viernes, 16 de enero de 2009

CIENTO DOS

No es que nosotros no fuéramos de jugar a la pelota en la calle, o de salir a tocar timbres al azar para jorobar con el ring raje. Hacíamos todo eso y también juntábamos figuritas, y una muy nuestra era la maldad de ir a cazar gatos. Aunque era sencillamente ir a ponerle algún rasguño con las bolitas de los árboles y el rulero con el globo, porque eso de cazar era claramente un nombre de chicos para una marranería de chicos. Jamás agarramos un gato, y mucho menos matamos uno.
Todo eso no era lo inusual, variantes más variantes menos hacíamos lo que cualquier pibe de la época. La cosa original nuestra estaba en la Burrería de Anatole France.
Anatole France era la calle donde se había instalado un tugurio que servía de bar al paso a los colectiveros de la línea 299. En realidad no tenía pinta de bodegón de mala muerte, había buena luz, la construcción era bien firme, y los concurrentes no eran, primordialmente, borrachos y balandras de barrio bajo. Lo dicho, eran los trabajadores de la empresa que llevaba y traía gente entre Lanus y Banfield. Lógico que alguno medio jugador habría, sino no tenía sentido el negocio del lugar. Pero en general era gente normal, padres de familia cuyo mayor delito era el actuar con irresponsabilidad al ir a dejar parte de su ganancia a los caballos.
El lugar era más largo que ancho, tenía un mostrador al fondo del que se expendían algunas bebidas y una que otra comida (mucho no se le puede pedir que coma a un tipo que prefiere comprar boletos antes que empanadas). Varias mesas de esas que son marca registrada en los cafetines de antaño, piso de baldosas chiquitas de color marrón con vetas blancas. Así era el lugar básicamente.
No le recuerdo ningún nombre aunque por tradición debía tenerlo. En este país nadie pone nada sin un nombre, el nombre es asunto de Estado. Hay conciliábulos familiares, reuniones de consorcio, e investigaciones cotidianas de mercado para elegir el nombre. Cuando alguien va a poner algún negocio se metió en un lío tremendo, por el nombre claro. La plata, la inversión, los impuestos, y demás asuntos, están todos más claros de antemano.
A éste lo dejamos en La Burrería o el Lugar de los Burros, o La Máquina de los Burros, a secas. Todos valían para decirnos entre nosotros, borregos de trece años, dónde nos íbamos a ver en la tarde noche.
Para Arcadio Tomasso, el tahúr de La Plata, estos sitios clandestinos tenían más vitalidad que las agencias oficiales. Nunca más que el hipódromo, por supuesto. Pero entre lugares donde la carrera era como de dibujos animados por televisión, sin ver al pura sangre en carne y hueso, entre esos el viejo le daba un sabor especial a los boliches de barrio, donde el pagador estaba ahí, a la vista de todos, sin reja de por medio y sin boletitas molestas. “Ponele dos pesos al ocho”, y listo. Si gana me devuelve tanto y san se acabó. Así era La Burrería.
Generalmente el primero en llegar era yo. Salía de la escuela y al volver me quedaba ahí, o si iba a casa era para dejar la carpeta y regresar a mano limpia a los burros. Después podían llegar Fernando, Eugenio y Cristian. Los tres o dos, o alguno de los tres, pero siempre alguien caía, yo rara vez estaba solo. Esto, por supuesto, además de los muchachos de la empresa de transportes 9 de julio. El lugar nunca estaba con el tomador de apuestas y nadie más.
El del fajo. Así era llamado el petiso de pelo negro y labios gruesos que manejaba la máquina y levantaba los pálpitos. Estaba sentado al lado del aparato con una mano en los controles y la otra sujetando el pilón de billetes que servía de Banca. Nunca le faltaba un vaso de algo sobre la mesa, pero no era jamás alcohol, un agua, una gaseosa, pero no se permitía beber nada con graduación. Esto debía ser orden de los dueños del curro, porque el tipo que atendía no era el capitalista inversor, sino un pinche que mantenía el culo apoyado en la silla desde temprano en la tarde hasta la medianoche.
La operación era así. En la pantalla, que eran dos, una arriba y otra abajo, aparecía la grilla de partida, la imagen de todos los caballos en sus gateras, a la espera de la salida. La carrera arrancaba cuando el petiso le daba arranque apretando una tecla, digamos que era un programa de computadora. La cosa no era en vivo. Un disco grabado con tanta cantidad de carreras que se iban sucediendo una tras otra siempre con la permisión del morocho. Éste decía hagan sus apuestas y ahí empezaban (empezábamos) a decirle a qué caballo le poníamos la plata. Nada complicado, la cosa era a ganador. Porque así era más fácil y porque eran carreras de cien metros, de resolución en segundos. Imagínense que si no el negocio no daba rendimiento. Si tenía que esperar los tiempos del hipódromo terminaba recaudando quince o alguna carrera más, no más. En Palermo, o en las diagonales, o en San Isidro, la cosa era una cada media hora o cuarenta y cinco minutos, pero claro, ahí los apostadores no eran cinco bondieros viciosos, dos vendedores ambulantes vagos, y cuatro pibes que tenían una esperanza en la guita fácil. En el hipódromo hay de todo, como los nuestros pero también gente de mucha plata, jugadores de mil mangos por carrera.
Yo prefiero llamarle a esas visitas nuestras entretenimientos de chicos. Después de todo ninguno terminó en Jugadores Anónimos, ni perdió cosas importantes en las burlas del azar. Igual, que de grande íbamos a seguir metiéndoles boletos a los dados, a los números, y a los caballos, era cosa que se veía. Teníamos ese placer en la adrenalina que el riesgo de la pérdida provoca. Por chirolas pero la sentíamos.
Algunos detalles curiosos eran los trabajos de decodificación que de tanto visitar el lugar habíamos hecho sin querer hacerlo inicialmente. Me refiero a algunas concordancias particulares que tenían las diversas carreras grabadas en el programa que ejecutaba el pagador; gestos que su repetición dejaba un resquicio para un saber que significaba un beneficio, una ventaja. Era como un simbólico conocimiento de los caballos equiparable a la fija de la carrera en vivo de los hipódromos.
Por ejemplo existía una carrera en la cual cuando largaban los corredores de sus gateras, uno de los caballos se daba un hocicazo contra el piso, quedando retrasado momentáneamente, ya que luego se recuperaba y ganaba la carrera. También había otra en que debajo de uno de los caballos, al momento de aparecer en pantalla, se podía ver claramente un charco de orina, y siempre coincidía con la victoria de ese caballo.
La verdad es que no todas las veces que se veían esos signos se daba el mismo desarrollo de carrera, sino ya sería cosa juzgada y todos apostarían al seguro ganador. Sobre todo en el caso del caballo orinado, que se mostraba antes de empezar. Porque en el ejemplo del tropezón éste ocurría después de hechas las apuestas.
Era divertido escuchar los alaridos de los presentes ante cada episodio: “¡Se cayó al salir, gana el ocho!”, o “¡El siete está meado, es candidato!”. Nosotros también pegábamos el grito ante la probabilidad cierta, sobre todo si le habíamos jugado al pingo ese.
Esto era lo que quería recordar con cierta melancolía, nuestras horas en aquel local de apuestas ilegales. La Burrería ya es cosa del pasado. Hoy, cuando nos perdemos en los caprichos del juego (como anoche en el Tigre), lo hacemos en el casino, o en el bingo Royal. Los gritos del relator de las carreras quedaron guardados en nuestras memorias con mucha claridad. Como alguno de los nombres que ellos arengaban en el transcurso de la carrera. Un Satan Way, o un Gang Way, que ya están lejísimos de estos días.

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