sábado, 22 de octubre de 2011

TRESCIENTOS VEINTINUEVE

El problema de las distancias no es siempre el problema del transporte. Para el Domingo Faustino la distancia, la extensión, el largo aliento era lo que mataba el desarrollo de la República.
Eso no en el siglo pasado, sino en el anterior.
Ya en el que nací yo, el tema de las lejanías estaba bastante solucionado, y el país era un todo bien delimitado, y obedecido por sus gentes.
Pero el problema de la distancia no es siempre el problema del transporte. El avión que se llevó a mi hermana hacia el sur inabarcable, no se interesó mucho por las dificultades pasadas por conquistar la Tierra del Fuego; allá por 1986 la noticia de su partida llegó como una inesperada enfermedad terminal, que se presenta inevitable, empecinada pese a nuestros gritos, frustraciones y anhelos.
Cada quien se hunde en la tristeza a su modo. Hay tantas maneras como almas tristes en pena. El viejo Sergio Rodriguez, un hombre de campo que vivió toda su vida en la ciudad, lo hizo a su modo: "Mejor criar chanchos", sentenció serio, y con aire de superado.
Sandra Rodriguez se fue igual. Él no fue al aeropuerto.

TRESCIENTOS VEINTIOCHO

Es una ironía muy fuerte que este cuaderno se llame gloria. De acá lo que se ve son los techos de los colectivos, los coches pasar a toda velocidad por la avenida, rumbo al norte. No sé si para allá estará el norte de toda esa gente desesperada.
La noche no se calla en el café de la armada, los demonios del últino día agitan en todas las mesas, patean todas las cabezas, quiere subvertir todos los órdenes que esta hora tiene al filo del lunes.
Esto es una mierda. Estoy escribiendo mierda, pura mierda. Y ser consciente de eso es peor todavía, más me acribilla el desaliento.
Nada, no dije nada que valga la pena. Todos perdimos el tiempo.
Perdón.

martes, 18 de octubre de 2011

TRESCIENTOS VEINTISIETE

Yo, que estaba solo y tranquilo en este gris silencio de jueves, de pronto fui invadido por una luz que no estaba en los planes de este día. Un fulgor que vive en una mujer, y que sale a atacar desprevenidos. Un brillo que sonríe y produce encantamientos, que le saca palidez al cielo oscuro. Una esperanza para el amor ausente de mi instante diario.

lunes, 10 de octubre de 2011

TRESCIENTOS VEINTISEIS

Es un misterio cómo llegan en cada tarde, y quizá lo sea aún más por qué lo hacen. Pero vienen cotidianamente, meticulósamente, se sientan en cualquier mesa que tenga cosas para contar. Y las cuentan, se las cuentan.
Unos whiskys comparten los diálogos, y miran por la ventana del bar cómo se va el día rumbo a las sombras de la noche. Eduardo estrangula el suyo y lo hace vomitar en su garganta irrefrenable; de a ratos regresa a sacarle esa sangre color madera que el vaso atesora a medio llenar. Los demás escuchan. Asienten. Invaden las historias del forence para consultar algo, para avisar que merecen decir algo que los deje grabados en el relato, de tanto en tanto. El profesor asiente, atiende la interrupción, y luego sigue caminando por su narración, marcando el camino donde ir, la solución que su pensamiento lúcido propone ante lo que la mesa requiere.
Humberto es una mole de paciencia y serenidad, una estampa de luchador de catch, que oculta un peleador pero de la vida y sus villanos predilectos: los años, las frustraciones, los problemas, los laberintos del azar esquivo. Viene a esta tarde como quien va al remanso, para detener un poco la contienda, unas horas. Y yo sé que seguirá de pie hasta el final. Si hubiese sido la piedra movediza de Tandil jamás se hubiese caído.
Mi amigo más añejo es un placebo para quien lo escuche. Mordaz, irónico, desafiante, provocador. En un rato destroza cualquier bajón del ánimo, y lo lleva para arriba a patadas en el traste. A frases hilarantes, a reflexiones de predicador del buena cara. Siempre llega después que los demás, o al menos suele pasar cuando yo escojo ir a revivir mi día al Vía Verona, justo cuando se va yendo la rutina de la ciudad de Lanus.
Así están. Momentos tras momentos, relatos tras relatos, risa contra risa. ¿Para qué vienen todos los días?, se preguntarán los habitantes del bar: sus sillas, sus mesas, sus vasos, los ruidos, los aromas, el murmullo de la isla vecina, Ellas. Vienen porque acá está una forma de entender la vida, llegan porque aquí se explica uno de los sentidos de todo este barullo que dura cien años. El atardecer en el Verona es el tiempo que es revancha ante lo turbio, lo triste, lo ruín.
Ellos son los custodios de ese atardecer vengador. Somos.
Por eso vienen.
Por eso venimos.

TRESCIENTOS VEINTICINCO

Lo recuerdo como una fiesta, algo que me hacía sentir en comunión con un montón de gente, que estaba contenta por algo que yo del todo bien no entendía. El viento, que me pegaba en la cara escapada por la ventanilla, me daba una euforia especial; todos esos saludos en las veredas y en las puertas, el puño en alto, la mano alzada que decía ¡adelante! Un retorno a la democracia que para mí se resumía en mucha gente feliz, cientos de banderas flameando (una en mi mano), y otros tantos colectivos escolares, surcando la noche capitalina de retorno al conurbano.
Esa frase, que con los años venideros se convertiría en un eco de cada tribuna, era para mí una realidad tangible: "La fiesta de la democracia". ¿Pero qué era la fiesta de la democracia para un chico de nueve años? Poder decidir en una elección democrática los destinos del país. Así lo había memorizado en escuchas de las conversaciones de mayores; así se lo escuchaba repetir a hombres y mujeres en comites de partido; de eso hablaba ese hombre flaco y alto, casi pelado, al que todos llamaban Patricio. El compañero Patricio. Mi compañero Patricio, como me gustaba jactarme ante las risotadas de los adultos.
Justamente en los hombros de ese líder, que siempre se mostraba amigable y dispuesto a decirme algo sin la palmadita en la cabeza (nadie más le hablaría a un pibe de nueve años, sentado frente a ese tablón con caballetes, tomando la leche con una hoz y un martillo en la pared, como guardaespaldas firmes y atildados), desde esa torre humana me mostró la historia uno de sus hitos imborrables. Una hoguera que ardía de revancha y desafío, y que no sabía aún cuánto iba a tardar en extinguirse; como esa realidad, que de tan sumergida que había estado, parecía nueva en esos primeros ochentas, todavía dolorosos ochentas.
"El compañero Herminio sabe cómo motivar al pueblo", decían los muchachos que le daban a los bombos. Y yo, que desde el techo de la multitud volaba en un aire cargado de festividad y desahogo, buscaba encajar en aquellas imágenes otras más extrañas. Como la de mi viejo anunciando peligros y calamidades en el comedor de mi casa. Sin importarle que yo abriera los ojos y mirara a mi madre, pidiendo una explicación, una confirmación, una refutación. Que, por cierto, no llegaba.
Lo recuerdo como una fiesta. Eso era para muchos y muchas. Por qué se veía así lo entendí en ese libro rojo que gritaba nunca más, varios años después de la noche de Iglesias y su cajón.

domingo, 2 de octubre de 2011

TRESCIENTOS VEINTICUATRO

Un insulto largo y musical era su respuesta favorita al acoso de los niños y adolescentes del barrio. Nunca le hizo daño a nadie, más allá de a esa aristocracia estúpida y falsa, que caminaba las calles de sus cuadras sin vestidos de Channel ni guantes de seda al atardecer. Que solo verlo le producía una sana repulsión ante la miseria ajena, amenazante sin decir ni mu.
Historias de su infancia inundaban las charlas de sobremesa al costado de la parrilla del Tano; inventadas crueldades de padrastros golpeadores, madres escapadas, y hasta el mítico estigma de ser obligado, a los tres años de edad, a beber biberones de alcohol en lugar de leche saludable.
Yo nunca supe como cierto nada de aquello. Sí he sabido gritar ese nombre colorido y desamparado a la vez, odiado por su portador, un hombre grande y errante, que humillado por una sociedad de jueces sin estrado ni toga, fue abandonado por todos los ángeles de la guardia, pero respetado y querido por algunos feriantes y todos los basureros de la ciudad de Lanus. Su ciudad triste y cotidiana.
Miles de sábados a las tres de la tarde, entre los restos de frutas y verduras como resabios de una feria que ya no viene, nos jurábamos sangre de tomates podridos, de naranjas pasadas de vida, de manzanas verdes ennegrecidas por las zanjas de eterno luto. Y entre tiro y tiro el grito acostumbrado, el desprecio más inocente de todos: unos pibes provocando al pobre Florido. Solo diciendo su nombre, vuelto en él una llaga sangrante y doliente.
¡Pero porque no te metés con la puta de tu madre, con la puta de tu madre! ¡Guacho!
Florido. El hombre más inofensivo de los viejos peligrosos de mi infancia, mucho menos que mi vecino más decente del barrio.