viernes, 16 de enero de 2009

NOVENTA Y DOS

Parece que está haciendo demasiado frío para las cucarachas de mi cocina. Hace rato que no aparecen, y eso que hace rato también que no hago una limpieza profunda. Deben de estar invernando.
Una cortina de niebla. Yo estoy bien. Un diálogo inoportuno con un borracho que sale de su trabajo, a dos cuadras del mío, y se vuelve a su pueblo, San Vicente. Exhala un tufo a cerveza que rebota en la nuca del gordo mugriento que viaja sentado adelante nuestro. Me habla de su idiota vida. No sé qué problema con un pibe de su barrio que se propasa con la señora; dice que lo amenaza y no escarmienta, que lo agarró a piñas y no para de coquetear con la mujer. Si lo conociera hace diez minutos más le diría que ese pendejo no histeriquea con su mujer, sino que se la acomoda cuando él está trabajando acá en la gloriosa Buenos Aires. Y por eso es que se arriesga a las golpizas.
Yo intento dormir. La niebla sigue. El borracho hace algún comentario cada tres cuadras, que yo no escucho, o no le presto atención. Pero como todo persistente desestima mi indiferencia.
El verde colectivo va pasando barrios y la tarde avanza hacia la noche. Después habla por celular con su mujer para avisarle a qué hora llegará; el gesto típico del perfecto y aplicado carnudo. Avisa el muy infeliz.
Por fin mi sueño puede más que la parla del tipo. Creo que también se queda dormido.
En la estación Lanus se para y sin saludarme se baja. Allá va la bolsa de cuernos, cruzando la avenida Irigoyen, a meterse en un bar a tomar otra cerveza. Cuando llegue a San Vicente va a estar tan mamado que el pibe, además de curtirle la mujer, lo va a desvirgar a él.
Yo cruzo las vías del tren y encaro para casa. Donde la estufa prendida me va a sacar la escarcha del cuello, pero a fin del bimestre me va a extirpar buen pedazo del sueldo. ¡No sé cómo mierda hay gente que prefiere el invierno!

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