miércoles, 14 de enero de 2009

SETENTA Y OCHO

La hija tiene unos pies hermosos, sin disimulo se descalzó debajo de la mesa y juega con la pata de madera. En realidad ella es linda toda por completo.
La madre es tan guapa como la hija. Son esos casos donde uno no sabe a cuál de las dos le declararía su amor, o más bien la invitaría un turno en el hotel más cercano. Esto descartando la fabulosa posibilidad de no tener que escoger y poder contar con la juventud y la experiencia a la vez, en un mismo lugar y en la misma cama.
Me mira de vez en vez, como buscando despertar mi interés. Sin saber que esto lo hizo en el mismo momento en que atravesó la puerta. Coquetea con su pelo ondulado y largo, y sonríe todo el tiempo, aunque nada así lo mande (la situación natural del ser humano no es sonreír permanentemente).
Ahora me parece escuchar que hablan otro idioma. No logro distinguir cuál porque no llego a escuchar sus cuchicheos, ya que puedo reconocer varios idiomas aunque no los hable. Tampoco puedo deducir si son extranjeras o están llevando a cabo alguna especie de práctica pública de sus saberes idiomáticos.
Insiste en mirarme cada tres o cuatro miradas a su madre. Alterna entre el hilo de su diálogo y ver cómo reacciono yo a toda su exposición de belleza, sentada en el bar sin televisión y sin radio.
Sería bueno disfrutarla en estado natural, sin la pesada carga de la seducción innata en toda mujer bella. Tener como una cámara Gesell en el living de su vida.
El dedo gordo de su pie izquierdo se dobla levemente bajo la presión del pie sobre la madera de la pata; y yo no puedo mirar otra parte de su cuerpo mientras hace eso. Justo viene el mozo para consultar sobre el pedido hecho al entrar y ella pregunta, en un castellano aprendido, dónde está el baño. Se para, alta (más que yo aunque eso no es gran mérito), y avanza hacia la escalera que baja al toilette. Casi va como por una pasarela, en Roma, o en Florencia. Yo no la sigo con la vista, me quedo pendiente de lo que viene a mi papel cuadriculado.
Cuando vuelve retoma sus acciones meditadas y precisas. Lo primero que hace es reiniciar su juego de batalla sensual pie-mesa. ¡Qué rápido que descubre una mujer aquello que hace impacto en los sentidos de su presa a seducir!
En la otra punta del bar, a unos diez metros, leyendo unos papeles blancos y tomando un café, está Enrique Pinti.

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