viernes, 16 de enero de 2009

CIENTO DIECISIETE

Hay un poco de día ya. Lo suficiente como para saber que me tengo que levantar para arrancar. Como siempre me salgo de debajo de la sábana, apoyo los pies descalzos en la madera del parquet, y miro la puerta que da al patio. Apago el despertador y agarro los lentes, el pantalón, el líquido limpia cristales, y me voy para el baño. Sujetando todo al borde de caer.
Me miro en el espejo, los pelos parados como Sid Vicius, el calzoncillo manso, a esa hora tengo el pene en tamaño chico. Porque yo tengo cuatro medidas de pito, como cuatro situaciones que varían según mi mente. A veces lo tengo tamaño “casi ausente”, y es como un diminuto pedacito, esas son las menos y no tiene que ve con el frío, como podría suponerse. La otra medida, la mayor parte del tiempo, es la de “chico”. Que es la típica del reposo, de la conciencia puesta en otra cosa. Esa es la de todos los hombres sacando los adolescentes. Una tercer es la “intermedia”, y es como una promesa de buenos futuros, es un instante en el que una mujer tiene la esperanza intacta, puede intuir el final de la crecida pero no sabe hasta que nube llega. Incluso puede fantasear con un sobrepaso de la capa de ozono. Este tamaño es producto de alguna fotografía osada, una charla sobre sexo, un video clip de teléfono celular, una esporádica actitud testosteronal. Algo así como un par de cachetazos al ratón emprendedor. Por último está la “máxima expresión”, esto al margen de cuán máxima sea. Es un decir. Acá ya estamos hablando de estado puro de excitación, de necesidad de sexo, de presente sin pasado ni implicancias a futuro. Es ahora y si puede ser aquí mismo, en la cama o en el suelo.
Decía que me miro en el espejo. Luego me lavo la cara con agua fría y me pongo la remera. Me lavo los dientes. Me embadurno el pelo con gel, eso ahora que lo tengo corto, cuando va creciendo no uso esa pegajosa pasta incolora. Hago pis. Me pongo los pantalones y limpio los cristales de los anteojos. Levanto la toalla que dejé tirada ayer a la noche cuando me bañé. Voy a la cocina, donde dos o tres cucarachas o lo que fueren, corren de un lado a otro, y le pongo comida a la gata, que hace como quince minutos que maúlla hinchándome las bolas.
Se ve que va a hacer calor. Salgo a la desierta calle, apenas alguno pasa en bicicleta, o el camión de la basura gira juntando la caca de los objetos burgueses. Subo el diario que no debe tener buenas noticias, nos debe decir las mismas cosas de siempre. No tengo tiempo de leer la bosta de la sección política y actualidad, así que salto por breves segundos hasta los deportes, para ver si mi equipo contrató a algún nuevo jugador, o si vendió alguno de los malos que tiene. Pateo las seis cuadras hasta la parada atestada de gente de la estación Lanas. Cuando bajo de la escalinata que cruza las vías, hago el acto diario de mirar a la virgen, y como siempre, siento pena. Algún mamado que la usa de sostén me mira sin entender adónde voy tan firme y decidido.
Tengo dos viajes. Uno hasta la barriada de los últimos días, y de allí hasta el sótano que me da la plata para subsistir.
Mañana será más o menos lo mismo. Puede cambiar la intensidad de la claridad del amanecer, o los pelos pueden estar menos erguidos, o mi pene puede estar en la tercera medida.
En realidad es mejor narrar mis tardes y mis noches que mis mañanas.

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