La rubia es alta y está sentada cruzada de piernas, de frente al ventanal que da a la avenida. Tiene una minifalda de jeans, un corpiño negro y unos zapatos sin taco color negro también. El pelo entre los rulos y las ondulaciones, no parece ser teñido. Hay en la mesa un teléfono celular de los que tienen tapita y unas llaves. Gesticula mientras habla y veo que tiene las uñas pintadas de color granate. Es deliciosa para hablar, como cuidando cada palabra, no queriendo causar una mala imagen. Está seduciendo claramente. Aunque esa parte ya parece haber pasado con total éxito en el lugar de donde vienen. Son las seis y media de un domingo cualquiera.
Él es negro. Tiene la cabeza rapada a cero. Camisa blanca con unos filetes amarillentos que la cruzan como bandas delgadas. Pantalón de jeans y unos de esos calzados de cuero negro que está entre la chancleta de entre casa y lo moderno de la última salida informal. Habla con mucho seguridad aunque no diga más que trivialidades, tiene las llaves del coche en la mano y juega con ellas. El acento no es de este país, más bien parece centroamericano. No es portuñol.
Ahora habla de su hija, la cual vive con la madre. Porque él está separado y, parece, en malos términos. Tiene un diálogo pausado, muy meditado y con un aire a confesión de víctima reconocida como tal. Antes vivía en Lomas, se mudó a la calle Luján en Lanus hace un par de meses.
Las rubia escucha todo el monólogo atenta y complacientemente, dispuesta a dar por cierta cada palabra, cada análisis, cada sensación que le presente su compañero.
La charla es como una reunión entre dos amigos del secundario que se vuelven a ver después de diez años, y en un momento de tristeza y desesperanza tal que la franqueza es la única posibilidad de relación. Cosa que no sirve mucho al momento de planear terminar en una cama. Cosa que claramente quieren los dos. Lo cual me hace irritar de sobremanera, porque me fastidia la perdida de tiempo inútilmente.
Ahora hablan de cómo se comporta el argentino en el boliche bailable (increíble tema de conversación para tal circunstancia).
El negro no es argentino, se sabía pero ahora está confirmado. Dice que el hombre de este lado del mundo trata muy mal a la mujer cuando se relacionan en una discoteca. Da cátedra de cómo debe ser el macho en su conquista de la hembra.
No sé si la tendrá clara pero a la rubia se la ganó.
Ahora con respecto a la tesis del maltrato masculino en los boliches, es una realidad que tiene otra realidad paralela que la genera. La mujer argentina, y mejor es la mujer de Buenos Aires, es altanera, pedante y antipática. Solo simpática cuando quiere. Y no es educada. En el interior las mujeres son mejores, son macanudas, son dadas a dirigirle la palabra a quien les va a hablar, y esto independientemente de que le dé bola o no en última instancia. Nunca pasará en algún lugar de las provincias que un hombre le hable a una mujer y ésta mire la pared indiferentemente. Entregando “eso” como su respuesta a la propuesta de relación. Y “eso” es sumamente desagradable, pedante, altanero, y maleducado. Y “eso” jamás lo vi en otro lugar que no fuera Buenos Aires y su órbita de dominio.
Una vez, en Brasil, intenté avanzar a una mujer gaúcha y fracasé por completo. Pero lo hice con mucha dulzura. Me trato tan bien, me dedicó un rato de su tiempo aunque yo no fuera su muchacho elegido. Fue educada, amable en el corte de rostro. Solo guardo un buen recuerdo de esa chica que me dijo que no.
En algún boliche de la capital federal me han maltratado innecesariamente. Porque no soy un pesado. Nunca lo fui, siempre entendí un no. No es mi estilo ser plomo. Pero a más de una la hubiera empujado del balcón que da a la pista por ser tan despreciativa.
Recuerdo que en un lugar que no voy a mencionar pasó esto: “¿Hola, cómo te llamás?”. “No me llamo”.
¿No es justo denunciar la mala educación?
martes, 13 de enero de 2009
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