viernes, 30 de abril de 2010

DOSCIENTOS CINCUENTA Y TRES

En la escasa tribuna visitante del Trueno verde, el joven que fue a ver el duelo entre los locales y El Porvenir, mira las nubes grises, respira hondo, y eleva su plegaria al cielo: “¡Dios, lo único que te pido es que gane 5 a 1 San Miguel!”.

Gustavo no es hincha del equipo blanco y negro, es un vecino del barrio, apenas una simpatía que nace de colindar con esos partidos humildes de los sábados por la tarde. En ocasiones donde de tanto aburrimiento se llegaba a caminar las ocho o nueve cuadras que lo separan del estadio que ve pasar el viaducto José María Paz, solo para pasar el rato, mientras el sol y algunos más miraban a los jugadores del potrero oficial.
Jamás pensó en viajar a los partidos de visitante. Una aventura que ya no coincidía con el tamaño de su afecto. Ir a esas canchas de tierra adentro, lejos de las estaciones de tren y de los centros comerciales de ciudad, ajenas a la urbanidad; como el escenario donde Berazategui juega su localía, o el de los tamberos de Tristán Suárez, que acogen a sus visitas casi de manera silvestre.
En Argentina, las categorías menores del fútbol no son profesionales. Divisiones de aficionados, sin sueldos, sin primas, sin promesas de salvamento económico. La pasión, casi, en estado puro. Tan solo unas monedas, que en concepto de viáticos, juntan los jugadores obreros. Porque el marcador de punta derecho vive de su verdadero trabajo, igual que el goleador, que recorre la Capital Federal en un 504 taxi de los últimos que quedan. El arquero es profesor de historia en una secundaria de Quilmes, aunque para ejemplo basta traer una escena repetida a lo largo de tantísimos fines de semana. El referí y los dos capitanes dialogan en el círculo central, la lluvia es inclemente, el cielo encapotado se ríe del barrial que dejó en la tierra del modesto equipo de la C. El concilio busca definir el futuro inmediato, si se juega o no el encuentro, si las condiciones son propicias, cosa que se ve a mil kilómetros que no. En realidad se buscan soluciones pequeñas para los problemas de siempre: la poca plata, el costo de la postergación, las pocas chances de que el terreno esté mejor en el corto plazo. La pelota no bota, se hunde en un lodazal sucio y abyecto. No se puede jugar así, pero el juez del partido (que probablemente faltó a su trabajo) pide la opinión de los protagonistas, y estos deciden jugar la fecha. Las palabras del guardameta capitán de su equipo son elocuentes y esclarecedoras: “Hay que jugar, en la fábrica no me dan otro día”. La realidad es única y aplastante. Las ganas son el solitario placebo que siempre lleva las decisiones desde la insensatez a la nobleza.
Así es el mundo de equipos que sigue Miche. Él también se mueve al ritmo de su corazón, hecho de bandas negras y blancas. No hay lugar para el plan, la pasión es todo el programa que hay cada fin de semana, en donde juegue el cuadro de Gerli.
Miche y Gustavo son amigos añejos, de la infancia, del barrio y la tarde perdida callejeando al sol. Compañeros de picado y vagancia, y años luego de picada y aperitivo. La adolescencia fue definiendo cosas que ya eran presagio al salir de la niñez: que la amistad no era de paso, y que, en el plano futbolero, serían rivales en la ciudad. Gustavo, hincha de los Granates a rabiar; Miche, enfermo de El Porvenir. Los dos incurables.
El paso de los años trajo situaciones diferentes y perspectivas distintas. Los unos se encumbraron en la primera división, codeándose con la elite del fútbol argentino, y hasta alcanzando la coronación máxima con un campeonato; los otros, los de Miche, derraparán cuesta abajo en la jerarquía de equipos, llegando a militar en la cuarta categoría de nuestro fútbol.
Ya para cuando ellos tenían diecinueve años la realidad de sus equipos había comenzado a distanciarse. Eso motivó que la rivalidad que significaba compartir la ciudad empezara a desaparecer, las diferencias crecían a paso agigantado, y los enconos y recelos vivían más en los hinchas de El Porvenir que en los de Lanus. Quienes comenzaban a buscar su rival clásico en otros rumbos, y hasta se permitían sentir una cálida preocupación por la suerte dispar de sus vecinos menores, que iniciaban su cadena de sinsabores futuros.
En esta circunstancia nueva de relación, la amistad entre ellos aseguraba además poca posibilidad de pelea, y hasta sirvió de apoyo a pedidos de Miche, que en otra época hubieran sido rechazados de plano.
Un sábado, posiblemente de 1993 (el recuerdo borroso impide definir el año con total exactitud), Miguel fue a la casa de su amigo y le pidió algo que se iba a repetir en varias ocasiones futuras. Le dijo “Vamos a ver al Porve, acompañame a la cancha, haceme gamba. No tengo con quién ir” .“¿Con quién juegan?”. La respuesta fue firme, la cara de Gustavo palideció: “Con San Miguel. Allá.”. Veinte segundos después recuperó el color y lanzó su propuesta: “¡Estás en pedo, a la cancha de San Miguel no voy!”. En mi opinión, una contestación lógica y sesuda a la cual no le sobra ni un signo de exclamación. “¡No seas botón! Si no tenés nada que hacer. Lanus juega mañana. Vamos, miramos el partido, y volvemos. Yo ya averigüé cómo ir.”.Gustavo prendió un cigarrillo, y mientras escrutaba el semblante de Miche cometió el error de ceder, cosa que haría varias veces más en idénticas situaciones.
El sábado, que ya se afianzaba como grisáceo y poco lindo, traía una aventura de esas que cuesta empardar.
Pitando el faso fue hasta la heladera y sacó una botella de cerveza. La destapó y la puso sobre la mesa del comedor de la planta alta de la casa. Se sentaron y empezaron a vaciarla, sin prisa pero sin pausa. Gustavo seguía preguntando las opciones del viaje, y Miche lo tranquilizaba asegurándole que tenía todo planeado, que sabía cómo llegar y cómo volver. “Terminamos la birra y nos vamos, yo ya estoy listo. No tengo que pasar por casa”, le dijo el del Porve.
Terminaron la cerveza. Abrieron otra, y otra más, y otra más. Vaciaron todas las que había en la heladera.
Arrancaron el periplo.
Tardaron un rato largo en llegar a la cancha de los de verde. Y no era para menos, si contamos los pasos que dieron desde que dejaron la mesa de la bebida, hasta que subieron los escasos peldaños de la popular de madera, anduvieron más distancia que Frodo en EL Señor de los Anillos. Lastimosamente para ellos la sensación de incertidumbre los esperaba al finalizar el viaje, no en el trayecto mismo, como al Hobbit.
En la avenida Pavón se subieron a un 51 que los llevó hasta Plaza Constitución, de esos rojos, sucios, y con dos filas de asientos de dos. Tembloroso a cada bache, medio lento. Cuando llegaron a la gran Terminal cabecera trasbordaron al subterráneo de la línea C, éste los llevó hasta la estación Diagonal, donde hicieron la combinación con la línea B. Bajo tierra fueron hasta la estación Federico Lacroze. Cuando salieron a la luz del día el cielo ya avisaba que no iba a dejar ni un metro de celeste. Y Gustavo lo miraba a Miche, impaciente, inquisidor, con cara de cuándo llegamos. El gesto del amigo era claro y fácil de interpretar: “¡Qué querés, la cancha de San Miguel está lejos!”. Sin palabras sacaron un boleto para el viaje en tren hasta la estación General Lemos del ferrocarril Urquiza. Y todavía faltaba.
Se bajaron del vagón y Gustavo ya se sentía en el extranjero, trató de escuchar palabras de terceros para ver si eran de su entendimiento, por suerte descubrió que sí. Preguntó “Bueno, ¿dónde está la cancha, a cuántas cuadras?”. Miche solo dijo “Falta un poco más”, y acto seguido señaló una parada con un colectivo destartalado esperando por alguien que lo tuviera que abordar. Gustavo se paró abajo del pobre cartel y leyó 702. “Tenemos que tomar éste”, dijo Miguel.
Hasta cierta edad, uno, que vive en una ciudad populosa y vecina a la gran capital, cree que los colectivos terminan en el 400. A quién se le puede ocurrir que hay una línea con el número 702. Gustavo se subió al cacharro desvencijado pensando que era más grande el número que la cantidad de internos, no podía haber setecientos dos trastos como ése. Era un sin sentido. Aunque a esa altura de los hechos todo tendía a perder su sentido primordial. Ir a ver a un equipo del que no sé es hincha, contra otro equipo de tradición pesada y realidad peor, usando una colección de medios de transporte público a la que solo le faltaba el globo, en un día horrible, a una cancha poco menos que modesta, humilde, bah, deprimente es la palabra. Y todo en aquel marco de una competencia lejana de los flashes y de la masividad. La lógica de la temprana decisión de Gustavo desaparecía lentamente.
En el colectivo iban cinco. El colectivero, una señora en el primer asiento, un viejo que dormía con la cabeza dando contra la ventanilla, y los dos amigos. Miche del lado del pasillo y Gustavo mirando por la ventana, viendo pasar barriadas extrañas, y creyendo imposible llegar a destino finalmente.
A la mitad de la cuarta etapa del Rally Lanus San Miguel, Gustavo lo codeó a Miguel y le dijo “¿Estás seguro que sabés dónde queda? No era para menos, a esa altura al interminable trayecto lo único que le faltaba era la llama olímpica. “Ya estamos por llegar”, dijo el hincha de El Porvenir.
Créase o no llegaron a la cancha de San Miguel. A la casa del Trueno verde, uno de los mandamases del oeste, ese día más lejano que nunca.
La cancha de San Miguel no es un gran estadio. Por lo menos no lo era en el año en que suceden estos episodios. Gustavo entró y miró el campo de juego, estaba ahí nomás, alambrado de por medio. Luego se dio vuelta y observó el panorama de la tribuna visitante, la destinada al puñado de hombres llegados desde el sur del Gran Buenos Aires. Una cuesta de madera de veinte escalones, atrás del arco, muy lejos del cielo gris. Parado en la cima apenas si se veía la mitad de la cancha, el otro arco se sabía que estaba por una cuestión reglamentaria. El contexto se completaba con una tribuna local de cinco escalones, y una cabecera detrás del otro arco, también de cinco peldaños. Todo de cemento, eso sí. Ahí iban los seguidores del Trueno.
Contando al hincha de Lanus infiltrado, los de El Porvenir no sumaban gran cantidad. No completaban su sector al ciento por ciento, y en realidad, quedaban bastante expuestos a la mirada de los amenazantes hinchas locales. Que a cada minuto que pasaba entraba en cantidad superior y calidad temeraria, todo se iba poniendo color verde; aunque para Gustavo, parado en el vigésimo escalón de su rapada tribuna y siendo identificado claramente por cada uno de los “muchachos” de San Miguel, la cosa más que color esperanza se iba tornando negro porvenir.
Miche, todo vestido con los distintivos de su equipo, saltaba y gritaba como loco. Arengaba a sus jugadores, insultaba a los rivales, se acordaba de las madres y las tías de todos los de la tribuna de enfrente. Algunos más lo seguían en tamaña actitud irracionalmente agresiva, en un sitio donde, si se trata de agredir, hay dos mil fulanos dispuestos a tirar la primera piedra, o a dar la primera trompada, o a lanzar el primer botellazo, y por qué no el primer tiro. Otros tantos se mantenían en un respetuoso silencio, aguardando el inicio del partido, sin preocuparse por agitar el avispero. Y entre los fervorosos y los pasivos estaba Gustavo, que pedía cordura y moderación, y ante todo previsión. a “¡Pará Miche, que estos negros nos van matar a todos!”. Cosa que Miche no hacía, seguía saltando, agitando, desafiando. Y claro, los dos mil morochos del Trueno verde contestaban, pero también contaban a los hinchas visitantes, uno a uno, viendo quién hacía qué cosa. Aunque al final los más malos querían pasar a degüello a todos los que había en la tribuna visitante. Tal era su fama y su vocación.
Arrancó el juego. Y el equipo local fue a buscar la victoria inmediatamente, apoyados por los exultantes hinchas propios se llevaron por delante a los visitantes. Se pusieron uno a cero arriba y todo era alegría en los cinco escalones de cemento, no obstante seguían asegurando que le iban a dar cuchillazos a todos los del Porve. Lo cual no aportaba tranquilidad al ir y venir de Gustavo entre todo lo blanco y negro de la tribuna de madera.
Al rato, medio de casualidad, empató el partido la visita. La locura se mudó cien metros de distancia, y especialmente Miche se descontroló sin remedio, gritaba, corría entre los maderos de San Miguel. Gesticulaba a la parcialidad local, se tomaba las partes pudendas y movía ampulosamente las manos. El grupo de los serenos se mantuvo en esa tesitura, y Gustavo, sentándose en la tribuna, murmuró “¡No, qué cagada, ahora sí estos negros nos van a matar a todos!”. No quería ni mirar a los enfurecidos muchachos de San Miguel, que ahora ya juraban que romperían todos los huesos a cada hincha del Porvenir, amigo, allegado, pariente lejano, vecino de la otra vereda, el que fuere estuviese esa tarde en ese lugar. Gustavo pedía disculpas con su silencio, una cosa así como “Miren que yo no tengo nada que ver con estos tipos, a mi me trajeron obligado, soy un secuestrado”.Miche no paraba. Enardecido, prometía un segundo gol de su equipo de cara a toda la gente local. Gustavo, además de lamentar su decisión de acompañar a su amigo en tamaña patriada, no podía creer en su mala suerte, no sería cuestión de que El Porvenir viniera a ganar un partido justo en este cementerio de simpatizantes ajenos. Solo quedaba esperar un segundo tanto de San Miguel que calmara los ánimos de sus inminentes asesinos.
El segundo gol de los locales hizo estallar a sus hinchas. Amargó a los visitantes, para Miche fue un mazazo, apesadumbrado, mudo, se quedó parado, mirando la locura de todo San Miguel. Quienes, aún en la victoria, seguían prometiendo liquidar a todos los de blanco y negro (ellos son así). Gustavo respiró un poco aliviado, había una chance de evitar la paliza, sobre todo si le metían un par de pepas más y la felicidad opacaba las ganas de ir a buscar a los del Porvenir a la salida.
El partido terminó con el triunfo de los locales por la mínima. Miche se quedó masticando su bronca en el décimo tablón, mientras Gustavo le suplicaba encontrar cómo salir de ese lugar. “¡Por favor buscá alguien que nos saque de acá!”.
Los de verde seguían gritando su alegría y mofándose de los del Porvenir, especialmente de los que más convincentemente habían festejado el empate transitorio. Por supuesto que a estos le avisaban que no se iban a poder retirar sin lesiones: algún hueso fuera de su lugar, algún ojo en compota, uno que otro machucón en la cara, quizá un corte de algunos centímetros en alguna parte de la humanidad.
Ante la insistencia de Gustavo, Miche, recompuesto un poco de su bajón anímico, se dedicó a recorrer la tribuna en busca de algún conocido del barrio, alguien que volviera para los mismos pagos, de ser posible en vehículo seguro y confiable. La sola idea de deshacer el camino andado en la venida le dibujaba una mueca de dolor a la cara de Gustavo.
Por suerte encontraron un muchacho que volvía para el lado de Avellaneda, y si bien habría que tomar otro colectivo desde allí hasta Lanus, se salvaban del mal carácter de los “pibes” de San Miguel.
Miche, sacando un vale por unos envases de cerveza comprado para matizar la espera del partido, le dijo a Gustavo “Aguantá que vamos a cambiar las botellas por la plata y vamos”. “¡Vos estás en pedo!, que se quede con la plata, no hacemos dos cuadras para ir a dejar las botellas ni loco, vámonos urgente, antes de que el flaco se arrepienta de tirarnos con el coche”. Tajante, lacónico, lógico y pensante. Innegociable.
El sábado de cancha terminó en la puerta del desaparecido Shopping Sur, allí los dejó el pibe de la gauchada inconmensurable. Fue día de cielo gris, de derrota par Miche, pero de triunfo para Gustavo, que al llegar a casa, se lavó la cara y se destapó una botella de vino para celebrar el buen estado de sus amados recovecos óseos.

miércoles, 28 de abril de 2010

DOSCIENTOS CINCUENTA Y DOS


Cuando sea grande voy a ser inmortal.
Y los días me atravesarán el eterno tiempo mío,
y los vientos me charlarán el rato,
y los amaneceres me descubrirán incansable,
y las noches intentarán abandonarme a mi suerte,
que es la misma de mis barcos y mi ribera clara y ajetreada.
Mis huesos fieros serán recuerdo de viajeros y caminantes.
Todo yo seré un cuadro maravilloso,
en un tiempo alguna vez maravilloso.
Cuando sea inmortal querré morir,
y estaré preso en una vida derruida,
rodeado de cadáveres de mis tiempos de sueño.

domingo, 25 de abril de 2010

DOSCIENTOS CINCUENTA Y UNO

La imaginación del Dante pensó en un infierno dividido en nueve círculos. Y allí lo llevó Virgilio para visitarlo y recorrerlo, como una anticipación del mundo del Hades. Fue en el primero de esos círculos, el Limbo, donde encontró a los niños inocentes, a los patriarcas, y a los sabios de la antigüedad.
Solyenitzin imaginó un primer círculo para otro infierno, uno ubicado en la tierra, en su tierra natal.
Así describe el ruso premio Nóbel la vida de los científicos soviéticos en las prisiones estatales, allí donde se alojaban los hombres cuyo primordial delito era el pensar. Donde eran obligados, aquellos sabios, a desarrollar sus investigaciones en favor del Partido, sin desviaciones y sin relajamiento de su tarea para la Madre Patria Socialista.
En el primer círculo es, probablemente, la obra literaria más importante de la vida del escritor arriba mencionado. Una impiadosa crítica que fue prohibida en reiteradas ocasiones por el propio Nikita Krushev, quien solo autorizó de nuestro autor la publicación de El diario de Iván Dentsovitch, un libro que reunió algunas novelas cortas y breves cuentos. Inofensivos a la vista de los jerarcas de la censura del régimen.
No obstante la Cortina de Hierro, la novela de Solyenitzin En el primer círculo, fue publicada en Estados Unidos y en Europa, y produjo el impacto que era de esperar dada su lograda descripción del tratamiento recibido por los hombres de ciencia bajo la dictadura stalinista.
La vida en la cárcel para intelectuales de Mavrino recorrió, mediante su traducción del ruso, el mundo occidental y capitalista. Generando un recelo aún mayor por las políticas de un Estado socialista que se proclamaba como ejemplar a los ojos del resto del planeta.
La Sharaskha (dependencia) de Mavrino es una suerte de cámara Gesell que el autor nos muestra desde una pluma intensa, y con una visión certera del pesar y las ilusiones de los castigados pensadores de la nación soviética, casi desterrados en su propia tierra.
Alexander Solyenitzin es un escritor del siglo XX, pero con el genio y el impacto literario de un Dostoyevski, o de un Tolstoi. No es exagerado compararlo, y se lo ha hecho en el mundo de las letras, con los autores de Guerra y Paz y Los Hermanos Karamazov; incluso la estatura de un Turgueniev le sienta bien a su propia dimensión.
Por supuesto antistalinismo fue condenado a trabajos forzados entre 1945 y 1953, y deportado a Siberia en 1953 y hasta 1957. Fue finalmente expulsado de la U.R.S.S en 1974. Cuatro años antes había sido galardonado con el premio Nóbel de literatura por la Academia sueca.

sábado, 24 de abril de 2010

DOSCIENTOS CINCUENTA


Allá va,
entre el aire ausente del Polo Grounds de Nueva York.
Vuela Jack.
El Toro está encendido,
ama la contienda,
el desafío, la bravuconada de su Pampa.
Y espera.
Mucho tiempo espera,
e igual no desespera.
Un tal Dempsey cuenta ovejitas en los arrabales del ring.
Todo debiera terminar allí,
pero después de mil años de exilio del duelo,
el pingo del comisario regresa.
A robar la gloria como un bandido del lejano oeste.
El mundo decente sabe que el Toro ganó.
El pueblo más pobre de los dos mastica el abuso.
Una señal, allá en el sur,
anuncia que Luís Ángel Firpo ha perdido.
Dentro de algunos años Julio Cortázar se indignará,
y una vida después yo.

DOSCIENTOS CUARENTA Y NUEVE

Un gato yace muerto en mitad de la vereda, justo a las seis de la mañana. Vaya a saber qué triste razón dio quien decidió olvidarlo en este amanecer de lluvia y viento. Recostado sin retorno, sin frío, ya sin calles que deambular, y sin instintos que seguir.
El camión de la basura no se lo lleva. Yo me voy a trabajar. El día empieza tres metros bajo tierra.

viernes, 23 de abril de 2010

DOSCIENTOS CUARENTA Y OCHO

Carece de ventanillas y sus vagones son el espectáculo más ruinoso jamás montado. Es arrastrado por una locomotora tan cansada como los que vuelven en el interior de cada unidad; lleva cientos de viajes largos y agotadores, idas y venidas entre distancias incontables, trayectos que ya han sido abandonados por razones insensibles. Va todo pintado con colores fuertes, con intensos dibujos que, a la hora que pasa, solo le entregan manchas deformes a la percepción del observador.
Pasa en algún minuto entre las veintitrés y el nuevo día. Nunca es el mismo, ya que no es regido por algún horario caprichoso impuesto por la empresa Metropolitana. Su partida depende de que su capacidad esté completa, de que esos fantasmas que lo van a ocupar le indiquen al guarda que puede hacer sonar su silbato. Un soplido sostenido del cual solo sale silencio, pero que sin embargo alguien escuchará en el más allá.
Entre los testigos de su paso se cree que no lleva maquinista, que va impulsado por el mismo Lucifer desde el averno; algunos piensan que va camino del infierno, otros, que desde allí viene. Yo pierdo la cualidad del pensamiento cuando avanza a mi costado, reptando, haciendo poco ruido en su andar meticuloso. Quien lo observa pasar por primera vez suele sentir que el aire se torna gélido, lo invade un temor por lo que pueda ver en él, y fija su mirada en un punto cualquiera que no sea su oscuridad. Porque sabe que va apagado, lo sabe de una manera extra sensorial, como el murciélago que no ve. Su extinción en el horizonte de rieles le devuelve la calma.
Yo me resigné a verlo con cierta regularidad. Luego, mi instinto de alma perturbada me obligó a increparlo con la mirada, a llevar mi curiosidad a límites esquizofrénicos. Me acostumbré a su miserable existencia. Descubrí que lleva sombras y nada más. Que no puede haber personas en su interior, cualquier intento de humanizarlo es golpeado por esos tenues movimientos que se ocultan en sus tinieblas; ni siquiera aquella noche en la que garabateó un brazo en el aire pudo convencerme de ser pasajeros de este mundo. Tampoco los minúsculos puntos rojizos que van encendidos dentro de él, como luciérnagas del abismo. Vi una espeluznante interpretación de algún delirio de Poe, de la enajenación de Lovecraft. Rechacé cualquier virtuosidad que pretendiera sugerirme su figura.
La costumbre ha calado mi horror. El tren de las sombras seguirá atravesando mi ciudad, y cada vez que invoque la primera mirada de algún transeúnte, renacerá la consternación, multiplicándose y expandiéndose como una hórrida plaga.

martes, 20 de abril de 2010

DOSCIENTOS CUARENTA Y SIETE


Espera.
Y no desespera.
No sabe que la luz viene a lo lejos,
que está llegando la hora de volver a casa.
Descansa y aguarda.
Piensa en la vida misma,
en él en la vida misma.
Todo minutos antes de que el ruido invada la escena.
El humo de la oruga rígida,
el silbato, el aviso de partida,
la campanilla de la barrera,
el hundimiento de los durmientes.
la marcha diaria de miles de seres extraños.
Caminó hasta el final del andén,
despacio, cavilando, tragando saliva,
y allí, sin saberlo, se erigió en una imagen inmortal.
Esa de la paciencia de quien no tiene casi otra cosa.

DOSCIENTOS CUARENTA Y SEIS


Un niño se arrimó a sus aguas cristalinas y arrojó una moneda,
y pidió un deseo.
Un vecino juró que soñó un futuro diáfano,
para un país que se vislumbraba oscuro,
esclavizado por vampiros foráneos.
Y aquella noche durmió como un ángel protegido,
el niño.
Una vida después, un anciano se acercó a esta ribera enmohecida,
y vio aguas que ya no saben reflejar cielos claros.
Intuyó el fracaso en barcos fieros y barracas inmundas.
Sacó una moneda del bolsillo y exclamó sollozando:
Si la encuentras dile que yo no soñé esta ruina para mi patria,
ni esta negra sangre para sus venas.
Y dejó caer a la mensajera.

lunes, 19 de abril de 2010

DOSCIENTOS CUARENTA Y CINCO

Imaginar que el destino de un hombre está sellado con un lustro de antelación a los hechos concretos de su historia, es muy novelesco y un fiel reflejo de la pasión que por los procesos fatalmente encadenados tienen algunos historiadores.
Resulta exagerado pensar que el senador demócrata progresista Enzo Bordabehere liquidó su suerte cuando en el crack del 29 se hizo añicos el sueño de la economía mundializada, “privatizada”, y autosuficiente, preciado legado de la visión Smithiana, continuada por los neoclásicos, y empaquetada con moño para regalo por Tayloristas y Fordistas. De la noche a la mañana la eficiente división internacional del trabajo mutó en un nuevo reordenamiento: los que quedaron inmersos en la crisis, los que quedaron en la ruina, y los que quedaron peor.
Es un mágico beneficio histórico que la Argentina no haya recalado en el último de los grupos. Si bien nuestro modelo agroexportador de cabecera recibió el impacto con creces (la caída de los precios internacionales de los artículos primarios exportables fue notable) hay sobradas muestras e indicios de que los acuerdos unilaterales--perdón quise decir bilaterales—entre el gobierno de Justo y la corona británicas se excedieron en concesiones, otras concesiones, y algunas otras concesiones más. Todas por parte de los de acá, obvio. Esto por las dudas de que los socios ingleses de nuestra oligarquía reinante hicieran efectivo al ciento por ciento (porque en vigencia entró) su sistema de preferencia imperial firmado en Ottawa en 1932, el cual priorizaba para la adquisición de productos primarios a los países miembros de la Commonwealth.
Las políticas a seguir para el salvaguardo de los intereses particulares de la aristocracia criolla encabezada por los dueños de la Sociedad Rural Argentina, no fueron otras que las viejas recetas decimonónicas (de fines del siglo XlX principalmente) de sumisión acomodaticia ante los reyes del orden global, y acatamiento absoluto a las ofertas leoninas del Imperio. Todo en un contexto de marcado desinterés por la suerte de un sector agropecuario tradicionalmente aliado y miembro clasista: los “criadores”, verdaderos hombres de campo, ganaderos por excelencia y auténticos productores de la tradición agraria nacional.
El acuerdo denominado Roca-Runciman (vicepresidente argentino y representante inglés) garantizaba que el Reino Unido no impondría restricciones a la llegada de carne enfriada--luego de su paso por los frigoríficos-- procedente de Argentina, pero el 85% de las licencias de importación serían repartidas por el gobierno inglés y el 15% restante por el gobierno argentino. Además Roca hijo suscribió otras obligaciones argentinas que iban desde mantener libres de derecho de importación al carbón y otros productos de la corona y la asignación del 100% de las ganancias comerciales a la compra de manufactura inglesa, hasta el tratamiento especial para el capital británico en la Argentina.
No solo que finalmente no se hizo efectiva la no restricción a la carne argentina, quedando así la posición de privilegio de los hacendados “invernadores” (intermediarios entre los “criadores” y los frigoríficos) sostenida por finos hilos a la buena voluntad de los trusts frigoríficos ingleses, sino que además el 15% que el gobierno nacional debía repartir equitativamente fue dominado por los “invernadotes” propulsores del acuerdo, que nunca entregaron ni un kilo de carne en beneficio del comercio de los “criadores”.
Esta ignominiosa situación de entrega nacional que a su vez conllevaba beneficios para pocos y privaciones para muchos, fue la que estalló en las investigaciones y denuncias del senador Lisandro de la Torre. Entre 1934 y 1936 el debate denominado “de las carnes” centró toda la atención política de la época; las permanentes e incisivas exposiciones de De la Torre en el recinto legislativo, sus ataques a la gestión de Federico Pinedo como Ministro de Hacienda, no inauguraron la lucha por llevar las acciones gubernamentales por los caminos del interés nacional y el respeto por los designios de la Constitución; Hipólito Irigoyen, Leandro Além, Alfredo Palacios, ya venían sosteniendo esa batalla. Lo que quedó grabado como una afrenta en la historia de nuestro país es la manifestación del patoterismo de clase, hijo del clientelismo político, que si antes se mostraba en las calles, en los actos cívicos y en los comités, ahora hacía su entrada triunfal al mismísimo Senado de la Nación. Aunque cabría decir en el propio seno de la Nación.
Los disparos que acabaron con la vida del senador electo por Santa Fe Enzo Bordabehere estaban dirigidos a su correligionario y amigo personal Lisandro de la Torre: el ferviente interpelador de la gestión oficialista. Cuando avanzaba en dirección a Federico Pinedo para retarlo a duelo (el duelo se hizo efectivo con posterioridad, sin lesiones para ninguno) es empujado por el secretario de Agricultura Luís Duhau; trastabilla y va a caer, pero Bordabehere lo sostiene y evita su derrumbe. No así el propio al recibir el balazo de Ramón Valdés Cora, guardaespaldas del justista Antonio Santamarina, quien presidía ¿casualmente? la sesión por ausencia de Roca hijo.
Si como se dijo al principio parece excesivo ver el destino de un hombre resuelto con años de anterioridad, la historia de la pelea por la hegemonía política y económica en nuestro país lleva a intuir como predestinado todo el juego de acción y reacción que empezó en la crisis del 29 y terminó con el más grande “regicidio” de la Argentina.

viernes, 16 de abril de 2010

DOSCIENTOS CUARENTA Y CUATRO

En la paqueta barriada de la Recoleta, en la Capital Federal de la República Argentina, el ex presidente Manuel Quintana da nombre a una importante arteria. La avenida Manuel Quintana propiamente.
Es cierto que el criterio de selección de nombres y nominaciones de calles, avenidas, pasajes, y demás circuitos viales, no corre ligado a una tal o cual justificación por justicias históricas o merecimientos. Las calles no se llaman como se llaman por la gloria, los actos heroicos, o las vidas de bien de los hombres justos ligados a la patria, sino no se explicarían cantidades de nomenclaturas, tales como Washington, Franklin, o Roosevelt. Todos hombres ajenos a la historia Argentina más íntima y nacional. No obstante esta merecida aclaración todo debiera tener un límite, algunos nombres tendrían que ser sujetos a revisión. Y no precisamente los que representan figuras extranjeras, o acontecimientos internacionales relevantes en la historia universal.
Que una baldosa del pueblo menos poblado de la Argentina se llame Manuel Quintana es un oprobio. La avenida Manuel Quintana, en pleno centro de Buenos Aires, ya es una traición lisa y llana a los prohombres argentinos que defendieron nuestra soberanía pasada, y a los que la defienden y defenderán.
Manuel Quintana nació en Buenos Aires en 1835. Se recibió de abogado notablemente a los diecinueve años, y ya en 1860 era diputado provincial, pasando a ser nacional al año siguiente. Siete años después vuelve a ocupar bancas congresistas por la Provincia y la Nación. En su veloz carrera política, alcanza para 1870 su lugar en el Senado, esto mientras dicta cátedra en la Facultad de Derecho, en la cual llegará a ser decano, y tiempo después rector de la universidad.
Definitivamente un hombre capaz, inteligente, y muy emprendedor. También inescrupuloso en extremo. Pronto, traidor a su patria. De la cual será, ironicamente y con desfachatez histórica, también su presidente.
Hasta acá sería lógico que alguno haya pensado en su gracia para destinar alguna calle porteña.
Durante la presidencia de Nicolás Avellaneda, regresa a la esfera administrativa, más exactamente al ministerio de Hacienda, la nefasta figura de Norberto de la Riestra, un ex hombre de Bartolomé Mitre. Otro de los tantos nexos permanentes e inefables entre Inglaterra y sus súbditos rioplatenses: el brazo largo del Imperio inglés encuentra en este aristócrata criollo su final puño cerrado. Sería él quien negociara en el pasado el empréstito británico para que los interesados en “mantenernos como parte integral del Comonwealth” (Inglaterra la fábrica, Argentina la granja), terminen con los independientistas blancos uruguayos, y los irrespetuosos paraguayos y su intento de libertad económica. Hombre clave para la infame Triple Alianza que arrasó la soberanía del pueblo guaraní.
Ahora, en el gobierno de Avellaneda, el hombre pro inglés, apunta las típicas resoluciones tradicionales del liberalismo trasatlántico: reducción del gasto público, cumplimiento a rajatabla de los servicios de la deuda externa (ya por entonces abusiva e ilegal), y la modificación sustancial del sistema aduanero para facilitar las importaciones de la Corona.
En este marco estalla un conflicto que va a poner en jaque a De la Riestra, y en el cual se va a anotar canallescamente nuestro futuro presidente Manuel Quintana. El recoleto.
Repasemos acontecimientos.
El banco de Londrés y Río de la Plata (cuya instalación promovió y gestionó el propio De la Riestra) había sido autorizado a emitir moneda, lo cual ya es de por sí bastante antiético y perjudicial para la administración financiera de un país libre. Pero se puede suponer como lógico y normal teniendo en cuenta que estamos en la época en que se liga por los siguientes cien años, el campo argentino y la industria inglesa. Unos y otros mandamaces a ambos lados del Atlántico.
El problema es que la entidad bancaria inglesa, situada en Rosario, pretende ejercer su inusual y generoso privilegio de forma monopólica en toda la provincia de Santa Fe, enfrentándose por consiguiente a la firme oposición del banco Provincial de Santa Fe. En la álgida contienda, los representantes de la Reina realizan maniobras de corridas bancarias para debilitar a su oponente local. Inmediatamente, el gobernador Bayo decreta la clausura del banco extranjero y envía a la cárcel a su gerente general, el señor Behn. Efectuando además un embargo por 50.600 pesos oro.
Ante esta delicada situación, el cónsul inglés Sir John solicita al capitán Dunlop, comandante de la cañonera británica Beacon, que remonte el río Parana y fondee a las orillas de Rosario. En una actitud claramente amenazante de la soberanía Argentina.
El escándalo despierta al país y a la opinión popular, incluso a la prensa internacional.
El presidente Nicolás Avellaneda apoya firmemente al gobernador Bayo, y con esto deja en una incómoda situación al infame De la Riestra. Quien se debe deshacer en explicaciones ante sus “jefes” de la isla, por tamaña “provocación” al Imperio.
Las cosas se suceden como políticamente se espera. El cónsul inglés solicita audiencia a la cancillería Argentina, y Bernardo de Irigoyen, en ese cargo, se reúne a fin de encontrar solución al conflicto de partes. A las pocas horas Irigoyen es visitado por el representante diplomático de Gran Bretaña, quien es acompañado por el asesor legal del atrevido y déspota Banco de Londrés, que es también Diputado Nacional. Nuestro homenajeado Manuel Quintana.
En mitad de la reunión, el canciller argentino Bernardo de Irigoyen se levanta y se retira de la mesa de negociación altamente indignado. Según el posterior relato que le hiciera al Congreso Nacional Estanislao Zeballos, Don Bernardo se excusó diciendo que no podía seguir conferenciando con un connacional que fuera portavoz de una intimidación extranjera.
¿Qué había pasado? Sencillo y funesto. Nuestro Manuel Quintana, en aquel momento diputado nacional, en su rol de asesor legal de los intereses británicos en esa importante reunión, había presionado al canciller argentino anunciándole temerariamente que la cañonera Beacon se hallaba viajando rumbo a Rosario para defender los “derechos” de la Corona. Digamos, “Yo no quiero meter púa, pero mire que hay un barco inglés que está subiendo por el Paraná y los va a moler a cañonazos” (estas expresiones pertenecen a mi imaginación sarcástica, claro está).
Si hasta ahí la postura de nuestro legislador era antipatriótica ciento por ciento, cualquier posible gesto de reconciliación histórica futura, quedó completamente anulado cuando el señor Quintana decidió, abiertamente, renunciar a su banca y viajar a Londrés para informar al directorio del banco, privilegiando su lugar de empleado del Imperio a la de representante del pueblo argentino.
Sarmiento manifestó una opinión sobre el otro inescrupuloso de la época, Norberto de la Riestra, pero al leerla, bien se descubre que puede aplicársele al propio Quintana. “Nunca pude deducir su inteligencia ni su inclinación siquiera a la política de su país: era un empleado de comercio de casa inglesa en toda la extensión de la palabra.”. Más que inteligencia alguna e inclinación política, lo que tenían estos dos nefastos participes de la historia argentina, era una avidez por conservar un lugar de privilegio en la repartija de las dádivas de Inglaterra.
Ya saben, cuando vayan por Callao y lleguen al 1800, no se olviden de hacer una reverencia al doctor Manuel Quintana. Sir Manuel Quintana sería lo justo.

DOSCIENTOS CUARENTA Y TRES


Pequeñas princesitas lo visitan a diario,
y diminutos príncipes montan sus dóciles corceles.
Un viejo triste niega la felicidad,
y la regala en la vuelta siguiente;
estalla la alegría del maquinista de la tarde del sábado,
que va a viajar otra canción más.
En el reino de los futuros sueños,
los jóvenes delfines sueñan con la eternidad del momento.
No saben aún que el recorrido de su risa aniñada tiene final.
Mientras tanto, en medio de una era en ruina,
el último castillo en pie sigue girando.
Que nunca se detenga.

jueves, 15 de abril de 2010

DOSCIENTOS CUARENTA Y DOS


El monstruo ha escapado.
Anda suelto por la ciudad.
Atropella señoras,
aturde con su sirena,
demacra las calles, aplastándolas con su férreo porte.
Siempre maravilla a los niños, inocentes del peligro.
Humilla a los ómnibus, es insultado por taxis y taxistas.
Un guarda, que viene corriendo por los túneles de la línea A,
avisa que hay un motín en la estación Miserere.
Más bestias de acero se aprestan a dejar su cautiverio subterraneo.
El ejército se moviliza,
la policía patrulla Buenos Aires.
Finalmente el orden se restablece.
El monstruo es rodeado y aprehendido
en las cercanías de Plaza de los Virreyes,
mientras planeaba su revolución con el Pre Metro.

miércoles, 14 de abril de 2010

DOSCIENTOS CUARENTA Y UNO

De La Rioja a San Juan está Dios parado frente a mí.
Es un mero eufemismo, el que está es Enrique, el dueño del hóstel Laguna Brava que tan amablemente me hospedó. Bueno y barato.
Enrique es testigo de Jehová. Predicador incansable que va tratando de advertirnos que se viene el fin del mundo y que hay que vivir en la gracia del Señor. La verdad es que no molestó a nadie en el hóstel en ningún momento, pero si alguno iniciaba una charla sobre religiosidad, luego sería imposible detener al orador y su mandato. Ya al entrar entendimos cómo venía la historia del lugar; pilas y pilas de revistas evangélicas, folletos por doquier, Biblias en abundancia, la palabra de Jesús cada medio metro.
Y las dos francesas en mi pieza. Enrique no tenía la menor chance conmigo.
En la terminal de Villa Unión, mientras aguardaba la partida hacia tierras sanjuaninas, tuvimos una interesante charla sobre religión y fe. Hora y media escuchando la visión de los Testigos; sus formas, sus obligaciones, sus beneficios (la salvación y nada más). Metiendo algún comentario, alguna queja o crítica de vez en vez, y escuchando la réplica, la explicación.
Fue un rato interesante. De aprendizaje y de algunas revelaciones. Como que entre los Testigos hay seis mujeres por cada hombre, y que ellos pueden elegir la candidata en el periodo que se llama de conocimiento, que no es el noviazgo. Igual, ojo, atento los especuladores, no es tan fácil recibir la aceptación , ya que las “testigas” dudan mucho de las verdaderas intenciones de su candidato, de su real amor a Jehová. Es más importante el amor a Jehová que al compañero o compañera.
Así que aquel que estudie el plan de infiltrarse para disponer de féminas, le aclaro que los “lanzados en picada” sobre religiosas son rechazados con rapidez y crudeza.
Se fue el pastor Enrique y el sol calcinante del día. Y yo de Villa Unión y de La Rioja.

DOSCIENTOS CUARENTA

El camino es de polvo y tierra, y yo lo transito a las 14hs. La temperatura debe andar por los º38, el viento escasea. Igual hay muchos árboles al costado, los cuales dejan solo sombra en mis pasos. Y en la sombra el calor se soporta bien.
A cien metros el alivio se termina. Se abre un descampado sin salida, un solarium perfecto. Por allí se va al río, no hay otra forma.
Un perro me sale al cruce, me ladra. ¡Guau! ¡guau! ¡guau! ¡guau! ¡guau! Me sigue diez metros y no para: ¡guau! ¡guau! ¡guau! ¡guau! ¡guau! ¡guau! ¡guau! ¡guau! ¡guau! Así hasta el límite de la razón, de la lógica, incluso para un perro. En el último pedazo de sombra se clava sin concesión, me mira y no afloja: ¡guau! ¡guau! ¡guau! ¡guau! ¡guau! ¡guau! ¡guau! ¡guau! Pero no da un paso al descampado ni en broma. Poco a poco va amainando su trabajo de can. Un guau, otro, y otro. Me mira sin entender porqué hago lo que hago, a las dos de la tarde, y con º38 a pleno sol.
Ni los perros.

sábado, 3 de abril de 2010

DOSCIENTOS TREINTA Y NUEVE


La tierra húmeda y fría se ha retirado,
pero su mar seguirá rugiendo por ustedes,
enojado, triste, acusador.
Los pozos infames y asesinos ya fueron tapados,
pero su cielo distante seguirá velando por ustedes.
El fuego no se extinguirá,
está latiendo en mí,
es una llama que tiene la forma de una palabra eterna,
por ustedes,
Gracias.

viernes, 2 de abril de 2010

DOSCIENTOS TREINTA Y OCHO

Nadie vino a la función del documental “El milagro” en la Unión Vecinal. Estaba programada para las 20hs. pero como no se acercaba la gente se dispuso pasar una película animada para que disfrutaran los chicos del pueblo. Y así lo hicieron.
Mariana es la que me explica qué hacen en Rodeo un grupo de graduados y estudiantes de diversas carreras; son casi todos arqueólogos, pero también hay una socióloga, una asistente social, y un par de historiadores. La mayoría salidos de la Universidad Nacional de San Juan.
Están trabajando, de manera interdisciplinaria, en la planificación y ordenamiento del museo arqueológico de Rodeo. La premisa fundamental es alejarse de la tradición de la arqueología clásica; que excava, secuestra, y expone material histórico de los lugares que investiga. Ellos, en cambio, tratan de lograr que los pobladores se relacionen con sus objetos y sus historias, que narren por su propia cuenta su conexión con ésta museología y que sean quienes construyan la muestra.
Es un trabajo enmarcado en la lógica de los museos de sitio, rival ideológico de los jerarcas de las investigaciones arqueológicas. Que son renuentes a devolver las piezas a sus lugares y dueños originales.
Para lograr esta comunión, y sin causar su intromisión un impacto negativo en la comunidad de Rodeo, los chicos se mezclan con ellos, y participan en la socialización del proyecto, como integrantes igualitarios a los vecinos del pueblo.
La tarde ya es noche. Un fuerte viento anuncia un temporal que será breve, pero que mientras charlamos con la arqueóloga parece amenazar con un diluvio. Y esto, claro, ayuda a que nadie se acerque a la oferta cinematográfica. Una pena.
Mariana me invita a quedarme hasta el jueves, día que se hará una presentación del museo local, con presencia del pueblo y de los chicos del grupo de trabajo. Le digo que ya me voy al día siguiente y le doy las gracias, cosa que también hace ella, por haberme llegado hasta la sede de la Unión Vecinal.
Llueve mientras ceno. A dos cuadras la propuesta del documental y del museo quedó trunca; en el comedor del hotel un capítulo de la tira Valientes es seguido con suma atención por todos los comensales.
La Biblia y el calefón en el norte sanjuanino.

DOSCIENTOS TREINTA Y SIETE

Don Mateo tiene un hijo en San Luís. Estudiaba bioquímica pero dejó a poco de terminar; se casó, tuvo tres hijos, y colgó los botines. Don Mateo está un poco desilusionado con su única semilla, pero dice que lo ve feliz y eso lo alivia. Don Mateo es padre al fin de cuentas.
El colectivo de la línea 29 que viene de la capital pasa a las 13hs. por la puerta del complejo náutico de la Universidad de San Juan. Allí esperamos don Mateo y yo; él se vuelve a su pueblo luego de una mañana de trabajo, a Ullum, que también le da nombre al lago y al dique. Hace más de veinticinco años que trabaja para el complejo, se lo ve cansado pero decidido a seguir poniendo el cuerpo a la tarea. Nunca me dijo cuál era.
Remontando el río San Juan se llega a la presa que es la puerta de entrada a todas las playas que bordean el lago. Las montañas de fondo se reflejan en el agua azul verdosa que, tranquila y suave, escucha el bullicio de un grupo de niños llegados de la capital. Algunos boten parten del embarcadero rumbo a la tranquilidad del centro del lago sereno; otros quedan anclados en el íntimo y pequeño puerto.
Yo camino las calles de polvo hasta llegar al pie del lago, los chicos que le ponen su música a la tarde son una colonia de vacaciones. Muchas carpas decoran los espacios verdes junto a los quinchos y las parrillas. Algunos eligen bañarse en la orilla del lago, otros, la mayoría, disfruta de la naturaleza mientras prepara la comida.
Más delante en la ruta hay otros balnearios. Entiendo que son más exclusivos y más caros; el Palmar del Lago es el más concurrido por los sanjuaninos.
Luego de un rato de criticar a Maradona, el 29 llega y subimos don Mateo y yo. El trayecto que sigue hasta Ullum es alejándose del lago, que se va perdiendo entre árboles y matorrales. Solo de tanto en tanto se ve su superficie azul, por entre algún arbusto, y cuando la ruta se eleva un poco.
Al costado derecho, del otro lado del lago, el paisaje es muy similar al característico de Ischigualasto. Elevaciones rocosas, marrones primero, luego de varios tonos. Otro pequeño retrato lunar, con su aridez y su vegetación reseca, solo apta para subsistir con poco agua.
Entramos en el pueblo de Ullum rodeados de viñedos y olivares. Todo es una plantación de algo, casi no hay espacio para campos haraganes. El ruido de algún tractor trastorna la calurosa tarde, tres hombres tapados de pies a cabeza se mezclan entre uvas nuevas que van naciendo. Las fincas se suceden a los bordes del poblado, que es de casas básicas, muchas de adobe, con su plaza pero sin centro ni terminal.
Está claro que la vida de Ullum late más al ritmo del campo que de lo que le puedan ofrecer ciudades distantes. Ni un turismo inexistente.
A las dos de la tarde entro en una casa que es el comedor del pueblo. Más que del pueblo, de los empleados de las empresas agropecuarias y los emprendimientos agrícolas subsidiados por el Estado. El living de la familia es el lugar donde todos piden su comida; junto al televisor que entretiene el rato de descanso. Me siento con tres empleados rosarinos y sanjuaninos que están dirigiendo algo de lo que vi al llegar. No son los que ponen el lomo al sol, sino lo que los mandan. Luego de unos instantes de compartir la mesa deciden mudarse a otra, en ésta hace calor, alegan torpemente. Porque en verdad el calor está en todo Ullum, no hay mesa que se salve. Simplemente les incomodaba mi presencia silenciosa. En la tarde del pueblo del interior, el que puso el respeto, la voluntad, y la educación, fue el Porteño agrandado y pedante.
El micro que vuelve a San Juan está por salir de la plaza. Es el anteúltimo que regresa a la ciudad, después habrá que esperar hasta el siguiente día. Corro unos metros y me trepo al último bondi desde Finisterre.

DOSCIENTOS TREINTA Y SEIS

Mendoza dice ser la provincia del vino. Los sanjuaninos dicen que es mentira, que los mendocinos son unos truchos que le ponen sus etiquetas a los vinos de San Juan. Los sanjuaninos y los mendocinos se sacan chispas; en el turismo, en la industria vitivinícola, y en los partidos que los enfrenta en el Argentino B, donde cada vez que chocan se matan a patadas.
Al entrar a la vecina Caucete una enorme finca de la bodega Calla nos da la bienvenida. Los viñedos se extienden a los dos costados de la ruta, y son campos y campos, continuos, vivos en uvas.
No sé quién tendrá la razón pero vino le desparraman al mundo, las dos regiones.
San Juan es grande. Muy grande. Mucho más que La Rioja. Además es más moderna y más coqueta. La iguala en calurosa y en dormir la siesta impostergable. Todo cierra religiosamente al comenzar la tarde calcinante.
La casa de Sarmiento, en medio del calor, se hace un ovillo y nos invita a pasar luego de que aplaque el sol. Blancas paredes limpias, unos jardines amplios, dos ventanas macizas. La niñez del prócer sanjuanino está lejísima del impacto urbano que su lugar soporta por estos tiempos.
Un par de cuadras al sur, el convento Santo Domingo, donde estuvo la celda de José de San Martín, se yergue sobre negocios de informática e indiferencias de peatones. El padre de la patria está en ese lugar para siempre, aunque duerme en la Catedral Metropolitana de Buenos Aires.
Dije que San Juan es grande, y mis veinte cuadras caminadas lo certifican. Se suceden las plazas, las calles, el trajín no cede. La vida céntrica sobrepasa a la plaza principal y su iglesia, se esparce en muchas direcciones a la redonda. La terminal de ómnibus está a nueve manzanas y sin embargo todo el trayecto en muy concurrido; múltiples líneas de colectivos salen de ella a los cuatro puntos cardinales. El Gran San Juan es un coloso y contiene las hordas que día a día vienen a trabajar a la capital.
San Juan es grande.

DOSCIENTOS TREINTA Y CINCO

Ya cuento el beso número sesenta. Porque acá en San Juan es uno en cada mejilla, como si estuviéramos en Francia. Encima desde que me senté no paran de entrar González. Grandes, medianos, chicos, mujeres, hombres, todos sanjuaninos, por supuesto.
El Porteño amigo del Sergio es un invitado ocasional a uno de los típicos cumpleaños que reúnen a toda la familia. No importa si es lunes, como hoy. Si hay reunión todos van. Y comen, y toman, y charlan.
El Tato ataja en Alianza de San Juan. Pero en estos momentos es suplente.
El más chico de la familia juega de defensor en Unión, también de acá, y es titular.
El arquero (aunque no jugó) perdió y el Eduardo ganó 5 a 1. El primer partido de ambos en el durísimo torneo Argentino B.
El Tato además trabaja en el penal de San Juan, porque no es ésta divisional una de esas que pagan sueldos de opulencia.
Chicas hay de todos los gustos. Todas lindas, y muchas casadas y con hijos. La última joya de Don González se llama Marianela y tiene, creo, diecinueve años.
La joda del Chato (el que cumple años) dura hasta casi las dos de la madrugada. Bastante para un día laboral. En Buenos Aires imposible, acá es sagrado juntarse a celebrar algo.
Me despido de todos y me voy a dormir a la casa de mi amigo Sergio. Mañana arranca la recorrida cuyana de mi viaje.

DOSCIENTOS TREINTA Y CUATRO

José y Graciela tienen tres hijos varones. El mayor de ellos tiene 17 años y en este momento que los visitamos está cocinando el almuerzo en su pequeña casa precaria.
Toda la familia hace algo que ayude a la supervivencia en las altas montañas de Famatina. Están solos con la naturaleza y sus magníficas imágenes y sus terribles caprichos, como el que trajo una lluvia que no se veía en años, y que alimentó un aluvión de agua y barro que arrasó con piedras, vegetación, y con el camino que lleva a la mina de oro La Mexicana.
Por ese desplante de la Gran Madre es que no llegamos adonde se saca el oro que da de comer a esta familia. Ni siquiera con la Ford Ranger de Camel, nuestro guía.
Dos kilómetros antes del sitio minero está la casa de José y Graciela. Allí ellos se dedican a lavar toneladas de tierra diaria para separar el dorado metal; una tarea que es de tres días y que solo da tres gramos de oro, que venden a $99 a un joyero de Chilecito. En camión bajan montañas de tierra que en su mayoría contienen minerales poco rentables en baja escala, como el hierro, que luego de un filtro minucioso con agua a presión natural queda en la superficie del recipiente que José nos muestra. Oculto bajo esa capa negra aparecen unos insignificantes alambres relucientes, que quedan solos y pequeños cuando el imán se lleva el hierro inútil.
Todo el proceso explicado por Graciela termina en una demostración del oficio de hormiga. Que aumenta el estupor nuestro cuando nos cuenta que en invierno se hace previa rotura del hielo, porque aquí arriba (a tres mil metros de altura) en junio y julio hace temperatura bajo cero.
El aprendizaje nos costó diez pesos, cosa que se da con gusto porque esta gente lo merece, por ser los únicos que permanecen viviendo de la extracción del oro que tanta muerte les trajo a los dueños originales de América del Sur. Claro que también los ayuda el turismo, pero éste solo es posible si ellos tienen esa ocupación para mostrarle al mundo que sube a este paraje riojano excepcional.
La mina La Mexicana es una explotación minera que funcionó en manos inglesas hasta la primera guerra mundial, cuando fue vendida a norteamericanos. Ya en 1927 la explotó el Banco de la Nación Argentina, hasta su cerrado definitivo. En su época de gloria, a principios del siglo XX, supo hacer florecer a toda la región, que se nutrió de una inmigración de todos los rincones del plantea: italianos, árabes, alemanes, argentinos de otras regiones, españoles, y sobre todo chilenos. Estos, al venir en cantidades asombrosas, dieron nombre a la capital del distrito: Chilecito.
El pequeño Chile se fue apagando una vez abandonado el cable carril que bajaba lo extraído de las alturas, que por aquel tiempo era el más extenso del mundo (hoy, solo como atracción turística, está en segundo lugar), y cuya construcción costó tres millones de dólares, que era muchísimo hace cien años.
Luego vinieron los emprendimientos vitivinícolas y la industria agropecuaria, y allí revivió la segunda ciudad de La Rioja. Que hoy tiene treinta y cinco mil habitantes permanentes.
La “Larga Vista” se llama a un tramo de la ruta nacional 78, en el cual se ve el pavimento hasta donde llega la visión. Y a la izquierda la cadena del Famatina, que es donde nos lleva la Ranger, luego de pasar campos de nuez, de membrillos, de uvas, y el río Capayán.
La cuesta que sube es una ruta provincial poco transitada, solo van tracciones cuatro por cuatro, y así y todo hay sitios donde hay que bajarse con pala para despejar el camino. El paisaje es único. Montañas por todos lados, colores, valles, y zorros huyendo al vernos pasar. También está Ramón, un pastor que patrulla la región a caballo y avisa a los guías si el camino está en su lugar y transitable. Día tras día.
Antes de llegar a la casa de José, hay un lugar conocido como el Cañón del Ocre; es algo increíble, debajo de los múltiples picos del Famatina vive este pasillo con paredes a los costados, con un río que lo atraviesa murmurante, y todo de color ocre. Y precisamente aquí vienen a buscar ese material las compañías de pinturas, y todos cuanto necesiten llegar a ese tono.
A los alrededores elevados del cañón, pastan los caballos y los burros de Ramón. Que lanzan relinchos y rebuznes al silencio de la tarde, de aburridos nomás. La temperatura no es tan agobiante aquí arriba pero el sol pega igual. Diminutas florcitas de color violeta se esparcen de a cientos junto al llano previo al abismo del cañón. Solo salen en ésta época, en invierno mueren.
El regreso de este magnífico lugar es desandando con paciencia y a los brincos la rocosa ruta provincial, deteniéndonos a sacar piedras que obstruyen el paso. Llevamos de vuelta al pueblo a unos visitantes de José, que hace varios días estaban arriba, a la espera de la próxima visita. La nuestra.