin Noé.
Se le vació la garrafa.
No le explotó el triangulito.
Tiene una baldosa floja.
Le crecieron los niños cantores.
Tiene la mesa sin croupier.
Le remataron el boliche.
Tiene fuga de cerebros.
Tiene un solo remo en el bote.
Tiene el terreno baldío en venta.
Se le voló el cucú del reloj.
Tiene la fuente sin angelito.
Le renunció el jockey del caballo.
Tiene una gatera vacía.
Le falta un broche en la soga.
Se le fueron un par de porristas.
Le falta el pastor del rebaño.
No encuentra la llave de paso.
El capitán le abandonó el barco.
No se le abre el paracaídas.
Se le apagó el espiral.
Se le fue el conejo de la galera.
Le talaron los pinos del bosque.
Se le tapó el snorkel.
Tiene un Titán menos en el ring.
Se le cortó la luz en el Faro.
Se quedó sin señal de ajuste.
Se le fue un reno del trineo.
Se le fundió la lamparita guía.
Le empezó a hablar el mimo.
Se le paró el teleférico.
Se le secó el oasis.
La tortuga le abandonó la caparazón.
Le faltan todos los pochoclos de la manzana.
Se le zafaron los troncos de la balsa.
Le filtra el agua en la presa.

sábado, 14 de noviembre de 2009

CIENTO SETENTA Y SEIS

El pasillo está casi vacío, solo un pordiosero tirado junto a la pared. Con el cuello torcido, babeante, desvanecido, hasta quizá esté muerto. El y yo somos lo último. Y las bestias.
La luz del tubo fluorescente blanco no termina de relampaguear, proyectando rayos de claridad fugaces a los distantes molinetes abandonados. Los papeles no vuelan, no hay viento aquí abajo, no hay ya nada acá. Solo yo y mi andar alucinado. Arriba la noche hace estragos en lo que queda de una ciudad en ruinas; los animales, antes domésticos y dóciles, se han reencontrado con la naturaleza de sus instintos, y sus patitas son asesinas. De todo lo que reste por asesinar en estos tiempos, y de ellos mismos cuando el hambre lo decida salvajemente. Todo vestigio del pasado en cautiverio será un recuerdo difuso e inverosímil.
Pienso en que si un perro entra en la Estación me destrozaría sin problemas. Necesito ir a cerrar la reja que da a la avenida que nunca duerme, pero tengo miedo de enamorarme de la fe de la luna muerta que busca sobre los escombros, y querer salir a buscar gente viva. Decido no ir y que la suerte sentencie si vienen o no mis mascotas hambrientas.
Me siento al lado del hombre hediento y abrazo mis piernas, juntándolas contra mi pecho. Hace unos días que perdí todo miedo, me dejé convencer por la razón, que me dicta lo que debo ir haciendo para ver cuánto puedo durar.
El olor a orina de mi compañero ya no me molesta en absoluto, y tampoco me atormenta el silencio. No deseo que diga algo el hombre, no me agobia escuchar solo los aullidos lejanos de las desesperadas hienas. Después de todo ellas están tan abandonadas como yo en este mundo del tiempo después, tienen tanto derecho como yo a gritar su furia. Aunque yo ya no lo hago.
La luz indecisa se inclina por la noche, y muere. La oscuridad está ahora sobre este pedazo de pasillo. Para adelante, hacia la combinación que lleva a la otra línea, se ve una claridad firme, alumbrando los carteles publicitarios, las flores secas del puesto, la escalera que se hunde más abajo todavía. En la otra dirección, que me regresa a las vías muertas, ya no hay visión posible. Pero de allí nada puede venir, pienso. Da igual.
Cierro los ojos y escucho una respiración que no es la mía. Es el hombre que lucha por una vida que ya no tiene hace muchísimo tiempo. Abro los ojos y trato de ver qué hace, cómo pelea, qué intenta; apenas puede mover levemente la cabeza doblada sobre el zócalo, sin levantar una mano, sin una inclinación de una pierna siquiera. Pongo la mano sobre su pecho húmedo y tiene una vida que pende de un hilo. Una hiena, con mostrarle los dientes ya lo mataría. Incluso si yo dejo de pensar en él como un ser viviente dejará de respirar. Tal vez debiera hacerlo. Sé que nos necesitamos: en unas horas uno será alimento del otro. Puedo dejar hacer a la muerte o ahorrarle tiempo. Como sea debiera esconderlo en un lugar seguro, donde no llegue el olfato recuperado de los perros acechantes.
Me olvido unos momentos de la situación y me pierdo mirando fijamente la pared oscurecida. Persiste la respiración de fondo, y yo medito cuánto tardaré en volverme un asesino; no, no es esa la palabra. Un animal que busca comida en donde sea, como hace miles de años he sido.
Los ruidos de las salvajes pisadas apuradas me sacan de mis pensamientos. Tapan los gemidos de mi compañero y saben dónde tienen que ir. Me subo al techo de un puesto de llaves al paso y me petrifico, tratando de no ser descubierto. Las hienas llegan y devoran a mi presa, que apenas se queja en unos segundos de agonía sumisa. La voracidad de los dientes no conoce de pausas, se disputan la carne cinco supervivientes de la superficie. Ante mi silencio y mi desilusión se quedan con mi comida, nada dejarán para mí.
El tubo renace y me presenta a los restos del vagabundo. Poca sangre en el suelo, ropa desgarrada y huesos amarillentos es lo que veo desde mi guarida elevada. Al menos las hienas se fueron sin percatarse de mi presencia. Ahora deberé bajar a las vías muertas y caminar hasta la estación siguiente, puede que haya algo en alguna vieja máquina expendedora en la Terminal. Tal vez otra gente. Y siempre las mascotas de la superficie dispuestas a bajar por mí.

lunes, 9 de noviembre de 2009

CIENTO SETENTA Y CINCO

Hoy quiero ira.
Quiero un mar de sangre en las calles.
Quiero la sangre de todos los inocentes pintando las veredas,
la sangre del trabajador y del vago,
la del rico y la del pobre.
Quiero la roja sangre de todo lo que tenga roja sangre.
Quiero que todo muera,
los justos y los injustos,
y los que aman la vida,
y los que son indiferentes.
Quiero el final del suplicio del enfermo.
Quiero calles desiertas,
ya sin testigos por el resto de la eternidad.
Quiero saciar mi ira,
con estas palabras odiosas que poco dañan.
Hoy quiero tener un sueño despreciable.
Es impulso liberado y nada más.
Es echar una red para atrapar un pequeño pez.
Es gritar y aborrecerme al instante.
Cambio toda la luz del mundo por la mayor oscuridad,
solo porque de allí sé que ellos no podrán escapar.
Y tendrán tanta miseria como yo.

CIENTO SETENTA Y CUATRO

Es el pueblo judío tragando la arena del desierto.
Es la boca seca del náufrago y su desesperanza.
Es la víctima que no lo sabe, y que no lo espera.
Es la ruina de la civilización maya,
y es el dolor de Amarú.
Es el miedo del antílope en la sabana africana,
y es la tierra agrietada de sed.
Es un millón de años luz de distancia del paraíso,
y es el fondo del mar.
Es el sembradío ardiendo en llamas,
y mil espejos rotos dentro de la casa.
Es el alud a cien metros de la cima.
Es el significado de la palabra estoico.
Es el eco de un pasado de gloria.
Es alegría, más tristeza, más paciencia.
Es la gente de Racing.

sábado, 7 de noviembre de 2009

CIENTO SETENTA Y TRES

El chavón churro y el Señor E convergen en este mediodía de octubre, en minutos cercanos, y en distintas posturas, y diferentes escenarios. Cada cual haciendo lo que su razón de ser le dicta de manera inquebrantable. En la vereda y en el subsuelo; con gestos ampulosos y estampa de sabelotodo, y con timbre de voz decidido, enérgico, infame. El juego de siempre para uno, y la liviandad absoluta para el otro.
Apoyado sobre su moto, el chavón churro despliega todo su arsenal de confianza en sí mismo, de palabrería insensata, de vida al margen de la realidad. No habla conmigo, lo hace con otro compañero de laburo, y le cuenta algo de todo lo que está haciendo. Nada de nada. Subsistir de manera inescrupulosa, viviendo de los ingresos de la anciana madre, y siempre rumiando ideas fabulosas y sin futuro cierto. Un caño y otro, y otro, y nada que justifique su existencia. Pasando la vida sin un movimiento. Solo pensamiento, desvarío de la piedra eterna.
Casi a la misma hora el Señor E se avino a su actuación de costumbre: gritos de descontento, ofuscación impostada, reproche sobre razones débiles con ausencia de fundamentos. Todo una perorata que tiene por finalidad que sus empleados más esforzados no osen asomar la cabeza del hoyo subterráneo; que la existencia les siga pasando por hacer lo máximo sin pedir lo mínimo, sin un reclamo ni una queja, ni un amague de reclamación.
Se trata de amedrentar para cercionar toda voluntad de acción. Mostrar los dientes mucho antes de asumir la pelea como un hecho consumado y sin retorno.
El encargado que escucha las críticas con cara de disculpas que no debiera pedir. Y que ni siquiera trasladará a sus subalternos sudados y enajenados entre las 8 y las 18. Sabe que no puede hacerlo, que recibiría un aluvión de insultos si derramara sobre ellos la fantochada del Señor E. Traga saliva y empieza a digerir la bronca, y con ello se gana el salario de perro más limpio entre la jauría roída. Se acomoda la estrella de David que porta en el brazo y que lo convierte en guardián del guetto, velador de los vejámenes de E. Piojo resucitado, entregador de la dignidad ajena.
El chavón churro se sube a su moto y justo cuando paso por la vereda de enfrente, me saluda desde su sitial de fantasía. Rey de su reino imaginado.
El Señor E no me dirige la palabra nunca. Es peligroso, lo sabe. Solo me mira sombrío, al pasar, como si yo solo fuera un obstáculo físico en su contexto de amo y señor; queriéndome intimidar el ánimo, el pensamiento y la actitud. No puede. Yo lo miro, como siempre que se cruzan nuestros instantes. Le digo "Buenas tardes", amablemente, educadamente, irrespetuosamente. Y gano la única batalla que tal vez esté a mi alcance ganar.

jueves, 5 de noviembre de 2009

CIENTO SETENTA Y DOS

Yo precisaba otro bar, otro disparo, otra forma de liquidar mi buen momento de hace unos días, de los últimos tiempos. No ésta pulcritud de rigidez y coraje, ésta corte infame del bienestar perdurable. Sonrisas en los vidrios me acechan amenazantemente.
¿Por qué nunca se puede caer libremente en la tristeza que tanto ennoblece al pobre perro, silenciado por un brutal rebencazo? Déjenme escuchar el encogimiento de mi alegría en silencio.
El golpe es más duro de lo que creí. Pero el error, mío una vez más, es construir templos de humo para adorar dioses fraudulentos. Como pretender poner las esperanzas de todo el porvenir en una gota de agua, recostada sobre el asfalto de un mediodía cualquiera, de un enero indistinto.
Otra vez la ardua misión de buscarme entre los pedazos de mí mismo que se esparcen derrotados. ¿Quién es ese sujeto que logra enderezar el bote rumbo a la caída del río? ¿Por qué no pude estar siempre al mando de los remos? Viene de no sé dónde y, altaneramente, hace lo que hay que hacer, y pega el grito que siempre amedrenta lo que tenga enfrente. Incluso yo mismo.

martes, 20 de octubre de 2009

CIENTO SETENTA Y UNO


Un capricho de niebla escondió la noche.
De pronto soy un ciego que apenas ve,
un optimista del horizonte de la calle,
obstinado en descubrir lo que viene (¡cómo si importara!).
Un foco galopa hacia mí;
es una moto, o un dragón,
o un coche tuerto,
o una alucinación de mi mente,
que recién se enciende.
El camión de la basura surge por mi retaguardia,
y se lleva la razón de ser de esta vida moderna y calculada.
La neblina está en todos lados, y a toda hora,
y en cada mente.

lunes, 5 de octubre de 2009

CIENTO SETENTA

Si yo pudiera escribir una palabra que lograra ser confundida con la pluma de Borges, o ser tomada como el genio creativo de Poe, ya no necesitaría vivir para siempre. Ni lo querría.

CIENTO SESENTA Y NUEVE

Yo no creo que un poeta se pueda suicidar. En realidad es más que eso: no consiento que un escritor se pueda lapidar a sí mismo.
Ahí están, me dirán muchos, Virginia Woolf, Alfonsina, Pizarnik, Julio Huasi, y cuantos otros más. En el fondo alguien los habrá matado, ellos no pudieron hacerse eso.
Los que escriben aman escribir. Solon saben de esta vida que nunca dejarán de escribir; jurarán que si no lo hacen mueren.
Yo no creo que un poeta se pueda suicidar. Yo no puedo suicidarme. Este cuaderno naranja y a cuadrículas, y esta birome de saliva negra, me encadenan a la vida por sobre toda pena, por sobre toda miseria.

CIENTO SESENTA Y OCHO

Se abrió el domingo a las seis de la mañana. Con las primeras claridades de uncielo que se despereza, que se va aclarando de a poco, sin pausa.
La noche larga se ha muerto al final de la música en mis oídos. Una fantasía de un mundo donde las tinieblas no son malas, sino solamente oscuras. Pero buenas,
amigas, y sin asustar.
El viento arranca a zamarrear los árboles de la calle desierta. Las gentes mayores están a punto de encender sus hornallas para parir los mates amargos. Los jóvenes se retiran de sus vidas allecho de sus muertes dominicales temporales; alguna vez fui ese joven que moría entre las siete y las catorce del domingo cotidiano.
La luz del velador es un resabio del pasado inmediato. Un vicio que no se apaga. La cama está tendida y de franco. El patio ya está blanco y radiante, con sus plantas solitarias de mi compañía (qué raro que nunca salga al patio de mi propia casa).
Domingo. ¡Qué buen pretexto das para cantarte!, dice Silvio Rodriguez. Y para escribirte algo. Aunque más no sea unas líneas, un puñado de palabras en negra tinta, con corazón imprenta.
El día donde todos son libres. Quizá hasta los presos en sus celdas también lo sean.
A la tarde, alo mejor, escribo otra cosa distinta. Puede ser que ya no opine igual de esta feria de la vida que es cualquier domingo.

jueves, 1 de octubre de 2009

CIENTO SESENTA Y SIETE

El Quo Vadis es una alegoría a la historia del pueblo polaco. Dicen que así lo pensó Sienkiewicz.
El Proceso es una parábola de la burocracia implacable. Puede que Kafka tuviera esa intención.
Funes el memorioso no recuerda todo, así sencillamente. Lo que no puede es dormir. El insomnio es la trama de Borges. Algunos críticos han visto eso.
Yo digo: ¿es que no puede ser que los libros y sus historias digan lo que dicen a simple vista? ¿Es necesario que todo sea un imbrincado sendero de interpretación? Que amparado por la polisemia lleve a una comprensión, a esa comprensión exorbitante.
Para fábulas que aleccionan sobre valores culturales el pasado ya nos legó toneladas. Quizá debiéramos dejar a nuestros escritores contemporáneos el placer de ser simples, concisos, certeros.

jueves, 3 de septiembre de 2009

CIENTO SESENTA Y SEIS


Un millón de seres pasan por aquí,
día tras día,
como una avalancha de tristeza que nada puede detener.
En las mañanas, allá por las seis, el silencio es cómplice
de la ruina del deseo de cada quien.
Unos motores acallan cualquier intento de queja,
de recapacitación;
una factura caliente acompaña un café amargo
y no deja hablar al que lo traga por rutina.
Solo ven la nuca del que espera delante,
no escuchan a su alma que les grita un insulto,
como un despertador;
sacan su boleto diario y la corren de un empujón hacia el fondo.
Donde la realidad les dijo que había lugar,
el único para ellos y sus miserias.

CIENTO SESENTA Y CINCO

La oscuridad es el mejor lugar para acampar durante la época peor de nuestro ánimo. Ese momento en que todo parece irse al otro mundo, pero sin nosotros, que quedamos solos y abandonados en éste.
La vela arde. La vela es todo lo que tengo de luz en este sábado de agosto. Es el faro en esa oscuridad que tan a menudo viene a ocuparse de mi entorno.
La llama duda pero sigue bailando. Ora con fuerza y decisión, ora con timidez y temblor. Y yo soy más o menos igual. No logro vivir bien ni morir del todo, es una frontera en la que ando días y meses, y la vida entera me temo.
La mesa del bar está limpia de porquerías. Un morado color sostiene mi sombra reflejada en su fórmica, y dos o tres servilletas miran mi cara sin acotar nada a la escena. La vela que está en medio continúa consumiéndose. Igual que yo, que todo en este tiempo furioso.
No tardará la balanza en inclinarse para alguno de los dos lados del ánimo. Ya veremos qué pesa más sobre mi alma en este atardecer; si la mirada voluntariosa del vaso medio lleno, o la depresión inclemente que dice que se está vaciando.
Al menos el mozo ya me alcanzó al daiquiri que todo lo puede. Una prolija copa de ron, en una prolija mesa, en una prolija tarde. Para un sujeto poco amante de las simetrías.
El protagonista que inventó Dostoyevski se suicidó. Según él, así demostraba su verdadera libertad, no atada a los comportamientos de la masa popular sumisa y maniatada por la cultura.
No está mal como una idea. Pero tiene una falla fundamental: la lucha le cuesta la vida, y así no sirve el triunfo. No se le puede mirar la cara al rival e insultarle, nuestro corte de manga desde el más alla se pierde antes de llegar a su blanco.
Mejor es ganar la pelea sin entregar el cuello. Los mártires no sirven. Hay que destruir al enemigo y que vea nuestra mirada y nuestro odio al hacerlo.
Yo haría que el mismo protagonista del ruso, en una vida mísera y pobre, le regale su último kopecs al Zar. Y feliz y vencedor se vaya a Siberia, deportado por el rencor y la ira del derrotado mandamás.
El ron se acabó. La vela, igual que yo, se achica en su tarea de iluminar lo mejor de la vida. La tarde ya creció y se hizo noche.
Finalmente la soledad puso todo su musculatura en la balanza. Fue mucho para las ganas mías de no tirar la toalla.

domingo, 30 de agosto de 2009

CIENTO SESENTA Y CUATRO

Si te quito los ojos de encima, un instante, es solo para buscar, por las ventanas del bar, algo que me impida enamorarme de vos fatalmente.
Mi búsqueda dura segundos. Hay una maldita y secreta devoción que me obliga a mirarte.
Y vos te vas a ir, y yo no te voy a ver nunca más. Y voy a quedar enamorado y solo, para toda la eternidad.
La belleza es un arma de doble filo.

CIENTO SESENTA Y TRES

Los actos definen a la gente, no los objetos.
Esto que parece una obviedad es algo que la mayoría de los pendejos que se piensan ideológicamente activos, no logran entender. No creo que sea tanto por no querer como por no estar ni enterados de ciertas cosas.
Ya son como un millón de remeras con la cara del Che. Las veo en todos lados; a la vuelta de cualquier esquina, dentro de cualquier bar, en la tribuna de fútbol de casi todos los equipos argentinos.
Nadie sabe mucho de la vida de Ernesto Guevara. Lo que sí saben es el mito, la leyenda que la mismísima burguesía moderna y apabullante construyó para beneficio propio. Esa que lo convierte en héroe de una revolución, en maestro de la guerrilla justiciera, de la búsqueda del ideal del hombre libre y autodeterminado.
Inofensivas salvas en 2009. Un circo de colores y piruetas, sin nada que amenace seriamente el orden de cosas capitalista, indecente escarnio de los pobres y desprotegidos por un sistema que se alimenta, precisamente, de esos fantasmas corpóreos de los tiempos que corren.
Y siguen sucediéndose las imágenes de la barba y el habano, y, claro, las mismas frases del Comandante del Movimiento 26 de Julio. Todo robado por los enemigos del hombre que el piberío venera, pero lo hace de forma vacía, sin contenido, como a un totem, fetiche de la palabrería de moda.
No hay que ponerse remeras con la cara de Guevara. No hay que hablar de una revolución lejana y con solo ecos en el día de hoy. Hay que hacer. Actitud Che Guevara sería la consigna.
A la puerta de un espacio abierto para dar conciertos de bandas de música, un borracho se cayó, ebrio en extremo, en mitad de la calle. Los colectivos y coches le pasaban raspando, y a nadie le importaba demasiado, incluso había cierto placer morboso en calcular el aplastamiento del linyera perdido. Decenas de rostros del Che Guevara miraban, desde tantas remeras, el episodio. Inmutables adoradores de un martir de la acción blasfemaban la vida y el sentir del prócer cubano. Uno que no tenía ninguna insignia del ilustre rosarino, cruzó la Niceto Vega y arrastró, como pudo, el cuerpo inerte hasta el cordón de la vereda. Todo ante la mirada de asco y repulsión de los revolucionarios de jugandito.
El atrevido que desafió la mirada sojuzgadora del entorno, se limpió las manos del hediento resabio del contacto, y volvió a apoyarse contra la pared negra de la esquina concurrida.
La mejor ofrenda que el líder de Santa Clara podía esperar. Actitud, acción, piedad por los desválidos, solidaridad por los expuestos a los poderosos, no remeras, ni anillos, ni tatuajes.
Aquella noche de sábado, el aparato capitalista, burgués, fetiche, y aglutinante de pareceres y posturas, hizo una mueca de desconfianza. Un estertor que le dibujaba una alarma en el plan universal. Mínimo, vano, pero delicioso de verlo con dientes apretados.

viernes, 28 de agosto de 2009

CIENTO SESENTA Y UNO

Imagina un lugar donde nadie esté pidiendo monedas a la salida de un bar. Imagina un lugar donde nadie esté abriendo bolsas de basura, como si fueran regalos de navidad, al pie de un árbol, en una calle atestada de gente que va y viene. Imagina un sitio donde al llegar el invierno haya algo más que un puñado de chapas para aguantar los vientos helados. Piensa en un espacio donde nadie, pero nadie, tenga que preocuparse por la salud de sus hijos, donde conseguir un médico no sea una posibilidad de algunos pocos. Imagina un lugar donde la educación no falte, para nadie. Un lugar donde la esperanza de vida se alargue y la mortalidad infantil se achique, y el hambre sea una cosa del diccionario, y la pobreza un mal de otro tiempo, lejano, distante.
¿Qué darías por un lugar así? ¿Qué vale un lugar así? ¿Aceptarías un control férreo sobre tus actos y tus pensamientos, sobre tus pareceres y tus análisis de cuanto te rodea?
Quizá tu respuesta esté sujeta a lo que tenés en este lugar en que vivís, que tiene poco y nada que ver con aquel que te invité a imaginar.
Para muchos la elección se reduce a otear las cartas y ver qué chances hay de pasarla bien.
No hay ideología, hay cálculo.

jueves, 27 de agosto de 2009

CIENTO SESENTA


Oteando al enemigo espera la miseria de un tiempo asimétrico.
Agazapada en una trinchera de negros escondrijos,
esa que se renueva cada atardecer,
y que tan eficiente es contra los embates de la bienandanza.
Unos soldados roñosos y hambrientos guardan con celo extremo
su posición en la batalla social más vieja y ruín.
Enfrente,
el enemigo brilla en su cuartel luminoso.

domingo, 16 de agosto de 2009

CIENTO CINCUENTA Y NUEVE

Una vez esta vida me regaló un par de horas que son un tesoro hundido en el fondo del mar. Fue una tarde que se empezaba a vestir de noche, el lugar fue una cocina que ya se había vuelto casi mi cocina, con una mesa larga y un almanaque fisgón de cada encuentro nuestro. Unos mates medio ninguneados por unas cabezas atentas a los dados traicioneros; una música de fondo que sumaba bienestar y no restaba calidez con melodías torpes y entrometidas, como otras. Dos amigos que me atendían a su modo cada cual: uno me llenaba el vaso con mi bebida preferida, el otro me destrozaba con su azar infatigable e infaltable. Y Ayde que deambulaba con Joni Mitchel, laboriosas, a mi alrededor.
Así pasaba el domingo, que entre aquellas paredes descascaradas, se me volvía viernes por la tarde. Grato. Feliz. Un mundo por el cual agarrarse a trompadas con Dios.
Hoy ya no tengo aquel mundo. Un mundo ha muerto. Ahora hay otra cosa que es distinta, que es un gigantesco espacio al que le falta un sentido.
Mi amigo Jorge era ese sentido. Y ya no está. Cacho se fue sin decirme chau, y lo que es peor, me ganó el último partido del tablero de los triángulos. ¡El muy turro!

sábado, 15 de agosto de 2009

CIENTO CINCUENTA Y OCHO

¿Qué me mirás? Decí algo, defendete. ¿O esta vez no tenés ningún artilugio sofístico para persuadirme de que tenés la razón? ¿Qué me vas a decir?
Yo te voy a decir dos cosas. Sos un soberbio que nunca da el brazo a torcer, que siempre cree que lo que dice es la verdad. Nada se te puede cuestionar, tu palabra es lo único que escuchás, lo único que te importa. Siempre querés y creés tener la razón. ¡Dale haber, hablá!
-Es cierto. Tenés razón. Lo acepto.

miércoles, 12 de agosto de 2009

CIENTO CINCUENTA Y SIETE

Hasta aquí sé perfectamente que todos los lectores de estos escritos (o lo que sean) creerán que yo soy un tipo desequilibrado, o cuanto menos, extraño. Suele pasar.
Yo les digo dos cosas: lean algo de Platón, quizá su famosa alegoría de la caverna.
La segunda: yo salí de la caverna, abandoné sus sombras, entendí la verdad de la milanesa. Pero le hice un corte de manga al Griego y al antro de las sensibilidades no vuelvo más.
Deserté a la misión.
¿No será mucho?

CIENTO CINCUENTA Y SEIS

El torrente es de color variable, la marea no tiene flujo y reflujo. La vida de sus aguas es eterna, sublime. No es que no haya un color, hay todos los colores que se pueda querer. Que alguien como usted pueda desear. Yo sé cómo es alguien como usted, lector. Lo he visto en mil imágenes, en mil sonidos, en mil actos, en mil canciones, en igual cantidad de libros y obras de teatro.
No hay una sola iglesia, hay miles, más bien millones. Tantas como fieles. En cada actitud hay un templo, y ellas son las mismas que sirven para negociar con el Señor almidonado algo que tengamos en mente.
No hay descanso en el río que miro desde mi silla de madera, a través de una ventana limpia que da al abismo de las aguas. Todo fluye, y corre, y se agita, y envuelve cada cosa, cada ser, cada alma que persiste en su tarea idiota de estar, de ser, porque sí. El odio avanza arrasando los muelles que un amor torpe se empeña en erigir; la tristeza siempre aparece, en algún recodo sucio y medio oscuro; la risa está demente, se afianza en hombres y mujeres que no tienen mucho para reir.
El miércoles es un día magnífico para jugar a la cámara Gesell en el bar. Ver a los locos sueltos y decididos, creyendo estar siguiendo juiciosos designios. Todo es un fraude de los dos rivales, que tienen todo el negocio acordado y repartidos los dividendos.
No hay opciones. Ni siquiera existen situaciones en las cuales elegir (yo no escojo éstas líneas, aunque me jure que sí). El suicidio es un engaño, no libera.
El cordero se acuesta en Broadway. Cree que lo van a proteger. Lo van a sacrificar en su propio nombre: es una ofrenda a sí mismo.

domingo, 9 de agosto de 2009

CIENTO CINCUENTA Y CINCO

Se arregló el calefón. Tibias aguas viajan por tuberías frías pero llegan cálidas a mi piel agradecida.

martes, 4 de agosto de 2009

CIENTO CINCUENTA Y CUATRO

Si uno va por la avenida La Plata y presta la suficiente atención verá que al cruzar la avenida Cobo con dirección Caballito, o la calle Zelarrayán si se dirige hacia Pompeya, hay un pasaje que desemboca en una plaza muy pequeña, la cual se ve como muy lejana a la vista del viajante. Casi como que apenas se distingue su fisonomía, y uno cree que se trata de una plaza. Es más una intuición que una certeza.
No es solamente por estas dos calles que se puede llegar a esta curiosa plaza, también tiene dos entradas más en su otro extremo. Dos entradas que comparten con sus primas de enfrente su angostura, y lo que es más preciado, su enigmático misterio. Su tenebrosa leyenda.
Antes de caer en la descripción del mito que aquí les traigo ubiquémonos geográficamente en el espacio físico que lo origina: La plaza Butteler. La placita Butteler, como la llaman cariñosamente sus vecinos, está entre las calles Zelarrayán y Senillosa y las avenidas La Plata y Cobo, en la medianera entre los barrios Boedo y Parque Chacabuco. Aunque si se desea ser estricto hay que ubicarla en Parque Chacabuco.
Su entrada se hace a través de cuatro pasajes que la abordan por cada una de sus esquinas y que llevan el mismo nombre: Butteler. Nombre que a su vez se hace extensivo a la plaza. Una quinta calle la rodea de manera prolija y siendo también estrecha solo permite el tránsito de un vehículo por vez y no muy grande.
En ella todo es insignificante. Su dimensión apenas permite catalogarla de plaza, está más próxima a ser una pobre plazoleta. La desolación es su cuadro reinante, unos pocos y aburridos juegos infantiles la cuidan de la nada; desposeída de césped, tan solo muestra unos canteros de tierra sin vegetación alguna. Casi sin árboles es puro cemento. Las tardes de cielo celeste y despejado el sol castiga a quien en ella se encuentre, como un desierto de arena gris, abrasador, agobiante. Hay que decir que pocos la visitan con regularidad, sus vecinos, que la aprecian, suelen ser sus únicos ocupantes. Van por las tardes, cuando va cayendo Febo, a sentarse en sus bancos con algún mate, para estar con ella como quien vela al costado de un enfermo Terminal. Nadie llega desde otros barrios cercanos, quienes viven a algunas cuadras ya la tienen por lejana e indiferente. No existe un paseante ocasional que la elija para consumir su tiempo de descanso. Quizá algún linyera, un vagabundo rotoso, entre por su esquina y la circunde silenciosamente, guardando para sí su profunda conmiseración por esa miserable imagen, casi superior a la propia.
Ningún día parece ser un lindo día en la placita Butteler. Por las noches sus contados faroles la convierten en un lucero a la mirada de quienes pasan por Cobo, distante a millones de años luz de sus vidas en la gran urbe.
Así se erige este ignoto paraje de la ciudad de Buenos Aires.
Yo la conozco porque he soñado con ella. Despierto he soñado, con los ojos bien abiertos. Porque he ido hasta ella. Años mirándola desde la ventanilla del colectivo 112, con irresistible curiosidad, con cierta admiración por su peculiar trazado y existencia.
Un día llegó que bajé sin importarme nada de nada. La recorrí. Observé sus minutos y me dio su tiempo infinito. Un viejo que fumaba su pipa sentado en un banco me reveló su misión y su razón de ser, el porqué de su triste ajuar. Me habló de encumbrados ecos desde la condena indeseada, la del tormento de Belial. Me dijo que ella era la sala de espera hacia azote eterno. El espacio donde aguardaban las almas sin redención el camino al dolor inextinguible, a la casa del Gran Rival. Me susurró: “La última parada antes del infierno, pibe”.
Según una leyenda no se trata del averno propiamente sino de un espacio para aguardar el castigo infernal. Como un entrepiso entre la vida y las tinieblas, un lugar donde quienes ya han sido condenados esperan ser llamados por el Señor de la Oscuridad. Estos seres son fantasmas que caminan alrededor de la plaza, o simplemente yacen sentados en sus bancos. Algunos van y vienen por los estrechos pasajes pero sin la posibilidad de cruzar las avenidas La Plata y Cobo, ni la calle Zelarrayán tampoco. Allí, en los bordes, se topan con los cuatro porteros espectrales de la plaza, quienes tienen en su poder la lista con los nombres de los aguardadores. No es posible evadir a Zagah, ni a Bafomet, ni a Belfegor, ni a Adramelech: los cuatro guardianes de la Butteler.
El viejo mencionó que durante el día es posible ver las almas de los desdichados, pero luego, pasadas las veintitrés, se desvanecen y solo queda el viento que transporta sus murmullos y lamentaciones. También me dijo que siempre se encuentra presente entre los juegos infantiles la figura de Bael: el gran pendenciero del infierno. Diablo menor que recorre el lugar reclutando devotos y que ofrece a cambio la inmunidad en el tormento por venir. A un precio que el anciano no quiso decirme. Dijo no saber exactamente la hora pero sí que en algún momento entre la medianoche y poco antes del amanecer, el Señor de la Oscuridad envía a un bufón de su corte llamado Anamalech, el cual tiene por encargo conducir a los condenados en la hora de su descenso final.
Me fui de la plaza y no volví más. Desde el colectivo vi durante el resto del verano al viejo, sentado en su banco y fumando su pipa, después ya no lo hallé más. Se puede suponer que ahora elige otros lugares para echar su humo, o que ya no sale de su casa en las tardes frías de invierno. También pienso que estaba chiflado y engatusó curiosos hasta que lo internaron por el resto de su vida. La cuarta conjetura no la voy a mencionar por pura superstición.
Esta es la leyenda de la plaza Butteler. No muy propagada por sus escasos conocedores ni muy tenida en cuenta por los vecinos del lugar, quienes no ven en su plaza nada extraordinario, más que un espacio público para ir al atardecer a tomar unos mates mientras cae el sol del arrabal.

domingo, 2 de agosto de 2009

CIENTO CINCUENTA Y TRES

En pleno invierno, el calefón de mi cocina, que tiene más años que andar a pie, se rompió.
El frío del agua es una navaja que sale de adentro de cada canilla y tajea la piel del insensato que se quiera lavar. Yo ni loco.
Mejor me voy a duchar a la casa de mi hermana, o a la casa de mi vecina, a de algún amigo que me preste agua caliente cayendo desde arriba.
Lo único que acepto en otorgar es mi ano al chorro gélido del bidet. Y juro que es sentirse violado por un pinguino que se asiste con un picahielos; no son más de cinco segundos antes de que el entumecimiento deje paso a un dolor cada vez más agudo. Mi cara en el espejo del lavabo me suplica que desista de mantener mis posaderas impecables. Yo no le hago caso, y a fuerza de lágrimas logro un culo limpio y cristalino.
Espero poder arreglar el calefón antes que mi hermana se canse de levantar mi toalla del suelo; de que mi reflejo se canse de mi negativa; y de que mi ano se canse del picahielo.

sábado, 25 de julio de 2009

CIENTO CINCUENTA Y DOS

Es un buen viernes de madrugada. Y yo estoy esperando volver a mi trabajo de tumbero; me corté la mano intentando hacer ganar más dinero al Señor E.
Salió mucha sangre. No esperaba tener tanta a esa hora del día; roja, espesa, desesperada por abandonarme. Yo lo miré a mi encargado, que se esmeraba por salvar mi vida en el depósito, y le avisé que no me ofendía la deserción de mi plasma.
Después vino la guardia del hospital, una linda doctora que no me quiso cocer la herida, el traslado a los matasanos de la aseguradora del trabajo, y un médico que le cerró el boquete de huida a mi sangre traidora.
Me dieron una semana de plazo para recuperarme, luego me sacarán los puntos y me enterrarán de regreso a mi labor de esclavo del Señor E.
En medio queda este viernes a las cuatro de la mañana, la música que acompaña un mate con peperina, y mi verborragia que busca hogar y encuentra un papel, como siempre.
Débora Dixon susurra en mi oído.

domingo, 7 de junio de 2009

CIENTO CINCUENTA Y UNO

Hace un tiempo atrás me llamó una ex compañera del secundario. La cuestión era la tradicional reunión de compañeros que se realiza unas decenas de años después de haber salido del colegio. Ese intento fallido de traer el pasado al presente, esa idea absurda de hacer revivir a un muerto tieso, frío, y en proceso de descomposición avanzada.
En la conversación telefónica cometí un error: asegurar mi presencia en tal encuentro cuando en verdad sabía que jamás iba a asistir. Debí ser más sincero. Pero no dije lo que sentía porque temí herir sentimientos y demoler edificios de felicidad nostálgica. Así que me deshice del mal momento mintiendo y engañando. Una actitud bien cobarde por cierto. Pero creo que sensata.
¿Por qué la gente quiere juntarse de nuevo con compañeros del colegio? ¿Qué es lo que buscan? ¿Volver a vivir tiempos más felices, lejanos a las responsabilidades que vendrían luego? No termino de entender el motivo. Personalmente me parece de muy mal gusto querer dar testimonio de nuestra vida a gente que no ha participado en ella activamente, que solo fue testigo de un pequeño instante y sin buscarlo. Además, siempre está el peligro de contrastar realidades, con lo que esto significa para el autoestima personal y la moral íntima. Descubrir que uno está rodeado de profesionales exitosos, vestidos en sus presentes confortables, con formidables familias y satisfactorios trabajos. Y que uno es un fracasado absoluto, esa promesa de miserable devenir que se cumplió trágicamente, al contrario de nuestros compañeros que han triunfado y se han sabido acomodar en los tiempos que corren.
Quizá es uno el que tiene una historia buena, plagada de satisfacciones, con mujer e hijos lindos y sanos, y los otros son unos pobres sujetos que están solos, o divorciados, o viudos, y que tienen trabajos detestables donde son explotados y al que no tienen más remedio que soportar.
Cualquiera de las dos situaciones es una mierda. Ser el "bueno" ante los "pésimos", o ser el infeliz ante los dichosos. Y hay que agregar que es una mentira, una ilusión nefasta, creer que esos chicos que compartían horas libres con nosotros, son estos tipos grandes, gordos y barbudos. Es otra gente, es obvio. Nosotros somos otra gente también. La vida no es aquella vida. El presente no tiene conexión con ese pasado. Todo es antinatural y forzado. Una escena con malos actores y sin ningún astuto director.
Nunca aparecí por la cumbre de los alumnos de la escuela nacional de comercio n° 1 Dr. Joaquín.V. Gonzalez, promoción 1991. Para tristeza y desesperanza me alcanza con mis días de hoy, no necesito aunarles las truncadas expectativas de otra era lejana y difusa.

jueves, 7 de mayo de 2009

CIENTO CINCUENTA

El frío de la mañana me sacude las neuronas. Asoma el invierno incipiente, va metiéndose poco a poco en el otoño cada vez más tímido como para hacerle algún reproche. El otoño es el mes que más se deja atropellar por su sucesor, nunca se opone firmemente a que lo dejen terminar su mandato con razonables temperaturas semi templadas. Cobarde y huidizo el tipo.
¿Qué será de la vida del Chavón Churro? Ha de andar bregando por la despenalización del consumo personal de estupefacientes; aunque en la cabeza del fumatero ese concepto está ligado a unos pares de kilos, uso privado para los próximos cinco años, digamos. "Es que estoy en una etapa de crisis existencial Señor Juez".
El pibe que limpiá los vidrios del bar me niega la vista de la avenida San Martín. El café con leche se me enfrió. Y mi trabajo me espera, el muy perro sabe que no tengo otra opción más que ir manso y condescendiente.
El frío empieza a bajar aún más. La escarcha vive donde se me mueren diez horas de la vida mía.

domingo, 3 de mayo de 2009

CIENTO CUARENTA Y NUEVE

La vida en el depósito de mi trabajo tiende a la somnolencia del ánimo de superación, esa trampa predilecta que los dominantes del sistema logran instaurar en los dominados del mismo. Una especie de formol en el deseo, mechado con quietud y estatismo voluntario y no inducidos.
El Señor E bajó ayer y se mostró apacible, sosegado. Pero a no confundir, siempre atento a despreciar, aunque más no sea subrepticiamente a sus empleados esforzados. Y convencido como de costumbre de la razón que cree justificar sus abusos, su explotación del prójimo, su falta de equivalencia entre justicia y merecimientos.
Toda la vida de saco y corbata el Señor E. Casi como el señor Smith de la Matrix de Neo, pero sin ningún Anderson que nos salve el pellejo, y mucho menos una Trinity para lamerle el cuero y la piel.
En otro orden de cosas se inaugura en esta semana la espectacular Feria del Libro de Buenos Aires. La estúpida, aglutinante e inservible Feria del Libro. Esa inmensa mansión donde las vanidades y el figuretismo son los invitados más repetidos, y se pasean elegantes e impostados por las infinitas callejas que surgen por la yuxtaposición de stands y más stands, que por supuesto no tienen nada nuevo para ofrecer más que respuestas simples a las preguntas sin cerebro de los snobs del mundo de la literatura.
Yo no voy a ir ni a punta de escopeta, por supuesto. ¿Saben por qué? Porque no es necesario, porque no hay nada allí que no esté en las veredas de Corrientes entre Callao y el Obelisco Enforrado. Y lo que en verdad hay no me interesa, que es esa multitud de miradas que se visten de cultas, esos miles y miles de cuerpos emperifollados como para una fiesta exclusiva. Sumado todo ello a manadas de niños y adolescentes que fueron arrastrados por docentes y maestros paternales, bajo la consigna de algún trabajo escrito a posteriori de la infame visita al averno de las editoriales y los figurones. Y todo porque alguien tuvo la ingeniosa ocurrencia de que la incentivación de la lectura infantil está en obligarlo a ir a asfixiarse con el tufo de las viejas que leen un libro por año, y la sofocación de kilos y kilos de madera, papel, y luces ardientes como microsoles incineradores.
Arranca una vez más la Feria del Libro en la Argentina. Van a estar todos los de siempre, diciendo lo de costumbre, con las conferencias de cada año y los fetiches repetidos hasta el fin de los tiempos. Libros, conferencias, foros de debate literario, y todo lo que se funde en este infinito salón orgiástico, está todo el año en un millón de lugares a lo largo y ancho de la ciudad cultural. Que, por supuesto, de mayo a abril están vacíos y sin un alma a la que le interese ir un 16 de noviembre por la tardecita a escuchar hablar a ese importante ensayista, que también estará en la Feria, para salir rodeado de manos con biromes y una cara de culo indisimulable para su editor estrella.
¿La Megaferia o un bar con café, libros, y papeles para escribir? La respuesta se puede inferir en lo que antecede extensamente a esta oración final.

domingo, 12 de abril de 2009

CIENTO CUARENTA Y OCHO

Durante la guerra Franco-Prusiana hubo un acto de arrojo que llamó la atención más por su originalidad que por su valerosa eficacia. Después de todo no es una extravagancia encontrar muestras de coraje en las contiendas armadas de las naciones europeas durante el siglo XIX. Aquellas épocas escasas en tecnología de destrucción a gran escala, abundaban en verdadera pasión por el filo de las bayonetas y el choque cuerpo a cuerpo.
En la batalla de Sedán una mujer campesina se presentó en el campo de lucha, y ante la estupefacción del General De Wimpffen dijo ser Juana de Arco, la doncella, consumida por las llamas de la iglesia inglesa más de un siglo atrás, por herejía y prácticas brujas, como todos sabemos.
Vestida de prolija faena y una bandera religiosa arremetió contra la escuadra de prusianos sedientos de victoria del Mariscal Helmuth Von Moltke.
Tronando en improperios y advertencias divinas sobre celestiales represalias por permanecer dando batalla en el terreno, se midió cara a cara con los enemigos de Francia.
Una pieza de artillería la alcanzó entre ceja y ceja. Lo último que escuchó la supuesta redentora fueron unos recios y burlones fonemas germanos: “¡Auberhalb da Ausgedient irrwitzig!” (*).
Cayó la resistencia francesa en Sedán, y ante la aplastante derrota gala sucumbió también el imperio de Napoleón III, dando paso a la República.





* ¡Fuera de aquí vieja loca!

CIENTO CUARENTA Y SIETE

En la localidad bonaerense de Henderson existió hacia fines de los años ochenta una secta religiosa cuya premisa fundacional era la prédica anticristiana. Logia masónica de la cual se desconoce su fecha de iniciación, hecho desapercibido por la mayor parte de los habitantes, gentes normales, católicos, burgueses ligados a la producción agraria (cosa ya no contradictoria para los años del presente relato).
Lo poco que se ha podido rescatar de los documentos sectarios rescatados por los historiadores locales, no representa ninguna revelación sensacional de los fines, las actividades, y las manifestaciones reales y cotidianas de los designios que recaían sobre el grupo. La descripción que aquí se hace pertenece a la leyenda pueblerina, la cual, dicen sus propaladores, surge de los datos aportados secretamente por algunos integrantes alejados de la secta. Mucho antes de su disolución y desaparición consecuente.
Casi como cualquier intento de anticatolicismo explícito develado por la historia, las situaciones y las prácticas de este grupo oculto deambulaban por los lugares más comunes: adoración al Príncipe de las Tinieblas, conferencias siniestras con endemoniados discursos apocalípticos, quema de representaciones santas, pruebas de máxima fidelidad y comunión entre los integrantes de la secta maléfica. Lo habitual desde que Dios creo el mundo y Cristo fue crucificado.
Lo que viene a sorprender a los aficionados a la investigación son las aparentes causas de la decadencia de la secta diabólica de Henderson.
Según cuenta la historiografía clandestina del pueblo mediterráneo, el decaimiento provino de una perdida gradual de la esperanza en el poder del mal. Un creciente descreimiento en que las cosas pudieran salir todo lo mal que la institución prometía. Una falta de fe en quienes se supone no tenían tal virtud. Desesperanza anclada a la esperada y fallida aparición del supuesto mesías de Belcebú, el esperado anticristo.
El hombre se presentó y dijo ser lisa y llanamente el enviado de Luzbel, o Satanás, o Lucifer, o como fuera lo llamaran a su adorado. “Soy Damián y vengo en nombre del que manda en las profundidades, donde nada brilla y todo augura la perdición”.
Automáticamente fue reverenciado por la secta. Enaltecido, admirado, escuchado. Seguido adonde los dirigiera.
No hizo falta moverse mucho, ya que el testaferro del mal jamás salió de los lujosos aposentos que le fueron obsequiados para yacer durante su mesiánica estadía terrenal. Allí hablaba a sus seguidores por quienes se hacía atender con sumo servilismo; solicitando manjares en abundancia, bellas mujeres con las cuales satisfacer sus ímpetus venéreos, masajes revitalizadores, y perdido ya todo gesto de disimulo, todos los diarios y revistas, un televisor con video cable, dvd y home cinema, y --por fin--, el aire acondicionado. Los más creyentes de la secta se empecinaron en ver en la expresión más repetida de su amo la confirmación de su filiación. No cesaba de vociferar: “¡Esto es un infierno, esto es un infierno!”.
El tiempo pasó y las promesas de cataclismos y abismos abiertos sobre la tierra jamás se cumplieron. La prosperidad de la existencia humana en Henderson terminó por hartar a los más ortodoxos de los integrantes. Muchos se fueron, otros se mudaron a diversos pueblos para fundar nuevas sectas, los que se quedaron junto al falso mensajero cayeron en los mismos vicios e iniquidades.
La dilación del Apocalipsis reveló la proximidad de la finalización definitiva del grupo. Uno de los últimos planteos recibidos por el profeta diabólico le reclamaba la manifestación clara y urgente de la irresponsabilidad hija del maligno, de lo banal, del desinterés, de la desidia propia del perverso. La respuesta del libertino fue, tal vez, la más contundente explicación de sus actos: “¿Y qué se creían que iba a hacer yo?, ¿acaso no represento de manera precisa y reconocible todo lo malo del ser?”.
Le dieron la razón y disolvieron la secta.

CIENTO CUARENTA Y SEIS

“El mar no habla con largas oraciones sino con versos breves” dice Jack Duluoz, al retratarlo como un ermitaño hundido en la soledad de un bosque salvaje. Lo dice Kerouac, atormentado por la vida de un Beat.
“El alimento del poeta es todas las cosas” advierte Borges desde su lírica preñada de espejos y laberintos.
Paul Auster exclama: “Quiero hablar de felicidad y bienestar, de esos raros momentos en que enmudece la voz interior y uno se siente en paz con el mundo. Quiero hablar del tiempo que hace a primeros de junio (…) de los placeres de la comida y el vino (…) Quiero recordar los cerúleos atardeceres, los lánguidos y rosáceos amaneceres, los osos gruñendo de noche en el bosque. Quiero traerlo todo a la memoria”. El autor de Brooklyn Follies quiere ser el hombre que escribió Hojas de hierba. Todos queremos ser el primer gran poeta norteamericano.
El 31 de mayo de 1819 nace en Long Island, estado de Nueva York, el mayor conquistador de la historia universal. Para sus contemporáneos Walt Whitman fue un polifuncional que logró desempeñarse como impresor, periodista, maestro, librero, y agente de bienes raíces; también un poeta de cierto mérito (su éxito editorial le compró la granja en la cual, pluma en mano, atrapó sus últimas posesiones). Para muchos de los que le siguieron se convirtió en el padre de todos los poetas nacidos en Norteamérica. No menos escritores extranjeros le atribuyen a su obra el carácter de reveladora de la propia convicción poética, e inspiradora de su despertar creativo.
“Estoy enamorado de lo que crece a la intemperie (…) Aquello que es lo más común, lo más barato, lo más cercano, lo más fácil, soy yo”. Definiciones como ésta rechazan toda necesidad de explicar su sentir y su esperanza como poeta; cuentan que solo va a fotografiar literariamente lo que vive, lo que ya no vive también, lo que es, incluso desde esa concepción de entidad que promulgó la filosofía antigua.
“Un mundo tiene conciencia y es, con mucho, el más grande para mí, y soy yo mismo, y si vengo hoy a mi propiedad o en diez millones de años, puedo jovialmente tomarlo ahora, o con igual jovialidad puedo esperar (…) Yo soy el poeta del cuerpo y yo soy el poeta del alma. Los placeres del cielo están conmigo y los pesares del infierno están conmigo”. No se equivoca Marcela Testadiferro, cuando en el prólogo de la edición de Canto de mí mismo que ella tradujo, define al poeta yanqui como la poesía omnívora. La forma de manifestar su entorno le valió acusaciones de una indecencia presente en sus poemas. Resulta una inverosimilitud ver a ese Walt Whitman indecente colaborando en los hospitales sangrantes que le nacieron a su patria durante la guerra de Secesión. Ésta sí impregnada de la pujante indecencia del poder político y económico de su época. Walt contesta: “¿Qué habladuría es ésta sobre la virtud y el vicio? (…) Mi porte no es el de quejumbrosos y censores; yo humedezco las raíces de todo lo que ha nacido.”
Para algunos la poesía es un descubrimiento permanente de lo bello y lo feúco, lo piadoso y lo vil, de cada cosa que nos observa y que observamos. Traducción que los sentidos hacen del todo. Whitman encaró esa tarea con simpleza y fruición, casi como hace su faena el campesino iletrado. La suya fue como la experiencia de un viajero mercader, pero sin el gran trayecto de Polo, y sin la ambición liberal y burguesa de su siglo. Un explorador del cosmos y del detalle más oculto, de lo que se pierde al mirar el cielo y de lo que se encuentra dentro del hormiguero junto al aljibe. Lo que vio estuvo en Whitman, él mismo frente al espejo natural de un arroyo. Todo lo conquistó, lo atrapó, lo sintió.
Él dijo:“Cualquier cosa que es dicha o hecha vuelve finalmente a mí (…) Ahora no haré nada sino estar atento”. Nosotros decimos Gracias por Todo.

CIENTO CUARENTA Y CINCO

La policía ya se había puesto insidiosa en extremo. Yo creo que esto no tenía tanto que ver con el mero cumplimiento del deber profesional, como con un interés personal de quien dirigía las investigaciones. El nombre nunca lo supe pero el hombre era muy popular en el bar Rucaché, en la calle 54 entre la 8 y la 9. A fuerza de entrar una y otra vez por aquella puerta, para husmear, para interrogar, para tratar de agarrar a las manos en la masa, había implantado la sensación de que llegaría el día en que entraría solo para consumir su lágrima habitual. Y esto ya acabado el caso.
El inspector, supongo yo que ese sería el cargo, siempre lo es en las películas de intrigas policiales, era un hombre mayor. No se imaginen un anciano, sino un tipo de unos cincuenta años. Físicamente bien armado, pelo entre canoso y morocho, de manos grandes y siempre con camisa de mangas cortas, aunque no estuviera tan caluroso el clima. Como todo recio se notaba que el frío no era cosa que hiciera impacto en él.
Cuando entraba al lugar intimidaba a todo el mundo, y en particular a José, el dueño, que atendía la barra mientras controlaba el salón. Arcadio decía que tenía tres ojos: uno para la mesa, otro para el croupier, y otro para el tramposo de las fichas salmón. Arcadio era el de las fichas salmón. Todos sabían que no empezaba a jugar hasta no hacerlo con las salmón, en cualquier casino, en cualquier garito.
Los clientes nuevos del bar siempre preguntaban, en cada charla que se tornaba risueña, desde cuándo era parte de la rutina del mismo que Arcadio llegara todas las mañanas, y la mitad de todas las tardes. José miraba al mozo más antiguo buscando complicidad y contestaba que él había heredado el negocio, y que cuando así fue Arcadio ya venía todos los días. A Salvador, tal el nombre del mozo, le gustaba bromar diciendo que José había adquirido el bar como parte de pago por una deuda, y que como la acreencia era tan grande el deudor le había agregado al pago a Arcadio. Tan del lugar como las sillas y las mesas. En estos casos Arcadio miraba a Salvador y contaba su propia versión de las cosas. “Llevábamos siete horas dando barajas, habíamos pasado del póker al veintiuno, y de ese al punto y banca. Después seguimos por jugar mus, tute, y escoba de quince. Por plata se jugaba a cualquier cosa. Pero lo que me arruinó, esa noche porque después me recuperé, lo que me desbandó fue el truco. Truco sin ley, nada de ganar puntos gratis. El tipo era un mentiroso del carajo, pero qué bien simulaba tener todo, y qué poca cara de no tener nada. Me ganó siete treintas seguidos sin levantarse para ir a mear, demás está decir que dejé toda la guita, además de dos relojes de oro y una cartilla de los sueños de la quiniela. ¡El hijo de puta me aceptó jugar por la cartilla de los sueños! Se sabía ganador y te jugaba por lo que tuvieras encima, si te quedaba la mierda que ibas a cagar antes de acostarte, te apostaba la mierda, aunque más no fuera que para regalársela por abono a un vivero de la zona.
“Esa noche yo estaba sentado donde está usted ahora y él donde estoy yo. Pero no se preocupe amigo que yo no soy tan hábil como aquel buscavidas del juego, y además usted lleva poco para apostar. La cuestión, mi amigo, es que este bar era mío hasta que aquel fulano entró por esa puerta. Me lo ganó al rabón sin ley. Esa fue la segunda firma que más me dolió, la primera la puse obligado por otra clase de embuste.
“Después no sé si me interesa cómo llegó a manos del gallego que usted reconoce como el dueño.”
Era inevitable que todos estallaran en carcajadas. Sin embargo José se quedaba sonriendo, mirando al perdedor, él sabía que ciertos aspectos de aquel hombre podían hacer creíble la historia. José sabía que no era cierta pero jamás la iba a desmentir, era como que no era verídica solo porque no había pasado, no porque no pudiera haber sucedido. Que el viejo de ropa elegante y negocios turbios pudiera haber perdido de aquella forma era algo que encajaba perfectamente con sus manías y sus posturas, con su porte de tahúr.
A José lo ponía muy incómodo que el inspector visitara el lugar diariamente, y a decir verdad por razones muy atendibles. Desde que Arcadio le había pedido que guardara en el mostrador una pequeña suma de dinero, las cosas habían ido evolucionando para el lado de lo extraño, de la duda, de la incertidumbre.
Si un cliente de un bar tan habitué como lo era Arcadio pide dejar algo en la barra, no es para asombrar a nadie, pero con el tiempo, lo que eran algunos billetes menores se habían convertido en una gran cantidad de dinero en efectivo. Y esto lleva indefectiblemente a toda clase de sospechas. Nadie deja grandes sumas en lugares que no tengan ciertas condiciones de seguridad, digamos en bancos e instituciones con prestaciones similares. Mucho menos si el colchón no es el propio.
José era gallego de Orense y como tal hombre de palabra, de confianza extrema. Antes de tocar una moneda que no fuera suya ponía las manos en la freidora. Arcadio sabía esto desde siempre, todos conocían a José desde siempre. Su honestidad era cosa juzgada. Por esto mucho no sorprendió que las sumas dejadas por el viejo en el negocio aumentaran día a día, al punto de significar casi la misma colocación que un depósito en cualquier casa bancaria. Todo se traducía en un favor que un hombre de fiar, José, le hacía a otro hombre de fiar, Arcadio. Nadie que dejara plata a montones a un simple conocido, sin ningún papel ni seguro alguno, podía no ser confiable.
Así era que Arcadio consumía y pagaba sin sacar del bolsillo; invitaba y ordenaba a José sacarlo de sus “ahorros”. Y jugaba, siempre jugaba. A la quiniela, al Prode, pequeñas y rápidas partidas de dominó por plata. Quien entraba al bar con ganas de jugar por algo, solo tenía que retar al viejo e ir juntando las mesas y pidiendo los vermús. Obsesionado como pocos adeptos al azar Arcadio, en ocasiones, daba muestras de una verdadera unión entre providencia y metafísica. Como ese martes que entró a paso veloz hacia la barra y le pidió a José que le diera cien de lo de él. Para jugarle al 18 en todas las del día. Mateo que hojeaba el diario escuchó la intención del viejo y se sumó al pálpito y a las ganas de ponerle a la sangre en las que hubiera. Arcadio estalló: “¡No me lo quemes Mateo! ¡Te lo pido por Dios! ¿Cuánto le vas a poner? Yo te pago lo que vayas a sacar si acertás, pero no me lo quemes que yo le voy a meter con tutti”.
Era hombre de confiar el viejo, por eso Mateo acató riendo a boca abierta. Al otro día cuando leyó el diario dijo a los presentes que Arcadio le había hecho perder quinientos pesos, pero al rato entró el viejo y le puso sobre la mesa billete por billete la ganancia, como si Mateo hubiera hecho la apuesta efectivamente. Arcadio tenía esas actitudes, que al principio habían descolocado a todos, pero después ya eran cosas de Arcadio, como el nombre, el reloj de oro, o la bata azul con la que venía al bar, recién se levantara o no.
Se puede decir que la tozudez del inspector finalmente tuvo su premio. Atrapó a su sospechoso y llevó ante los encargados de darle castigo. Quién diría que con sus visitas sistemáticas y pacientes podía llegar a desenmascarar la trama de aquel jugador carismático y extrovertido. Ya no tiene mucho interés, nunca fue mi intención en realidad, ocultar que hablamos de Arcadio cuando nombramos al malhechor descubierto.
Lo que más sorprendió a todos fueron los asuntos que pusieron al viejo tras las rejas. Cualquiera de nosotros hubiese encontrado normal, y hasta lógico, que fuera cosa de apuestas, de trampas, de estafadores y estafados. Arcadio respondía bien a un buen identikit de timador de bancos y señoras adineradas, de falsificador de firmas. Tenía la palabra adiestrada para ello, sabía de las pasiones y arrebatos que el juego teje sobre sus adeptos. Bien podía ser el as de una red de embaucadores de aficionados del paño verde: ruleta, cartas, dados…
Nada de eso. Fue cuestión de estupefacientes, sí, de drogas. El viejo era el número uno, pero no de las artimañas del escolazo sino de la distribución de cocaína en todo el cono sur del Gran Buenos Aires.
Como siempre era su costumbre, aquel domingo se levantó de la siesta y sin cambiarse ni mirarse en el espejo bajó de su departamento al bar. En su ropa de noche entró saludando a todos y se sentó en la barra mientras miraba la televisión prendida y agarraba el diario. No pasaron ni cinco minutos cuando explotó en un grito: “¡Este es un ganador carajo!”. Golpeaba la página del periódico y nos miraba gritando “¡Este gana te digo. Por el caballo, por el stud, y por el jockey!” Siguió. “Mirá. Lo pusieron en la última para que haga resucitar a los muertos”. Preguntó la hora y dijo que no le quedaba otra que ir a la Capital, se convenció de que era plata segura, un trámite. Se paró cerrándose la bata y le pidió al gallego mil de los grandes. Salió.
El turco que había salido tras él a prender un faso, entró y dijo riendo a boca de jarro “¡Se fue a Palermo el colifa! Paró un taxi y se fue a Palermo. ¡Como estaba se fue el pirado, en bata!”.
Lo detuvieron en el hipódromo de Palermo a las veintiuna horas, durante la última carrera de la jornada. Llevaba su bata azul, pantuflas y fumaba un puro que acompañaba con un fernet. No quiso que contaran nada a sus conocidos del bar platense, nos enteramos días después cuando la justicia nos llamó a todos a comparecer.
No sé si se puede decir que es un tipo de querer alguien que trafica con la salud del prójimo, pero para nosotros, Arcadio, fue un tipo querido. Por sus cosas. Así lo recuerdan todos en el bar, incluso el inspector, que sigue entrando cada día para tomar su lágrima de costumbre.