viernes, 9 de enero de 2009

CUARENTA Y CUATRO

Tenía un asado al mediodía con unos compañeros de trabajo pero me quedé dormido. Sonó el despertador y lo escuché, lo apagué y miré el techo blanco. Las aspas del ventilador zumban y dan un poco de aliento en esta mañana de calor extremo. Bajo a buscar el diario en calzoncillos. Cuando subo lo dejo en la mesa y me tumbo otra vez en la cama. Eran las ocho, si me levantaba rápido llegaba al sitio del encuentro a las nueve. Mandé todo al carajo y seguí durmiendo.
Son las cinco de la tarde cuando abro los ojos. Agarro el teléfono y miro que hay tres mensajes, imagino lo que dicen así que no los reviso. El ventilador no puede hacer nada contra la masa de calor que envuelve este sábado de diciembre. Estoy pegado a la sábana.
Me baño con agua tibia, así sale por más que tenga abierta solo la fría. Me cambio y leo el diario sentado en la mesa mientras tomo una jarra de gaseosa con hielo. Buen desayuno, natural y saludable. En la parte que anuncia lo que se puede hacer para matar el tedio dice que un grupo de gente, de una fundación que no recuerdo, hoy va a iluminar con luces de colores el viejo trasbordador Nicolás Avellaneda. Los fierros viejos y altos que vigilan La Boca y la Isla Maciel. Parece que hoy se cumplen años desde que se construyó. Lo mejor sería tirarla abajo y conmemorar el día que se destruyó.
Pienso en ese puente y me acuerdo de cuando crucé a pie, por el paso peatonal, el puente Avellaneda (de La Boca mejor conocido). Ese que sirve de verdad, que usan miles de autos, camiones y colectivos por día.
Fue una tarde primavera, yo estaba en el secundario. Iba a la casa del Negro, que vivía en el barrio del Candombero, y me encontraba en La Boca. Por la parte donde van los vehículos no se puede pasar ni en joda, te pasan por arriba con seguridad. Así que encaré para el camino para caminantes.
Es un pasillo cerrado por altas paredes todas resquebrajadas a ambos lados. No se ve el tránsito, solo se escucha y se adivina qué vehículo hace cada estruendo al pasar. El trayecto será de unos doscientos metros. No es recto, tiene dobleces. Uno va derecho y ve adelante que el pasillo hace una cuerva a la derecha. Pero no es una curva, sino que dobla con trazos rectos como hechos con regla. Alguien puede gritar que no se va a oír desde ninguna parte, sacando el que le esté clavando la púa. Hay borrachos tirados en el piso, linyeras apoyados contra sus ropajes sucios que se sacaron por el calor. El olor a riachuelo es potente y acompaña todo el viaje. De noche debe ser difícil de pasar por estos lugares. Definitivamente es mejor cruzar el riacho en bote. Rápido y, más o menos, seguro.
Cierro el diario y planeo ir al cine. Me imagino que adentro de alguno de esos complejos el clima será frío y agradable. No importa lo que den. Tengo unos cupones que vienen con la factura de la luz que hace valer la entrada diez pesos. O sea, diez pesos por aire acondicionado es lo que pago.
Estoy en el bar de la esquina esperando que sea la hora. Tengo ganas de vomitar. Parece que también me agarré el virus que los médicos le dijeron a mi hermana que anda dando vuelta por el aire de la ciudad. Espero que sea nada más que el calor lo que me está haciendo sentir pesado, con acidez, como si me estuvieran metiendo el aire caliente de un secador de pelo por el culo.

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