domingo, 6 de diciembre de 2009

CIENTO OCHENTA Y CINCO

Los muertos no viven en las ciudades capitales, ni en los distritos aledaños, ni tampoco en las grandes metrópolis, que son luceros en la gran noche que los rodea.
Los muertos viven donde nadie puede verlos. Allá lejos, en los inhóspitos parajes de la civilización. Donde llegan a veces los hombres, para apreciar la vida de los muertos, y contar a su regreso cuán cerca estuvieron de ellos. Como si fueran antropólogos aficionados en el más allá.
En los grandes lugares a los muertos se los invoca. Porque es por ellos por quienes hacen las cosas los vivos, los dirigentes del hombre superviviente. Para terminar con la miseria y la desesperanza de los muertos, para trabajar por ellos y sus necesidades, y sus pequeños niños, también muertos.
A cada esquina hay una intención noble de alguna rata no tan noble. Las ratas viven en las capitales, y en los grandes asentamientos, y en aquellas metrópolis poderosas.
Y son quienes nos condenan a ver a los muertos como otra cosa distinta, como gente viva que quiere seguir viviendo, cuando en verdad debieran entender que no tienen chances de ser como nosotros.
Tal vez, si dejáramos morir a los muertos de la tierra roja y árida, de los desiertos de vegetación seca, de los fríos invernales y los ardientes veranos, tal vez todo estaría mejor por estos lados, donde hay un monstruo que ha llegado a cada barrio, y ha empezado a asesinar señoras y señores, chicos y chicas, educados y educadores. En cada suburbio la bestia se mastica un remisero, un trabajador esforzado y obediente. Dicen, todos, que no puede ser, que hay que poner un freno, antes que sea demasiado tarde, antes que la violencia acabe con nuestras vidas.
Los muertos son peligrosos. Quieren resucitar. Quieren vivir. Quieren una parte de lo que es nuestro.
Traigo un mensaje de los muertos. Dicen que nos quedemos con todo nuestro capital, y nuestras grandes orbes, y nuestras vidas aceitadas y sublimes. Pero dicen que no hagamos nada más en nombre de ellos. Y juran que el monstruo que todo lo mata a su paso, camina lento y paciente por nuestras calles y avenidas, y visita hogares de niños y comedores escolares, y habla a micrófonos radiales y ante cámaras de televisión, distribuyendo buenas intenciones, sonrisas y promesas de justicia y bienestar.

No hay comentarios: