domingo, 2 de agosto de 2009

CIENTO CINCUENTA Y TRES

En pleno invierno, el calefón de mi cocina, que tiene más años que andar a pie, se rompió.
El frío del agua es una navaja que sale de adentro de cada canilla y tajea la piel del insensato que se quiera lavar. Yo ni loco.
Mejor me voy a duchar a la casa de mi hermana, o a la casa de mi vecina, a de algún amigo que me preste agua caliente cayendo desde arriba.
Lo único que acepto en otorgar es mi ano al chorro gélido del bidet. Y juro que es sentirse violado por un pinguino que se asiste con un picahielos; no son más de cinco segundos antes de que el entumecimiento deje paso a un dolor cada vez más agudo. Mi cara en el espejo del lavabo me suplica que desista de mantener mis posaderas impecables. Yo no le hago caso, y a fuerza de lágrimas logro un culo limpio y cristalino.
Espero poder arreglar el calefón antes que mi hermana se canse de levantar mi toalla del suelo; de que mi reflejo se canse de mi negativa; y de que mi ano se canse del picahielo.

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