domingo, 16 de agosto de 2009

CIENTO CINCUENTA Y NUEVE

Una vez esta vida me regaló un par de horas que son un tesoro hundido en el fondo del mar. Fue una tarde que se empezaba a vestir de noche, el lugar fue una cocina que ya se había vuelto casi mi cocina, con una mesa larga y un almanaque fisgón de cada encuentro nuestro. Unos mates medio ninguneados por unas cabezas atentas a los dados traicioneros; una música de fondo que sumaba bienestar y no restaba calidez con melodías torpes y entrometidas, como otras. Dos amigos que me atendían a su modo cada cual: uno me llenaba el vaso con mi bebida preferida, el otro me destrozaba con su azar infatigable e infaltable. Y Ayde que deambulaba con Joni Mitchel, laboriosas, a mi alrededor.
Así pasaba el domingo, que entre aquellas paredes descascaradas, se me volvía viernes por la tarde. Grato. Feliz. Un mundo por el cual agarrarse a trompadas con Dios.
Hoy ya no tengo aquel mundo. Un mundo ha muerto. Ahora hay otra cosa que es distinta, que es un gigantesco espacio al que le falta un sentido.
Mi amigo Jorge era ese sentido. Y ya no está. Cacho se fue sin decirme chau, y lo que es peor, me ganó el último partido del tablero de los triángulos. ¡El muy turro!

1 comentario:

Obelisco Enforrado dijo...

Que agregar...??? Si las lágrimas me nublan la vista y no le atino al teclado... Tuviste el triste privilegio de ser el primero en llegar, con ese hombro que necesité como nunca y que va!! yo también extraño esas tardes pero infinitamente más, lo extraño a él.