El valle de San Javier es similar al trayecto a El Mollar. Un ir y venir de curvas que van escalando la sierra arbolada, haciendo esforzar al colectivo 118, el único que llega arriba.
La avenida Aconquija cruza todo el pueblo de Yerba Buena, atraviesa suntuosas casas con su grupo de bares y negocios acordes a la capacidad adquisitiva de los que allí viven. Se hace la ruta 338 que empalma con la 340 para terminar el tramo que lleva hacia el Valle de la Sala: un puñado de casas que se sitúan bajando un sendero desde la ruta que sigue hacia Raco y el Siambón. Al costado derecho del inmenso parque Sierra de San Javier infinitos árboles dan sombra cuando los días nacen.
Todo es verde en San Javier. Un lugar esplendido para descansar de cualquier vida que uno lleve, un paraje donde la naturaleza nos manda callar de tanto grito y ruido urbano, y donde no tenemos ni ganas de hacer las cosas a gran velocidad. Ideal para andar en bicicleta, o para caminar respirando el aire bien puro y sin el vicio de la gran ciudad. Es difícil imaginar a un habitante de este lugar que esté contento cuando, en los veranos, turistas ávidos de sacar fotografías le invaden la calma de su mundo.
Yo soy uno de esos turistas, pero tengo un gran respeto por el silencio que es propio de San Javier, por su ritmo de vida, por su razón de ser.
Luego de pasar el día escuchando a los árboles mecerse con el viento del verano tucumano, y a los arroyos gemir arrullos solitarios y enigmáticos, emprendo el retorno a la ciudad. Donde nada es quieto, ni suave, ni pacífico.
martes, 8 de diciembre de 2009
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