viernes, 9 de enero de 2009

CUARENTA Y NUEVE

Estamos en fin de año y parece que la vida se vuelve agradable. Todo el mundo está contento y dispuesto al diálogo ameno. La gente va y viene entre los negocios y los supermercados, trabaja y prepara el escenario para las reuniones de clausura. En el laburo flota una sensación de relajo, de despreocupación general, se hace menos drama ante situaciones que en julio es conflicto asegurado.
La televisión es un deja vu de los doce meses televisados. No hay presente, todo es pasado y futuro.
En las últimas dos semanas hubo mil despedidas de año. En las empresas, entre los amigos, en los grupos de trabajo, en los grupos culturales, en todos lados.
El calor contribuye a la paz social momentánea. Ayuda a propiciar las salidas, la peregrinación por la ciudad y sus bares, sus plazas, sus veredas con mesitas. Por quince días se olvida que se aborrece el trabajo, el estudio, las relaciones laborales, las obligaciones extremas, las responsabilidades adquiridas y las que nos cayeron del cielo sin comerla ni beberla.
Pasa un tipo corriendo por la vereda. De seguro que pensó, el muy iluso, que era un buen momento para empezar a preocuparse por su cuerpo. Lástima que se va a comer un lechón el 31 a la noche.
Una pena que cuando lleguen los reyes todo este clima ya se haya evaporado en el calor de los fuegos artificiales. Y encuentren la misma pesadez, podredumbre y desilusión de siempre.

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