Cuando el pibe llegó a la plaza eran las siete y diez de la mañana. No era cualquier día, era sábado y eso fue producto de una elección meditada bajo el imperio de la desconfianza. Ezequiel luego de aquella reunión tensa supo que no serían buenas noticias lo que hallaría en el turno del ruso, por eso eligió ir un sábado. Sabía que era el día de más trabajo y que era una buena medida de cómo andaba la venta de vueltas de todo el turno mañana proyectándolo luego al resto de la semana.
El ruso no estaba en la casilla expendedora y tampoco en el lugar de salida de los ómnibus, no había llegado o estaba ausente circunstancialmente. Según le dijo el chofer, Amir se encontraba negociando un pase especial con los dueños de un hotel cercano. No supo o no quiso decirle cuál.
El pibe utilizó su propia llave para abrir la cabina y entró bajo la mirada intimidante del empleado conductor, quien nada podía hacer si el otro dueño del negocio quería husmear y hacer uso de las instalaciones. Igual no vaciló en decirle que todo estaba en orden y que el ruso llegaría de un momento a otro y abriría la ventanilla de venta. Ezequiel miró al tipo entre sorprendido y enojado, más lo segundo que los primero. Sobre todo porque empezaba a pensar en las consecuencias de enfrentar a su socio por la noche. Ya sabía que la cosa iba muy bien por las mañanas y que él no recibía nada de esta bienandanza.
Buscó y revisó los papeles del escritorio pero no descubrió nada decisivo. Salió y cerró con llave, luego fue hasta donde el chofer y le dijo que se iba hasta su hora de tomar el turno. Cuando el empleado le preguntó si decía algo al encargado de la mañana, contestó que no, que él arreglaría cuentas personalmente más tarde. Usó un tono amenazador y lo hizo adrede, con la intención de que el mismo llegara así a los oídos de su futuro ex socio.
La mañana siguiente fue a si cita dominical de costumbre. Para su sorpresa al llegar a la pensión esperó el rato de siempre y más, y otro tiempo más. Nunca salió nadie. No le dio demasiada importancia al asunto y volvió hacia el centro por la avenida costanera; en todo el trayecto no hizo más que mirar el mar y pensar qué haría con su socio. O más bien cómo haría para destapar su engaño. Sabía perfectamente que una acusación frontal era para una pelea frontal, cosa que no lo asustaba en verdad. Pero también insinuar desconfianza era tirar alcohol a un fuego tranquilo por el momento. No le quedaba otra que insistir con intercambiar los turnos, esto con el fin de que el ruso, acorralado, volviera a jugar el juego con limpieza. Sabía que era tener demasiada fe en alguien que no era precisamente un religioso. Era la mejor opción, pero seguía preguntándose qué haría si su socio persistiera con su firme negativa a tal pedido, ahí casi no quedarían alternativas más que permitir la desigual repartición hasta el fin de la temporada, o encarar los hechos con la brusquedad que resultara de ello. Lo primero es algo que sabía jamás haría. Rogó en el horizonte del agua que Amir Chenko bajara la guardia una vez en la vida.
Al llegar a la avenida Luro recapacitó sobre la extrañeza de no hallar a la prostituta. Imaginó posibles razones para la ausencia y se tranquilizó ante malas intuiciones, prefirió pensar en caprichos de mujer que en accidentes y episodios desagradables. Después de todo guardaba un afecto por aquella mujer.
Ya había desayunado pero como faltaban un par de horas para ir a cubrir su turno encaró para su pieza con la idea de echarse una buena masturbación que le sacara la frustración del día. Subió las escaleras del edificio acariciándose el bulto prominente que se le hacía en el pantalón. No iba pensando en su Silvana de cada domingo, sino en una de las camareras del café Molinzuar, en la calle Colón. Siempre le había gustado esa moza. Alguna vez intentó cambiar unas palabras de galán pero se topó con la frialdad de la muchacha, y con una terminante aclaración de que tenía novio y no necesitaba cambiarlo. Desde ese día solo le hablaba en el colchón de su pieza, cuando se la imaginaba desnuda y complaciente.
Abrió la puerta de su pieza y allí vio, parada frente a él, a la prostituta. Desnuda y con un revolver calibre treinta y ocho en la mano; agitaba la mano libre y amenazaba con matarse si se acercaba, mientras lloraba sin mucha convicción. Ezequiel se adelantó igual hacia ella dejando la puerta abierta detrás de sí. La muchacha lo miraba con una mezcla de lástima y arrepentimiento. El pibe percibió esa mirada y entrecerró levemente los ojos en un gesto que significaba la pregunta obligada: por qué.
Entre que abrió la puerta, avanzó hacia ella y se dio vuelta, pasaron veinte, quizá treinta segundos. Esto fue lo que le llevó al ruso quitar el anzuelo a la caña de pescar que colgaba de la puerta y clavárselo en el ojo con una precisión asesina. El chico retrocedió gritando palabras sin sentido y cayó sobre la cama, donde la prostituta le dio un beso en la boca y le pidió perdón como si fuera solo porque lo quiso un guión imaginario. El matón caminó hasta él y le apoyó la almohada sobre la cara llena de sangre, dejando caer el peso de su cuerpo sobre ella. Mientras el socio daba sus últimos respiros ordenó a la puta cerrar la puerta con llave y sacar las maletas del ropero.
El asesino se paró en la puerta misma del casino central y allí paró un taxi como si fuera el más vulgar de los veraneantes. Con un gesto le hizo ver al taxista que tenía unas valijas que cargar en el baúl; eran dos, una más grande y otra de hombro. La de mayor capacidad era la más pesada, en esa puso el cuerpo de su ex socio, un verdadero saco de huesos astillados. Cosa que tuvo que hacer para que entrara sin dejar bultos sobresalientes que llamaran la atención, como también debió tomarse el trabajo de envolverlo con dos frazadas que absorbieran la mayor cantidad de sangre, el resto lo hizo la estupenda calidad de la marca Sansonite.
En el bolso de hombro metió varias bolsas de consorcio, una pala de campamento, una linterna, un hacha, y dos cuchillos rectangulares de carnicería, con su correspondiente afilador.
El coche tenía el tanque de gas en la baulera lo cual disminuía su espacio, por eso los instrumentos para completar la tarea fueron ocultos y el cadáver viajó en el asiento de atrás, mientras que sentado junto al chofer el asesino le marcó la dirección sur. Por la avenida Peralta Ramos bordeando el mar, le pidió.
En el trayecto, que fue de media hora, el conductor mantuvo constante un diálogo que a su acompañante le era vital llevar por lugares normales. Inventó una visita turística a la ciudad feliz, un arribo minutos antes de tomar el taxi, y un alojamiento en casa de amigos, en el barrio San Jacinto. Hacia allí iban.
Marcelo, nombre del chofer, le habló del clima en la ciudad en la última semana y de la cantidad de cosas que podría hacer en la estadía. Le indicó cada uno de los balnearios desde Camet hasta La Serena, deteniéndose en el llamado La Caseta, ya que este era el que lindaba con el lugar donde el supuesto visitante se iba a hospedar. Le dijo que el tradicional Aquarium ya no funcionaba y le describió la belleza natural de la Sierra de los Padres; lo invitó a darse una vuelta por el parque Camet si era amante de la naturaleza, y lo puso sobre aviso del alquiler de caballos en el bosque Peralta Ramos.
El sepulturero prestaba atención con cara de asombro y agradecía con ampulosos ademanes y exclamaciones. Pasar por un turista más era importante para su seguridad. No obstante lo normal de la situación, rogó interiormente por no cruzarse con alguna patrulla costera, sabía bien cómo tejen su telaraña los investigadores de homicidios.
A poco de pasar el faro se dio cuenta que aún no había precisado el lugar al taxista, quien en cualquier momento le preguntaría dónde lo dejaba exactamente. Y esto era un problema, ya que no se vería normal pedirle bajar a las once de la noche, en medio de la ruta hacia Miramar, ni con el pretexto de continuar desde allí a pie hasta la casa de sus amigos. No a esa hora, no con una valija y un bolso menor. Decidió improvisar.
Cuando vio el cartel que marcaba el barrio, y justo cuando Marcelo le consultaba qué hacer, le marcó doblar a la derecha en la siguiente salida. Siguieron dos cuadras por el camino de tierra y en la puerta de un chalet con la luz prendida lo hizo parar. Se bajó apoyando la valija sobre la calle y esperó que el taxista sacara la otra del baúl. Mientras tanto simuló ir y tocar la puerta en aquella desconocida casa. Le pagó el viaje con un billete grande y esperó el vuelto para hacer la escena bien cotidiana. Marcelo se ofreció esperar hasta que lo salieran a recibir, pero él le dijo que ya lo habían escuchado y le habían pedido aguardar unos instantes. Lo instó a regresar al centro para atender a otros turistas como lo hiciera a él. La salida con caballerosidad surtió efecto. El chofer se despidió deseándole buena estadía y agradables días de playa.
El criminal se puso a desandar las cuadras hechas de más no sin un poco de fastidio por el contratiempo no pensado de antemano. Además del pesado cadáver que lo acompañaba.
Al llegar a la ruta se detuvo unos metros antes de la banquina, no quería ser visto por los conductores que pasaban en una y otra dirección. Esto lo hizo para aguardar que hubiera una pausa en el tráfico. Ésta llegó y pudo cruzar el asfalto caminando lo más rápido que el sobrepeso le permitía.
Una nueva imprudencia le oprimió el corazón durante un instante. Se encontró parado ante la entrada del parador La Caseta, en medio de una creciente oscuridad e iluminado por una atenta luna, como si ésta fuera manejada por un iluminador de teatro y él el actor principal. Pensó lo mucho que dejaría a las investigaciones si ese iluminador fuera el sereno del balneario y lo hubiera visto, con dos valijas a poco de la medianoche. Entonces apuró el paso hasta casi correr hacia el costado de los dos pilares de cemento que indicaban el nombre del lugar. Fue bordeando la ruta pegado al alambrado, agachado para evitar la molestia del roce con la vegetación que sobresalía. Y una vez que se alejó lo suficiente de la entrada hizo pasar la valija más pesada por debajo de los alambres de púa; arrojó la otra por arriba y pasó él por entre los hilos de metal, con mucho cuidado.
Adentro ya de la propiedad caminó unos cuantos metros para estar a salvo de la vista inoportuna de algún conductor. La vegetación era lo suficientemente espesa para ocultarlo, por cierto que tuvo que lidiar con la enramada irregular que le pinchaba la piel al contacto, y con la cacería que empezaron los mosquitos. Quería terminar tan rápido con el trámite que no le prestó atención a esas incomodidades.
Antes de llegar al lugar donde empezaba la playa se detuvo viendo si el paraje era el conveniente. Sí lo era. Encontró un buen claro entre ese pequeño bosque de plantas y pastos crecidos sin cuidado alguno, no muy grande ni tan pequeño. Tenía el tamaño preciso para poder cavar con comodidad y sería muy poco transitado, más bien intransitado. Apoyó los bultos y prendió un cigarrillo, sacó una petaca de licor Mariposa que tiró sobre un montículo de tierra, como pidiéndole aguardarlo allí un rato.
En medio de la creciente noche se escuchaba el ir y venir del agua salada, desde allí no veía el mar pero podía aspirarlo si inhalaba profundamente. El frescor del rocío le bajaba un poco el calor que la expectativa de acabar con aquello le ponía en los brazos y piernas. De tanto en tanto oía los coches pasar por la ruta, y luego de un tiempo ya podía saber cuáles pasaban a gran velocidad y cuáles iban más prudentes. No era aconsejable quedarse sentado sobre una de las valijas en actitud contemplativa, pero sintió la necesidad de hacerlo para poder empezar con su tarea. Debía relajarse y recuperar la calma si quería que todo fuera bien y sin descuidos. Así que fumó y bebió licor mirando esa luna redonda que vino a ayudarlo en el asunto, como si Luzbel estuviera junto a él, alumbrándole el lugar con una linterna, como diciéndole terminá que después me hago cargo yo. No pudo ver un ángel en esa blancura, o no quiso.
Terminó el Marlboro y apoyó la pequeña botella otra vez en el montículo. Sacó la pala del bolso de hombro y miró la valija fijamente, la observó midiendo algún movimiento, deseando el trabajo de algún músculo. No había más que resignación en esa vida apoyada en la tierra. Y huesos rotos. Con miles de astillas, como el telgopor juguete de un cachorro. Eso pensó, tengo que enterrar un telgopor deshecho, eso es todo. A qué seguir dando vueltas.
Pero de repente estalló en carcajadas ruidosas y luego en gritos roncos: “¡Tenías que aceptar cómo eran las cosas y listo infeliz!”. Golpeaba el cuerpo desmadrado en el piso y rugía como un león ofuscado: “¡Era cuestión de agarrar tu parte y callar la maldita boca!”. Y volvía a darle con la pala en lo que quedaba del cráneo.
Pasaron intensos minutos antes que el aire volviera al reposo. Arrojó la pala sobre el cadáver y tomó la botella para terminar con el licor en ella. Levantó la cabeza y volcó el alcohol en su boca como si lo hiciera sobre un embudo, manchándose la camisa con ebriedad. Lanzó la petaca al sobresaliente techo de una carpa balnearia y levantó la pala. Comenzó a cavar.
Excavó durante una hora y media sin detenerse. Entre paladas de tierra hablaba al muerto como en un diálogo donde uno habla y el otro calla, escuchando atentamente. Continuaba recriminándole su tozudez y le hacía ver, señalándole con la cabeza el naciente foso, cómo habían terminado las cosas. Una madre explicando al hijo por qué no iría a jugar con sus amigos después de comer.
A las tres de la madrugada el paisaje en aquel lugar era el de un sepulturero llegando al fin de su obra. El cadáver ya no podía ver a su asesino quien ya se hallaba metido por completo en un pozo, solo apreciaba el rítmico ir y venir de la pala, como una catapulta de tierra. La distancia entre ellos ya era total y absoluta, ya no se dirigían la palabra. La muerte y la vida ya se encontraban kilómetros de distancia la una de la otra.
El hombre tiró la pala hacia fuera y trepó a la superficie. No sin un poco de trabajo empujó el cuerpo al agujero y vio cómo caía sin hacer gran ruido. Ausente ya todo decoro tomó el hacha que había llevado y saltó sobre la bolsa ósea. Primero se secó el sudor en la camisa, al hacerlo le llegó una reminiscencia del licor volcado en ella que pareció volverlo más decidido. Comenzó a trozar lo que quedaba de aquel cuerpo. De cada brazo hizo cuatro, de cada pierna hizo seis, del tronco una familia de pedazos de carne. Separó la cabeza de un solo golpe y trabajó en ella con verdadera saña; priorizando la boca a la que le quitó todos los dientes a culatazos de hacha, en un intento de borrar de su memoria las palabras que hablara. El ojo izquierdo lo sacó de cuajo perdiéndolo por entre las ahora múltiples extremidades. Al ojo derecho lo dejó en su lugar, lo dejó mirar todo, creyendo que así se daría cuenta su dueño lo que había producido su rigidez.
Cuando salió del foso podía ver las intenciones de amanecer que tenía el nuevo día. Sería un nuevo fin de semana atestado de turistas de paso, esos que llegan para pasar un par de días antes de volver a su chota vida en la gran ciudad. Como si acá la mierda no fuera parte de la vida, murmuró mientras empezaba a tapar el hoyo. Fueron unas palabras carentes de sentido para los necios.
Echaba tierra al agujero y reía sin emitir sonido. Imaginaba la cercana playa cuando progresaran las horas, atestada de idiotas quemando sus ideas al sol, sin saber que la muerte está siempre cerca. Y en aquel lugar más que nunca.
De regalo le dejó el hacha, la pala, los cuchillos, y la linterna. Terminó de tapar la tumba con las manos.
En algún lugar haría su faena un gallo cuando la forma del lugar volvió a ser la que fuera al empezar la noche. Una casi imperceptible irregularidad en la tierra era todo lo que quedaba por rastro; se vio orgulloso de haber hecho tan buen trabajo, nunca antes había enterrado a alguien. Ahora sabía cómo hacerlo llegada una nueva ocasión. Metió el bolso dentro de la valija y se fue del lugar rumbo a la playa. Los resplandores del amanecer no podían denunciarlo todavía, además no creía que alguien hubiera por allí a esa hora. Era muy temprano para los trabajos de acondicionamiento de los trabajadores del balneario. Apoyó la valija única sobre la arena y la prendió fuego, las llamas tardaron un poco en derrotar al viento pero lo lograron. Se quitó la camisa transpirada y sanguinolenta y alimentó el calor de la hoguera. Se alejó sin mirar por la orilla del océano Atlántico. Cuando llegó al faro hizo cálculos de lo que sería el trabajo ese fin de semana. Intuyó las cenizas.
viernes, 16 de enero de 2009
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