viernes, 9 de enero de 2009

CUARENTA Y SIETE

Baja el sol y se aplaca el infierno que fue hoy la ciudad de Lanus. Creo que alguien exclamó algo de 38º y no sé qué horno de térmica.
Volviendo del trabajo el aire caliente nos manosea a todos en el colectivo sucio que se queja cada vez que le meten un cambio. Los que van sentados en los asientos de atrás llueven sudor y dejan su humedad en el respaldo de cuero al bajarse. Todos están avisados del calor que allí hace pero el cansancio es más potente, se decide sentarse a la hoguera igual.
Yo estoy en el medio del colectivo, hago equilibrio para no agarrar el polvo que cubre el cuero de cada asiento, el caño está igual de mugriento y encima pegajoso por tanta mano transpirada de obrero de la construcción. Las ventanillas abiertas suponen un alivio pero solo hacen entrar un vaho cálido y la humareda negra de la combustión del vehículo que acelera al costado del bondi. Que cada vez que arranca al salir de un semáforo achica la visibilidad en algunos instantes, hasta el despejarse el smog.
El trayecto es una compañía masisa de cemento gris, calles y calles sin un espacio verde donde se pueda respirar, urbanidad máxima al servicio de la comunidad. Ni por casualidad se llega a escuchar algún canto de pájaro, o una chicharra, o el choque de alas de una bandada. Todo es una compacta orquesta de percusión sin ninguna melodía. Una mala zapada de tambores, redoblantes, y bongós, más trompetas desafinadas, como juguetes de niños malcriados y pudientes. Como aditivo el olor a transpiración de los albañiles.
Una mole de rutina fea, malolienta y contaminante. Una ciudad fugitiva de la madre naturaleza. Unas gentes indiferentes al placer de respirar profundamente. Todos soñando con irse a otro lugar cuando toque vacacionar.
La ciudad que es una cápsula de gasoil. El loft de un linyera.

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