lunes, 30 de abril de 2012

TRESCIENTOS CUARENTA Y SEIS

La razón y el amor no se llevan muy bien, dicen cosas distintas, hablan temas diferentes. Pero nosotros, que somos los comandantes de todo cuanto nos acontezca en el cuerpo y en el alma, debemos hacerlos dialogar. Aunque podamos ligarnos una trompada de rebote, cosa que es seguro pasará, porque el amor discute en su nombre pero es nuestra vida la que pone frente a los golpes de su rival. Claro que es un intercambio desigual; la una quiere convencer, el otro quiere negar toda explicación, para así ir hasta el fondo de su capricho. Y así están estas dos bestias. De las que somos sus hijos obedientes y desarrapados, pasando un fin de semana en cada casa.

miércoles, 25 de abril de 2012

TRESCIENTOS CUARENTA Y CINCO

Dejarse arrastrar por la corriente de un nuevo río. No intentar más descifrar la luna que no se ve. No hacer más de esa canción nuestro cilicio. Saber, mejor comprender, hacerse a la idea, de que el partido ya termina. Y no ganamos nosotros. Huir hacia adelante es lo que queda por hacer. Sepultar vivo lo que no murió aún. Tachar todo lo escrito y arrancar con nuevas líneas. Mentirse despiadadamente, sosteniendo el engaño a muerte. Sacarle el cuerpo al corazón desesperado, dejarlo solo y tirado. Decirle arreglate solo, que yo me tengo que ir hacia otra mujer, donde sea que esté. E irse nomás.

jueves, 12 de abril de 2012

TRESCIENTOS CUARENTA Y CUATRO

Es otro atardecer,
dice otras cosas y desnuda otros espacios.
El horizonte está más abajo también.
La vida se escribe de otra forma por estos lados,
y hasta los tedios tienen una identidad innegociable.
Cronos no tiene el mismo ánimo en todos lados.
Algo tendrán para decir de mí las cotidianidades de estos días y noches,
de ir viviendo y muriendo en el sanguíneo oeste.

miércoles, 11 de abril de 2012

TRESCIENTOS CUARENTA Y TRES

No te voy a besar, porque no quiero tener que vivir con el recuerdo de ese beso. Alguna vez le dije eso a una mujer que se estaba enquistando en cada parte de mi cuerpo, sin intenciones de dejarme ir hacia otras mujeres menos acaparadoras.
No sé si hoy diría la misma estupidez de poeta empedernido; aunque ese beso se quedara a pernoctar por siempre en la carne viva de mi estado de ánimo, como una sanguijuela angurrienta e indestructible.
¿Será posible guardar un instante así para poder revivirlo cada día durante un millón de años?
La ciencia alcanzó tantos sueños para la soberbia y vanidad de una burguesía universal, y sin embargo nada hizo por el ser más común y ancestral de todos: el que está enjaulado en un amor que no tiene su nombre tatuado en los designios del porvenir.

domingo, 8 de abril de 2012

TRESCIENTOS CUARENTA Y DOS

Fue una de las charlas más irresponsables que he tenido; realmente peligrosa en su profundidad y en sus vericuetos abordados sin pudor, con abnegada insensatez. Yo lo sé bien, no se pueden usar las ropas de la amistad para desvestir el amor de una mujer deseada; son escenas que siempre quedan en paños menores, pero nunca desnudan convenientemente unos deseos perseguidos a través de decisiones desacertadas.
Yo acumulo una gran experiencia confirmando mi torpe inexperiencia. Y ya estoy grande para no conocer ciertos juegos, ciertas formas de jugar.
La noche pasó en un bar que nunca cierra. Como mis metejones por algunas mujeres, que nunca clausuran, y nunca les cierra a ellas, lastimeramente para mí. Se suponía que él iba a llegar al atardecer y huir al amanecer; así habíamos acordado como buenos amigos, en una noche de oscuridad y velas, de confesiones equivocadas y perturbadoras. Algo falló en toda esta historia.
Escribí éstas y otras líneas más. Tomé alcoholes que aderecé con amarguras tardías, pero con hidalguía y entereza. Un ron dio paso a las cinco de la madrugada, la televisión encendida y sin sentido, un libro sobre nieblas, amores, borrachos, y prostitutas. El llanto de una mujer ante un hombre que anunciaba unas decisiones crueles, en una mesa poco iluminada.
Todo lo que podía hacer con ese tiempo lo hice. Mientras en la cortada nada cambiaba mi situación, porque nada sentenció esa velada infructuosa e irresoluta.
A veces ciertos ángeles guardianes del desamor dan segundas oportunidades. Solo no hay que tropezar dos veces con la misma cobardía.

sábado, 7 de abril de 2012

TRESCIENTOS CUARENTA Y UNO

Es muy grato bajar del micro y que lo primero en verse sea una biblioteca popular. La biblioteca popular Homero Manzi. Y mucho más si ésta está decorada por un poster, grande y central en su escenografía, que dice “Fuera Bush de Argentina”. Como un recordatorio de quiénes somos y qué no queremos. Difícilmente sea el pensamiento unívoco de todos los paceños, pero de algunos cuantos seguro que sí, y lo importante es que sea de esos que están dispuestos a movilizarse, a accionar en pos de lo que sienten. Armar y montar una biblioteca popular, donde lo central sea entre otras cosas la memoria histórica del pueblo, la de sus vecinos e historiadores locales, equipar y dirigir un lugar así, en el portal mismo de la ciudad, es un gesto notable. ¿En cuántas terminales de ómnibus hay una biblioteca a la bajada del viaje?
Bienvenidos a La Paz entrerriana. Donde no hay altura pero sí profundidad.
Más pueblo que ciudad La Paz está al norte de Entre Ríos, todo lo al norte que permite su geografía, lo último antes de cruzar a tierras correntinas, rumbo a Esquina. Y es un lugar bellísimo, tanto por tranquilo como por natural. Tiene una vida intensa pero mansa, nada es tan urgente como el calor que empieza rápido en las mañanas a apretar los huesos. Esa tranquilidad no es quietud somnolienta, es pausa y conocimiento de la rutina que es implacable, pero que a los paceños no les molesta en lo más mínimo. Cuando incomode habrá que hacer valijas y partir para el sur.
Lo verde rodea el pueblo, es el contorno que se puede ver para cualquier lado que se mire, parado en cualquier encrucijada. Donde dos calles asfaltadas y ardientes se topen con sus casas bajas y sus veredas angostas, poco transitadas, porque las calles son todas casi peatonales en La Paz.
A eso de las ocho de la mañana el día arranca la vida de los lugareños. Los negocios abren sus puertas y prenden sus aires acondicionados, a la espera de los vecinos y algunos visitantes. La Paz es un lugar donde el turismo tiene su importancia, a diferencia de otros pueblos aquí los hoteles esperan la llegada de visitantes cada temporada, de hecho existe la separación entre temporada alta y baja. Lo cual deja entrever que siempre llegan curiosos y extranjeros, y que el pueblo está preparado para ellos, sabe de su arribo y su deambular por las calles y la costanera.
Voy caminando en la mañana, tomando fotografías, despreocupado, pero nadie se sorprende demasiado, como sí lo hicieran en Gualeguay, o Nogoyá, o Viale. No es su puntal de subsistencia pero el turismo convive con el resto de las ocupaciones de los paceños.
La plaza central, es decir la zona céntrica, se llama 25 de mayo. Volvemos a los recuerdos vitales que una nación firme y organizada le induce a sus pueblos y regiones. El monumento estrella no es el Libertador, es la mismísima Patria, representada en una mujer de túnica erigida en mitad de la plaza. Que, por suerte, no está de frente a la municipalidad, ni a la iglesia de Nuestra Señora de La Paz, ni mucho menos al cuartel de policía, al que directamente le da la espalda. La Patria de La Paz mira cara a cara al casino.
Al margen de estos juegos de interpretación puntillosa, risueña, y exagerada, lo cierto es que la argentinidad está omnipresente, sobre todo en el muro de la catedral decorado con el anuncio “Avanzando hacia el bicentenario: 1810-1816”.
La terminal de ómnibus, a la cual regreso en varias oportunidades para distintas averiguaciones, es modesta en extremo. Tiene apenas tres dársenas que ni siquiera se usan, los colectivos llegan y se estacionan en paralelo a la plataforma, que es diminuta y cuando llegan los viajeros vive atiborrada de gentes. Que baja, que sube, que comercia, que espera, o que, simplemente, está. Como los taxistas, que toman mate mientras esperan cada arribo, que es programado y escaso. No llegan muchos micros a esta localidad entrerriana, apenas vienen de Paraná, del pueblo costero anterior Santa Elena, de San José de Feliciano en el norte centro de Entre Ríos, de Sauce (lugar correntino), y dos veces por día de Concordia. Ningún gran micro llega, todos simples, los más sin aire y sin estridencias tecnológicas. Gracias que llegan, entenderé más luego en mi estadía.
Un bar donde el calor sobrepasa todo lo imaginado, una sala de espera de dos por dos, y una oficina de informes generales sobre transporte, es todo lo que hay en la terminal. Y, lo dicho ya, la biblioteca popular, con su resplandeciente poster y un librito a la vista titulado “Historia de La Paz”.
Las mañanas son agradables en esta ciudad pueblo, pero las tardes son imprescindibles. Y mucho más al pie del río Paraná, caminando por la costanera, una vereda de piso de ladrillos opacos que termina en unos leves acantilados, donde los pescadores aficionados de la ciudad vienen entre las seis y las ocho a buscar lo que vender, y en muchos casos lo que comer. Otros corren uniformados en joggings, sudando voluntariamente el sudor que no les llevó la térmica sofocante del día transcurrido. Pasan charlando entre sí, o concentrados si van solos, pasan sin prestar atención a los que se bañan en la playita que tiene La Paz. Sobre todo los niños, siempre predispuestos a meterse en donde haya agua para agitar. Las señoras toman sol en maya, acompañadas por hijas, o nueras, o vecinas, hablando vaya a sabe de qué cosas, aunque seguramente será cuestión local y cotidiana.
La costa tiene dos cosas maravillosas, al menos para quien escribe estas impresiones. Tiene un puerto pequeño pero accesible; uno puede llegar hasta el agua misma, de cara a los dos o tres barcos pesqueros, al costado de la barraca que es depósito para mercancías y demás cosas que se bajen con la única grúa, que está al alcance de la mano como las del Puerto Madero, pero que tiene trabajo que hacer y no es decorar la vista de los cogotudos que almuerzan en aquel espacio público robado para la exclusividad de un puñado.
Lo otro que posee este fragmento de la ciudad es lo que falta en muchísimos lados: un bar en el puerto. Pero ahí, verdaderamente en el puerto, no a cientos de metros, ni ajeno a los aromas portuarios, a sus ritmos. De frente a la corriente que empuja para el sur están los que se sientan a tomar una cerveza, o un fernet, o una caña, o un licor. Como los dos viejos que miraban pasar la marea en la tarde en que yo entré, fascinado, a tomar un aperitivo. Sin hablar, porque nunca se dijeron nada en cuarenta minutos.
El catamarán hace los paseos para los turistas, cargado de cámaras de fotos para inmortalizar no sé bien que cosa, porque lo mejor es estar en tierra para aprehender lo mejor de La Paz. Desde la barandita solo se puede captar un montón de gente arrimada a la costa, pero es justo en la playa donde se puede saber qué están diciendo los que viven camino arriba. El catamarán arruina un poco ese puerto. Los barcos de travesía siempre molestan en las zonas portuarias, como los cruceros, tan grandes, tan vanos, tan torpes en su lento nadar.
Son como fantasmas, tienen una frecuencia espaciada, que se mueve al ritmo de la vida del lugar. Casi como si no estuvieran, uno se olvida de su ruido largo rato, hasta que de pronto surgen desde los márgenes, y siguen su camino, luego de su insignificante intromisión, que casi no es tal. Hablo de los dos colectivos de La Paz que férreamente y burocráticamente son el 1 y el 2. No tomé ninguno, no necesité nunca ir de punta a punta de la ciudad, por lo que caminé todo lo que quise recorrer.
Ya lo había visto en otros pueblos, y en La Paz se vuelve a mostrar con potencia: Entre Ríos tiene una religiosidad marcada. Cada región conserva como una barricada sus actos de fe, su iglesia patrona, su tradición de creer en Dios y de sucumbir ante la imagen que de El le entrega Roma. La bandera amarilla flamea palmo a palmo con la de Belgrano. En la iglesia de Nuestra Sagrada Señora y en el Círculo Católico de Obreros, con su sede a la vuelta de la plaza.
Suenan las campanas entre las penumbras que van ganando las calles y sus portales abiertos de par en par, que van oscureciendo las facciones de los que chupan su bombilla en una hamaca junto al árbol de la vereda. Largos minutos suenan. La misa de la tarde se llena de vecinos, sobre todo vecinas mayores, pero también un buen número de muchachos que escuchan las palabras, que en el jardín lindero a la iglesia, les habla un joven sacerdote.
Yo entré para admirar la arquitectura pero me quedé observando la misa, su ambiente, su forma de ser, más bien la forma de ser de los que allí llegan tarde a tarde. Puntualmente cuando el sol ya solo está a unos metros del Paraná. Posar mi mirada intermitente, con prudencia, en el acto de confesión que realiza un vecino, arrodillado ante el cura que lo absuelve, con seguridad después de algún rezo, de alguna acción bondadosa encargada en castigo y reprimenda.
Lo que dije de la costanera no alcanza. Debo enmarcar ahora, con mayor énfasis, cómo es en los atardeceres. Es sencillamente hermosa. Como es precioso el momento de estar allí cuando el día se encamina a la noche, la luz que no tuve demasiado interés en ver en las fantasías de Victoria, la presencié en el crepúsculo de La Paz. No es blanca ni extraterrestre, no se convulsiona ni vuela a velocidad estremecedora. Más bien es lerda en sus movimientos, y se sabe dónde quiere ir; abajo del agua si nos dejamos engañar por la vista y la ignorancia. En ese trayecto que hace regala un espejo amarillo y refulgente, que ciega pero a su vez no impide contemplar las aguas en llamas, y que buscan alcanzar los botes de los lugareños, cuando justo están regresando con algún Dorado medio muerto y derrotado.
Un cuarto de hora dura esta puesta en escena de la naturaleza. No mucho más. Hasta que solo queda una claridad que se va apagando, como la cola de un cometa a su paso.
El atardecer junto a las aguas paranaenses de La Paz ya devuelve la fatiga de los viajes extensos, los transbordos rebuscados, las esperas a merced del calor.