lunes, 18 de junio de 2012

TRESCIENTOS CUARENTA Y NUEVE

El error me pesigue, como el día a la luna lenta y rebelde, que no se quiere ir de una vez. No soy bueno para casi nada, y lo único que tengo de certeza es una simpatía por esa luna testaruda para abandonar ese lugar que ya no le pertenece. ¿Será que soy yo el que persigo al error? Sin la suerte de que mis yerros acierten a esquivar mi persecusión. El amor también me persigue, pero vaya a saber para qué. Porque cuando me arrastro lo más cansinamente para que hasta la quietud pueda alcanzarme, solo se viene para pararse ante mí y mirarme sin decir palabra alguna, sin un gesto cualquiera, que me dé una señal de mi suerte o mi desgracia, de qué hacer en ese instante crucial. ¿Será que soy yo el que debiera acosar a ese amor burlón e indeciso? La muerte me persiguió una sola vez, y me tomó del cuello, y me marcó la palabra y la cara, y el pecho, y cuanto pudo lacerar con su fría estima por el ser humano, así lo hizo. Un atardecer me soltó, yo juraría que desilusionada, enfadada por no poder tatuarme su nombre en la piel por lo que queda del tiempo todo. Ahora tengo otra relación con los otros dos perseguidores. Más cordial. Menos tensa. Aunque sigo siendo yo el que paga lo que tomamos y comemos en nuestros encuentros. Y el que paga todo lo que se rompe.

miércoles, 13 de junio de 2012

TRESCIENTOS CUARENTA Y OCHO

Yo no sabía que iba a vivir cuatro días entre tus sábanas. Que tan poco íbamos a charlar de nosotros en esta ocasión, como lo habíamos hecho el único rato que nos vimos, desde que nos miramos por única vez. Si lo hubiera sabido no hubiese pasado. Creo que en el fondo vos tenías todo planeado con suma meticulosidad, con deliciosa determinación, y yo, ajeno a tu estrategia, fui obediente hasta con el más mínimo de tus detalles. Una cadena de caprichos hirviendo de deseos, con una voluntad inquebrantable de no fundirla con besos a mil grados. Eslabón por eslabón me encadenaste a tus piernas interminables en la madrugada del viernes; a tus brazos infranqueables en la noche tardía del sábado; a tus labios impostergables en todo el anochecer del domingo. Lo que hicimos el lunes nos hubiese echado de cualquier bacanal. Pensar que yo te iba a proponer que hiciéramos el amor un día de estos.